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El silencioso grito de Manuela (Cap XVI 3era parte)

 


Sus principios religiosos le decían que debía hallar paz en las oraciones y esperar el paraíso para reencontrarse con los seres que ya no estaban, un simple consuelo que en ese momento no le servía para nada.

-La quietud es la mortaja del condenado. Siempre ha sido más poderosa que mi alegría pero hoy, a los ochenta años, debo dejar el letargo para dar el último paso -dijo como si hablara con alguien, pero nadie la escuchaba porque sus ideas parecían fuera de contexto.

La vejez y sus dolencias le daban a sus monólogos un matiz poco creíble, aun así todos reconocían que Manuela siempre se había expresado de manera ambigua y desordenada. Los nietos la amaban pero la miraban con recelo como si estuviera con un pie en la otra vida.

-Mamá -dijo, de repente, Manuela en voz baja.

-¿La ves a tu madre? -preguntó Damián con ansias de saber los misterios del umbral de la muerte.

-¡No! -gritó bastante enojada con ese grupo de ineptos a quienes consideraba poco lúcidos-. Una paloma blanca -volvió a exclamar y todos se quedaron helados porque sabían que estaban frente al Espíritu Santo-. ¡La sociedad es demasiado hipócrita! -volvió a decir y otra vez se quedaron desconcertados.

Las imágenes de la realidad descubrían un núcleo original que desdibujaba las apariencias de las otras realidades: las de los demás. La familia de Manuela era atípica desde tiempos pretéritos, como si llevara sobre sí el peso de los cuerpos y de las miradas. La ley cotidiana de la casa se entendía de antemano y tenía su propio código: el miedo.

Manuela, desde sus inseguridades, era el contrapunto silente que no daba tregua a su ilimitado juego de las escondidas. Ella no sabía lo que era el egoísmo porque siempre pensaba en los demás más que en sí misma; su objetivo era dar sin esperar recibir. Sus padres la habían educado bajo normas estrictas de exigencia: lista, perfecta, estudiosa, prolija, buena… decente. Es por eso que en ese territorio indomable y hasta el final de sus días, Manuela viviría para los otros porque si así no lo hacía la culpa no la dejaría en paz. Hoy su prioridad era encontrar el cuerpo inerte de Letizia para esconderlo en el mausoleo de Lucía y de Rocío, a la vista de la gente, como un reproche al destino. “Allí están las pruebas”, seguramente diría frente a los incrédulos que se impresionaban al ver los ataúdes descubiertos. Esa era una manera de mostrar lo que debía ocultarse para que los demás pudieran comprobar que la muerte es una cachetada que te dice: “luego te tocará a ti…”

Manuela, predicadora de la solidaridad, estaba por comenzar un nuevo desafío contra las injusticias y las carencias, con las pocas responsabilidades que siempre tuvo y su llanto vergonzante. Sentía el deterioro de los huesos, la memoria endeble y las piernas frágiles pero no estaba muerta todavía. El peligro latente la convertía en un ser frío por fuera a quien le resbalaban los espacios intermedios, o negro o blanco, siempre víctima en complicidad con su Iglesia.

Tras los cortinados veía pasar los días como los longevos deprimidos, sólo que Manuela esperaba y parecía no tener prisa. Ella quería escribir su destino, un sendero tangible, manchado de tinta de tanto recorrer las páginas, pero sentía que alguien superior la situaba en un lugar de la superficie y que podía deportarla en cualquier momento.

-Se usa el nombre de Dios de forma equivocada -solía decir sin titubeos frente a algunos hipócritas que asistían a las misas para limpiar las culpas.

Manuela entre los psicofármacos y la adicción a las gemas y las tisanas, se había convertido en una mujer autista que sólo miraba con los ojos increíblemente aterradores. Quería escapar a la calle para buscar al único motivo que la mantenía con vida. Desde la muerte de Julián se había recluido más en su casona atiborrada de humedad, donde asomaban los ladrillos centenarios. Nadie la limpiaba ni tampoco acomodaban el desorden: plantas sobre la mesa, tazas esparcidas por los muebles con caramelos dentro, restos de comida, edulcorantes y el televisor prendido de día y de noche…



Los nietos volvían muy tarde de sus salidas después de asistir a la facultad y Manuela se quedaba sola porque no quería que ninguna persona se ocupara de ella. Era una mujer complicada que no soportaba que nadie le diera un consejo, tampoco reconocía los errores que cometía y no pedía perdón nunca.

-Me hacen la vida difícil. Se murieron mis seres más queridos y ahora ustedes me maltratan -le respondía a los nietos cuando ellos decían que no durmiera tanto, que no tomara demasiado té de manzanilla o que se pusiera las medias cuando hacía mucho frío. ¡Nunca me vuelvan a ordenar lo que debo hacer!

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Con los años, ya no tenía miedo...

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