Constance
temblaba cada vez que escuchaba palabras semejantes. Es que sospechaba que
Benjamín se iría, en cualquier momento, de su lado. Octavio quería que fuera
fotógrafo como él, pero el muchacho necesitaba volar más alto.
−Si
se va me muero.
−No
te anticipes, vive el presente. Despierta que pueden venir años peores –le
respondía la tía Marie Anne a Constance, cuando ella se hundía en el pesimismo
y se aislaba para no pensar.
−Reza
mucho, hermana, reza.
−Sí.
En
invierno, cuando el sol calentaba las veredas y el cierzo se tranquilizaba tras
la montaña, iban de visita de la tía Felisa, quien vivía en una casa con
arcadas y techos bajos.
Constance
y Marie parecían dos religiosas que llegaban con sus sermones almibarados a dar
plegarias y recomendaciones. Aceptaban los rezongos y hasta el destrato del tío
Rolando.
−Ya
nos vamos, tío. Usted tiene que cenar.
−Ay…
sí, sí. Perdón, tío.
Eran
tan piadosas que llegaban a molestar, pero la sensibilidad que transmitían
sanaba las heridas, llegaba al alma y sostenía el dolor. Bajo esos pensamientos
altruistas, ellas se diferenciaban del resto. No existían en ese pueblo,
aburrido y sosegado, dos mujeres iguales a Constance y Marie Anne; sin embargo,
ellas no se daban cuenta. Habían sido criadas y educadas con valores y consejos
y, desde niñas, orientadas en el bien y en el amor al prójimo.
−¡Seguro
que vienen de sostener la sotana del cura como cola de novia! –rezongaba
Octavio cuando las veía llegar hablando igual que cotorras al mediodía.
−No,
fuimos de los tíos.
−¿Y
por qué van tanto a esa casa?
−Porque
los queremos. Es tan sencillo. Qué tú no te ocupes de tu familia no significa
que nosotras debamos ir por ese mismo camino.
−El
tío Rolando no las valora. Ustedes no saben darse su lugar. Hay que tener
dignidad.
−A
nosotras no nos importa. Nos agrada verlos. Vamos por si necesitan algo porque
hay que dar sin esperar…
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario