Se
fue caminando por la vereda del ferrocarril, cruzó las vías y llegó a la plaza
frente a la iglesia. Por esos lugares había visto muchas veces a la mujer de
blanco, el brillo de sus ojos, sus trampas, el beso… Ella lo quería mucho, se
notaba en sus lejanas caricias, en la forma de amar la sombra y abrazar la
risa. Parecía un ánima, pero no le tenía miedo. Podía imaginarla todavía
rodeada de felinos sedosos a los que amaba como hijos.
“Ella
era la novia de papá. ¿Por qué la habrá dejado? Se la veía tan hermosa y dulce.
Mi madre nunca fue así. Si se hubiera casado con Clara quizá estuviera vivo y
nosotros, sus hijos, hubiéramos tenido otra vida. Aunque no hubiéramos sido
nosotros sino otros. Mi madre siempre fue tan frívola e insensible. Sólo le
importaba el dinero. El amor era, para ella, un sentimiento de blandos y de
cobardes. Pobre, igual me da pena. La gente como ella me da pena. Piensan que
con los bolsillos llenos serán felices y por eso se transforman en seres
resentidos y en personas tóxicas”, pensó Guillermo sosteniendo el sombrero
porque el viento, que se colaba por los pinos, se lo quería llevar. Él no
vestía con sotana como en antaño sino con pantalón gris y campera. Lo que
llamaba la atención de lejos era el sombrero de alas anchas que lo protegía del
sol y de la lluvia.
Un
gato rojo se acercó a Guillermo, y comenzó a pestañear como si le molestara la
luz que irradiaba desde su interior. Parecía buscar cariño.
−Tú
vives en el campanario ¿verdad? –le dijo y lo levantó en brazos. El felino
parecía ronronear y escondió su cara debajo del brazo de Guillermo−. Te
adoptaré. ¿Quieres?
Así
se lo llevó a su cuarto y el pequeño gato rojo lo acompañó siempre, hasta en
las misas. Se lo veía de lejos al lado de los santos de yeso o debajo del
púlpito donde Guillermo predicaba. Lo llamó Francisco, por San Francisco de Asís.
−Ese
gato es un muerto reencarnado –le decían los fieles.
−No
sé. Es muy bueno –contestaba Guillermo.
−Mira
si es tu padre −le dijo un día el padre Roque.
−Es
fantasioso, usted. Podría ser ella también.
−¿Quién?
−¿Cómo
quién? La mujer de los gatos, la del campanario, la que dejó de mendigar cariño
para cometer esa atrocidad: quitarle la vida a alguien. ¿Con qué derecho?
−Todavía
te duele, hijo. ¿Y si no es verdad?
Guillermo
no sabía qué creer. Estaba esperando noticias del letrado de su madre. Ya le
había llevado el revólver, pero Morales no había aparecido por la parroquia. Se
lo había prometido; no quería molestar en aquel despacho donde la mujer que
gruñía parecía morder con una sonrisa de Gioconda.
De
pronto, se escucharon ecos de unos pasos ligeros.
Roberto
venía caminando rápido entre los bancos de la iglesia. Parecía alterado y
ansioso. Casi se lleva por delante a una anciana con un ramo de azucenas y tres
rosarios colgados del cuello.
−¡Hijo!
−Perdón.
La
buena señora recogió el bastón del piso. Roberto no la ayudó. Los ancianos no
lo conmovían ni llegaban a rozarlo con su indefensión.
−Ya
serás viejo –murmuró la mujer sin darse vuelta, y reanudó la marcha despacio y
sin fuerzas.
Roberto
no tenía respeto por los mayores y por el lugar en el que estaba. Su egoísmo
era mayúsculo. Guillermo lo vio y fue a su encuentro. Eran tan diferentes que
no parecían hermanos.
−Comentan
en el pueblo que mamá va a salir en libertad –le dijo a Guillermo −, pero tú,
como siempre, no estás enterado. Vine a decirte eso y a obligarte que busques a
la hija de Mía. ¡Nunca te ocupas de nada! ¡Eres tan indiferente! ¡No pareces de
la familia! –le gritó y se fue sin esperar una palabra.
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