Dolores y Laura, abatidas hasta la
médula, no coordinaban palabras y ya no sentían nada por aquellos que se habían
ido ni por los que permanecían a su lado. El final estaba instalado en el alma
de cada una como una premonición bíblica. No sabían para qué habían nacido.
Manuela se debatía con el ardor de los cobertores y sus arrugas congeladas.
-Tu padre está cercano -dijo.
Damián entró por el pasillo plagado de telarañas y se asomó con gesto taciturno a la sala vacía. Se sentó en el sofá arañado por la gata Máxima y lloró desconsoladamente. Los recuerdos se amontonaban en su memoria como soldados ciegos y torpes. Quiso recordar a su madre pero no pudo porque jamás había visto una fotografía de ella, lejos de protegerlo habían acentuado el dolor con aquella absurda idea de que no debía conocerla nunca. Su otra madre, quien lo crió, Letizia, era una sombra incorpórea que se desdibujaba y daba paso a una imagen inválida; sin embargo, él la amaba.
Manolo, quien acababa de llegar, lo
miró desde el pasillo y creyó comprender el mensaje.
-¿Qué ha pasado? -preguntó.
Damián levantó la vista empañada
por las angustias acumuladas en su corta vida, ahogado por las secuelas de cada
una de las palabras dichas, de las malas noticias, de llantos intempestuosos en
medio de oraciones y pedidos.
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