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El silencioso grito de Manuela (Cap XV 3era parte)

 


Parecía que en medio de esa vorágine de desconocidos, ella había encontrado su lugar, sin billetes y sin recuerdos. Se resignaba a vivir olvidada para siempre, a dormir ovillada junto al gato negro; no intentaba fugarse porque no existía ningún deseo irrevocable.

Ella contemplaba con abatimiento los residuos que los perros callejeros habían traído al patio ante la visión de Socorro y su austeridad. Las dos se miraron en un momento como mujeres sacrificadas que habían llegado al extremo del hastío.

-¿Tú rezas por mí, verdad? -le preguntó Socorro con una debilidad extraña en su cuerpo obeso.

-Sí, hija -le respondió Letizia con ternura.

-Tienes familia porque no he visto a nadie que venga a visitarte.

-Todos han muerto -dijo Letizia con excesiva indiferencia.

-¿Por qué vistes así, mujer?

-¿Cómo?

-Con esos trajes horribles y oscuros.

-¡No mancille mi hábito! -gritó enojada y se refugió en la pieza.

-¿Hábito? -dijo Socorro sorprendida -. Entonces es una monja…

La cacharrería de la cocina comenzó a trastabillar cuando la dueña de la pensión entró en el cuarto. Ahora sí podía comprender el encierro y su envoltorio de mujer espectral. Las religiosas a Socorro le provocaban escalofríos porque le parecían que le estaban anunciando algún final.

El patetismo de Letizia le demostraba su imagen antagónica; sin embargo, los creyentes no dejaban de acercarse para recibir las oraciones.

-No lo levantes -le dijo Letizia a una señora que cargaba un niño -. Échale limón sobre la cabeza, no lo acuestes en su cuna boca abajo, vístelo de blanco y llévalo frente a la luz de la luna.

Sus remedios poco creíbles volvían locos a los necesitados que se acercaban a ella con la desesperación propia de quien está por perder la vida.

-El mundo domina los hechos, hijo -le dijo a un joven que lloraba desesperado -. Resígnate al poder del Supremo que él planifica el destino, lo ilumina y lo entibia para que encuentres un camino recto.

Letizia no pensaba en nada pero las palabras le salían de la boca como si tuvieran movimientos propios. Parecía haber recuperado la cordura, pero en otro cuerpo.

Mientras regresaba Socorro, un sacerdote se sentó a su lado en un banquillo de madera labrada. Impresionado por esa visión, sintió pavor y, acorralado por los ojos de ella, se le crispó la piel.

-¿Padre viene a darme la extremaunción?

  El cura salió corriendo como si hubiera visto al mismo Satanás. Letizia se levantó despacio de la mecedora con el crucifijo, recogió el gato que dormitaba a sus pies y se recluyó en las oscuridades. ¿Qué había visto o escuchado el religioso que lo llevó a huir de esa manera? Tal vez, conocimientos paranormales, la metamorfosis de una mujer simple o la locura; quizá la habría reconocido, pero nadie sabía de su ríspido itinerario ni siquiera ella misma porque era una persona sin pasado.

Los inquilinos desconfiaban de sus actitudes pero la respetaban porque así lo quería Socorro que era la dueña.

-¿Sabe de dónde viene?

-No importa, déjala en paz porque no molesta a nadie.

-Es que parece un ánima; usted le vio los ojos hundidos y fijos, la piel alba y su cuerpo anémico.

-Mujer, no es un muerto.

-Pues… se parece mucho, señora.

Socorro por primera vez sintió un temblor en sus piernas que la hizo apoyarse en la columna del alero.

-Lleva un gato negro, ¿la vio?

-Ese gato es de Manuel, el vecino de enfrente que lo maltrata entonces el pobre animal viene a buscar refugio y comida a la pensión. No me hagas asustar, mujer, que no soy de hierro.

-Yo que usted averiguaría, no dormiría de noche, llevaría un fusil, llamaría a algún exorcista, rociaría con agua bendita los rincones…

-¡Basta ve a hacer los trabajos!

Socorro se hallaba fuera de sí; trataba de no escuchar los comentarios de su amiga pero, en el fondo, sentía cierto escozor cada vez que la miraba a Letizia moverse por el cuarto o atender a los ingenuos que se acercaban a pedir medicinas para sus males.

-¿Me tiene miedo?

-¡Qué! -giró la mujer a punto de desfallecer cuando Letizia le habló a través de los helechos sin dejar ver su rostro-. Le tengo miedo al diablo -contestó aterrada.

-Yo no sé quién soy Socorro. No me acuerdo de mi nombre.

-¿Por qué?

-No lo sé.

-Mira yo te diría que se nota que eres una monja por la manera de vestirte, las cruces, las estampas y el deseo casi desmedido de ayudar al prójimo, pero cuando miras de frente tienes una vaga expresión dramática y hasta cruel.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Los gatos negros entre los vivos y los muertos.

MIEDO A LA LIBERTAD Y A CRECER,
MIEDO A SUFRIR...


BARBASTRO, ESPAÑA
-1960-

Manuela, la protagonista, una mujer que no pudo crecer a pesar de haber formado una familia.

¿Por qué será que las verdades más elementales resultan las más difíciles de comprender? ¿El exceso de razón debilita...?

No podía pronunciar la palabra TIEMPO.
Se había quedado detenida en los años aquellos, cuando cerraba los ojos a la verdad y la sentía ajena, de otros... No sabía contar las horas de un presente que parecía futuro y que se desdibujaba dejando espacios vacíos. Manuela sólo rezaba. ¿Por qué?

EL MIEDO agitaba sus alas en derredor de su cabeza para decirle al oído palabras incongruentes que ella misma desconocía, pero que sentía como una amenaza. Se refugiaba, entonces, entre los amuletos para pedir, para suplicar, la presencia de alguien que le diera un poco de paz. Una voz, tal vez... una mirada de madre... el mismo Dios crucificado.

Ella tenía la sensación de que su cuerpo era completamente vacío y que de él emanaba un aire helado como el que sale de las grutas. Los miedos la declaraban incapaz de entendimiento y voluntad. Por ese camino llevó a sus hijas.

¿La capacidad de dar vida te transforma en omnipotente?

El amor adulto es sereno y acompaña a cambiar las cosas equivocadas por las justas. Manuela acumulaba cenizas y guardaba todos sus miedos para después cuando la conciencia la viera deshojando sus furias.
Las hijas se fueron en busca del amor con la orfandad dibujando brújulas y barriletes: solas, olvidadas... prófugas.

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