7-NO SOMOS NADA…
Milagros
había ido a devolver las revistas importadas que siempre, desde que era niña y
para mantenerla quieta, le prestaba doña Felicitas. Ya no le gustaba tanto ir a
ese lugar a internarse por esas galerías sofisticadas con todo ese hielo de la
aristocracia y también de la hipocresía. A ella la trataban bien, pero por lo
general se quedaba hablando con el ama de llaves que permanecía entre los
cortinados de gruesas telas color bordó observando los cercos donde jugaban los
guardianes. Milagros imaginaba a una Felicitas pequeña y con una risa
contagiosa y feliz.
A
través del enrejado de los balcones entraba el sol. Había narcisos, rosas y
algunos lirios. Más atrás, oculto bajo la glorieta, un aljibe con su roldana
miraba los tejados antiguos y los otros patios cargados de historia y de
versos.
El
ama de llaves tenía un breviario en sus manos, un libro que contenía el rezo
eclesiástico del año completo.
−¿Son
muy religiosos los patrones?
−Normal
–respondió la mujer−. Es que ahora con la muerte de otro niño hay que orar más
que nunca.
−¿Para
qué?
−¡Qué
pregunta! ¡No sé! Pero hay que rezar.
−No
te enojes, me gusta saber. Lo siento mucho; lo del niño recién nacido fue muy
doloroso. Es que Felicitas debió esperar.
−¿Qué?
−Nada.
Me voy porque tengo otras ocupaciones. Disculpa que te haya hecho perder el
tiempo.
La
mujer la miró con desconfianza y fastidio. ¿Quién era esa niña para atreverse a
hablarle así?
Milagros
bajó las escalinatas con sus rizos dorados al viento.
Tenía
un vestido con un cuello blanco de puntillas y encajes; esos ojos azules decían
más que las palabras, pero eran jueces frente al sufrimiento y a la injusticia.
Juliancito
la vio venir y bajó la vista. Pensó que ella, con andar altivo, pasaría de
largo frente a él. ¡Qué hermosa que era! La conocía desde que era niña cuando
venía con su padre todas las tardes. Julián se acurrucó detrás de un árbol para
que ella no lo viera, aunque ya lo conocía de antes.
−¿Y
tú por qué pides limosnas? ¿Cuántos años hace que vives así? –le dijo, de
repente, y con voz enérgica y dura, como de martillo sobre la sien.
−Pido
porque necesito. ¿Acaso no sabe lo que es la miseria? ¡Qué va a saber!
−¡Busca
trabajo en vez de pedir! ¡Cualquier cosa! –le gritó−. Siempre va a ser mejor
que estar tirado en el piso dando lástima. Así no se progresa ni se vive. Si
toda la gente fuera igual que tú este país se iría al demonio. Las personas se
levantan a hacer algo, a trabajar… ¿Comprendes?
−Es que nadie me da nada.
−Pídelo
como pides limosnas. Si eso lo haces bien –le gritó mientras se marchaba
altanera por la vereda soleada.
Julián
se quedó mirándola; parecía contemplar algo sagrado, un ángel, pero sus
palabras eran ásperas y crueles. Le dolieron más que los golpes que le
propinaba su supuesta familia. Es que tenía razón. De todas maneras, no estaba
dispuesto a pedir trabajo sino se lo daban. Él iba a esperar la oportunidad. Es
que no sabía hacer nada. Ése era el problema.
−No
juegues con ese hombre –la amenazó doña Dolores a Milagros cuando llegó a la
casa y le contó lo que había hablado con el muchacho y los consejos que le
había dado−. No me gusta, me da miedo.
−A
ti todo te da miedo. Nunca conocí una mujer tan cobarde.
−¡No
me hables de esa manera! ¡Soy tu madre, más respeto!
−Crees
que yo soy como todas, pues te equivocas.
−Yo
sé bien cómo eres tú, niña: prepotente y soberbia, igual a tu padre.
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