Todos gritaban en esa pensión donde
convivían mendigos, huérfanos, solteronas y algún vecino inmigrante; quizá eran
gente que necesitaba que alguien les contagiara un poco de dignidad,
haciéndoles saber que eran seres humanos con nobleza e inteligencia.
Letizia, una mujer rica, había
tenido todo lo que una niña podía desear menos alegría y libertad. Sus
pensamientos se contenían en la oscuridad de los sentidos con las bendiciones
de los santos y la fe absoluta, pero ya no tenía la concepción idealizada de su
Dios sino la figura modélica de una realidad que le decía que no servía para
mucho despertarse y sentarse a esperar. Ella se veía a sí misma como José, su
primer marido, con los ojos nuevos en órbitas viejas, con movimientos torpes en
las piernas rotas, llamando a sus criaturas desde la muerte hacia la locura.
Lo más notable de su falta de
lucidez era la negación que la impulsaba al abandono y al aislamiento, sola,
primitiva, con las ideas quemadas por la ceguera. ¿Qué haría de ahora en más si
Manuela y Julián no la encontraban?
De noche no podía apartar la vista
de las estrellas porque pensaba que su cuerpo se hallaba en los dos sitios. Se
colocaba un sombrero de fieltro de alas anchas y salía al patio como si en él
viera praderas y acantilados; se escuchaban murmullos a lo lejos mientras un
gato negro como su vestido se acercaba para subirse a su falda. Ese animalito
era lo único que la unía al pasado.
***
Con el paso de los meses, Letizia
aireó un poco la habitación y sacó la ropa de la valija de cuero; había un
extraño olor a almizcle que se mezclaba con el aroma de los guisos y de las
paellas que cocinaba Socorro. Letizia construyó un pequeño altar y se sentó
delante de la puerta en una mecedora mientras los demás la miraban como quien
ve a un aparecido.
De pronto, un hombre se acercó y le
pidió que le vendiera una estampa. Ella lo miró fijo y casi sin comprender le
dijo:
-Acepto lo que quiera darme.
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