No
la dejaban crecer…
Coty
se vistió con una camisa blanca y una falda con tablas. Llevaba una cruz enorme
bendecida en el Vaticano que Natalia le había regalado cuando su padre, don
Luis, había ido a Italia por negocios.
“Ése
sí es un papá cariñoso. Nunca vi otro igual. Vive para sus hijas”, pensó Coty
en don Luis mientras se arreglaba el pelo con un recogido y un moño. Sabía que
a las hermanitas del Instituto no les gustaba el pelo suelto. Coty exageraba.
Parecía una novicia, sin los hábitos clásicos, pero una religiosa al fin con
esa ropa.
−Estás
preciosa –le dijo Constance cuando la vio salir por el pasillo rumbo al
colegio. Debía dar una imagen recatada y seria−. Cuidado con ese hombre, que no
se cruce en tu camino. Mira si la Superiora los ve hablando, seguro que no te
dará el trabajo.
−Sí,
mamá. Aunque me parece que estás agigantando los hechos.
−Hay
que prevenir, querida.
Por
aquellas calles del pueblo donde se oían melodías lejanas de violines, Coty
caminó despacio. Proyectaba líneas inconclusas y paralelas de su trabajo y
Adrián. No debía pensar en él; si la veía vestida así seguro que se escaparía
con los ojos cerrados. Ella no hubiera querido disfrazarse de monja, pero lo
hizo por su madre. Le dolía escuchar sus gritos y recomendaciones a veces
absurdas y esa eterna disconformidad.
En
procesión lenta, llegó a la puerta del Instituto y tocó el timbre de la puerta
principal.
−Soy
Constance de Luca y me espera la hermana superiora.
−Sí,
claro –respondió la secretaria.
Coty
entró al escritorio, la dirección del colegio, y allí se hallaba sentada con
sus ojos azules la hermana Mercedes. La luz entraba por la ventana que tenía a
su espalda y ese resplandor daba justo en la mirada de Coty.
−Permiso.
−Siéntate.
Te estaba esperando…
−Sí,
estoy muy nerviosa. Disculpe.
−¡Qué
bonito es tu crucifijo!
−Es
traído del Vaticano y está bendecido por Juan Pablo II.
−El
primer Pontífice no italiano que sucedió a Juan Pablo I.
−Es
de Cracovia –dijo Coty para demostrar que algo sabía de religión, aunque la
hermana Mercedes conocía de memoria la fe religiosa de Constance y de Marie
Anne porque las veía, a diario, en las misas y en actos de beneficencia.
−Bueno,
no tengo mucho para preguntarte porque te conozco desde niña y sé de tu
honorable familia. De las egresadas en la primera que pensé fue en ti. Me
gustaría que tomes el primero o el segundo grado. No sé, el que más te guste.
Coty
tembló de emoción, se sentía valiente y sensible al mismo tiempo. No había
dudas de que su vocación de maestra se desbordaba por sus ojos y aquella
sonrisa tierna que la convertía en un ser especial. Ante la sorpresa, que
esperaba, no sabía cómo agradecer a la hermana superiora.
−No
sé.
−Elige
con confianza. El que te sientas más segura. Me parece que eres la persona ideal
para tratar con los más pequeños: por tu dulzura y paciencia, por tu suavidad
al hablar.
−Segundo
grado –exclamó Coty en un suspiro.
−Me
gusta mucho porque los niños ya vienen preparados del inicio y empiezan otra
etapa: la del aprendizaje más profundo. Sé de tu control y tolerancia, de tu
capacidad, ya me estuvo hablando de ti tu madre y tu tía.
−¿Mi
madre y mi tía estuvieron en el colegio?
−Sí,
hace un par de semanas.
Coty,
desilusionada, saludó a la hermana Mercedes y se fue para la casa con el llanto
contenido. Quería ser ella misma y no la dejaban, así nunca iba a crecer.
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