Sonó el teléfono.
-¡Por favor vengan a buscar a la
loca que se volvió a escapar!
-¡No puede ser!
Manolo salió corriendo de su casa rumbo
a la pensión de Socorro pues Letizia había regresado y nadie entendía cómo, con
sus facultades mentales alteradas, había llegado al lugar. Estaba tentando al
diablo cada vez que miraba a esa mujer corpulenta y de extraño carácter.
Parecía que hubiera adivinado su vida compleja, los misterios y pecados que
Socorro ocultaba desde hacía muchos años.
Letizia no se movía y la dueña de
la pensión tampoco; ambas estaban a punto de emplear la fuerza y de luchar por
una causa sin dejar ni ganadores ni víctimas. Con sus venganzas absurdas,
tenían la obsesión de odiar la vida que las había enlutado como soldados de
conflictos bélicos. Sin embargo, Letizia quería ocultarse en su pieza para que
no la encontraran los verdugos. Corrió al cuarto y cerró la puerta; ahí se
revelaban sus más íntimas imágenes aunque el espejo no le decía nada. Nadie
podía juzgarla por sus pesadillas porque estaba empapada con sangre desde que
nació. Aquella tarde lluviosa de verano contrastaba con el aire viciado del
presente y ensombrecía el recuerdo de una niña en una canastilla de mimbre con
ruedas de madera, el ajuar de la abuela Francisca, el amor de su padre, los
celos de Rocío y sus piernas atrapadas por los grillos de la gata Máxima. No
quedaba nada de aquella felicidad.
El mundo a sus pies era como un
cántaro vacío que no le confiaba los planes a seguir. Ella, abrazada a esa
existencia que le había tocado en suerte, no se daba por vencida. Quería
combatir pero no sabía con quién; necesitaba el apoyo de Julián para
fortalecerse y poder así enfrentar a los últimos guerreros, aquellos que tenían
escrito en un papiro el origen y el fin de sus pasos.
Sacó del arcón de Socorro un vestido que había dejado olvidado y que le había regalado su padre. Era blanco de seda con encaje chantilly en las mangas ajustadas. Jamás pensó que volvería a usarlo porque desde que supo la noticia de la enfermedad de Lucía se vestía totalmente de negro, pero ahora era diferente porque iba a encontrarse con su padre. Ese acontecimiento merecía un cambio y para ello estaba preparada; por una increíble razón se sentía liberada aunque nadie lo aceptara. ¿Letizia habría recuperado la cordura?
A la pensión llegó Manolo con su
hijo Antonio y fue interceptado por Socorro que no titubeó en culparlo por su
negligencia.
-Disculpe pero en el momento que
ella se escapó no se hallaba a mi cargo -dijo resignado y con la apatía propia
de quien ya no tiene más energía para enfrentar los hechos reiterados.
-¡Llévesela!
-Lo haré, no se preocupe, yo soy el
único responsable y la cuidaré hasta que Dios diga…
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