El
conejo blanco
Coty,
al otro día, tuvo que sufrir un duro golpe.
A
la profesora de biología se le ocurrió que debían matar un conejo para ver cómo
eran los órganos por dentro.
Tremenda
crueldad le dio en el corazón un empujón letal. Podría haber faltado a la clase
ese día, pero tendrían una prueba en la semana y ella era muy estudiosa.
No
podía comprender que en un colegio religioso donde se suponía que una vida
valía más que las dimensiones del hígado de un animal se podría ser tan frío.
Ante tales circunstancias y obligada, de lejos, a presenciar el asesinato, se
quedó inmóvil al fondo del aula con su amiga Natalia.
−No
llores, tápate los ojos.
Los
demás hablaban y reían, era una fiesta.
−¡Ustedes!
–gritaba la profesora autoritaria que no comprendía la verdadera dimensión de
la catástrofe.
−Sí
que es triste la vida –exclamó compungida Natalia.
−No
escuches, no mires, no te acerques –dijo Coty−. Ella no tiene sentimientos. Le
diría cualquier cosa, pero hay que respetar a los mayores aunque estén
equivocados. ¡Qué triste! Lo que hace habla más de ella que de nosotras.
−¿Y
todos los animales embalsamados que hay en el primer piso?
−Ni
me hables. Ella los debe haber ahorcado.
Necesitaban
taparse los oídos para no sentir el alma hecha retazos, imaginar al animalito
blanco bañado en sangre, las risas que les perforaban la piel y esa angustia
que acarreaba la impotencia cuando la injusticia de otros se imponía.
−¡No
quiero aplazos! ¡No quiero alumnos que se lleven la materia a marzo! –gritaba
aquel ser vacío que solamente vociferaba sin conocer la empatía.
Cuando
terminó la hora, sonó el timbre y todos tuvieron que llevarse los trastos y
limpiar para la clase siguiente. Coty y Natalia se quedaron a un costado
esperando que desaparecieran por las galerías, eufóricos por haber presenciado
tan elogiosa manera de enseñar.
Es
que era sublime, parecía una lección de la carrera de veterinaria o de
medicina.
¿Quién
obligaba a quién a ser otra persona? ¿Quién era esa mujer que no podía
comprender la sensibilidad ajena? ¿No se permitía dudar?
Pretender
obligar a presenciar un acto cruel era propio de alguien que no veía más allá
de sí mismo y que, con su egoísmo, castigaba a quien pensaba o sentía
diferente.
−El
miércoles es la prueba, tú ya sabes lo que tienes que hacer –le dijo
secretamente Coty a Natalia.
−Sí,
ya me conoces.
−Ahora no llores más, nos vemos mañana.
Las
amigas inseparables se despidieron en una esquina. A Natalia le quedaba cerca
el colegio, pero Coty tenía que caminar unas cuadras.
−Sabes,
mamá, que hoy mataron un conejo en la clase de biología.
−Dios
me libre… ¿quién?
−La
profesora lo ordenó. Me parece una crueldad, un acto innecesario. Natalia
lloraba y yo sabes que cuando veo sufrir a alguien me viene el llanto, pero
tenía tanta furia y tantos deseos de gritar que me contuve. Igual me quedé
callada y me tapé los oídos con las manos, cerré los ojos… No sabía qué hacer.
−Querida,
la gente nunca es como uno quisiera. Trata de comprender y de superar el
momento –la consoló Constance sin dejar de estar abrumada por las conductas
irreflexivas de algunas personas.
Después
de la prueba, a los tres días, las únicas que sacaron una nota sobresaliente
fueron Natalia y Coty. Los demás fueron aplazados. Los que vieron las partes
del conejo muerto no aprobaron…
¿Qué
hizo la maestra inescrupulosa?
Callar
y disimular, colocar una nota que no quería; tal vez, reconocer la lección o
no…
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