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La última mujer (Cap II-Los vigías 1era parte)

 

II

LOS VIGÍAS

 

Inglaterra, abril de 1912

 

 

Violet iba de un lado a otro de la casa, estaba ocupada en los preparativos del viaje. Mark, como siempre, se mantenía ensimismado. Hubiera preferido hacer el itinerario sin el conocimiento de la enfermedad de Rebeca. Ya era tarde, todo estaba dicho.

‒Hola, abuelo. ¿Dónde va?‒le preguntó Alan quien apareció, de súbito, tras la cortina que separaba la cocina del comedor. Había entrado por la puerta trasera.

‒Voy a acompañar a Rebeca en un viaje de placer. Es un barco nuevo, maravilloso, construido hace poco. El más grande del mundo.

‒Ya sé… Titanic.

‒Justamente‒respondió Mark desganado‒. ¿Y tú vienes a pedir dinero como siempre?

‒Así es‒exclamó Alan con un dejo de curiosidad y la mirada pensativa.

‒Espera un rato aquí que voy del otro lado de la casa a buscar los espejuelos y unos informes. No tardo.

‒Ve tranquilo‒respondió Alan y se sentó en el sillón principal del living iluminado por una lámpara veneciana.

Al rato, se levantó y miró en dirección a la cocina donde solía permanecer Violet en sus quehaceres diarios. Al no escuchar sonido alguno, subió en silencio la escalera dando, de vez en cuando, una ojeada miedosa tras de sí. Entró a un gabinete. En la mesa se podían ver restos de trabajos de arquitectura: mapas, notas, cuentas matemáticas… La chimenea aún estaba encendida y frente al fuego había una butaca y el servicio de té junto a varios libros. Un ejemplar se hallaba abierto y escrito con notas al pie. Parecía ser de medicina. Evidentemente, se había equivocado de cuarto, él buscaba la famosa valija de su abuelo.

“Volveré cuando se haya ido de viaje”, pensó al escuchar sonidos que venían desde la planta baja.

Llegó a tiempo para sentarse muy cómodo en el sofá para recibir a Mark.

‒Aquí tienes. No me molestes más porque estoy preocupado en unos asuntos.

‒¿No es que te vas de viaje de placer?

‒No exactamente.

‒Pues, no entiendo.

‒Mejor. Ahora vete que me estoy preparando. ¿Y tu padre? Seguro que sigue tomando alcohol y fumando cigarros. ¡Es tan irresponsable! Tu madre hizo bien en alejarse y buscar su destino en Europa.

‒Por eso me quiero ir a Francia.

‒Trabaja y lo conseguirás, mi querido.


Alan sintió que su abuelo lo trataba con cierta ironía y soberbia. Eso le crispó los nervios. Pensó en un plan que llevaría a cabo cuando él se marchase a estepas heladas en el océano, ese mar que a veces traiciona. La maleta era su objetivo. De niño, había escuchado que un tesoro se ocultaba allí dentro y él lo necesitaba tanto. Dinero, joyas… ¡Qué maravilla! Las compartiría con su padre, por fin se daría los gustos y podrían vivir como un Cooper se merecía, dignamente. Un abuelo millonario y un nieto casi mendigo. ¡Qué absurdo! La sociedad lo veía injusto, una situación que podría ser subsanada con la generosidad de quien todo lo tenía a su alcance, pero que no podía ser posible. Mark Cooper era egoísta y avaro. Un abuelo diferente a otros que se desvivían por los nietos, una persona insensible. Eso pensaba Alan del anciano a quien no quería porque su padre le había enseñado una lección. No se avergonzaba por eso, adoraba a Harry con sus defectos y frivolidades. Deseaba que fuera feliz disfrutando de la fortuna que le pertenecía.

💞

La última mujer 

Mar inquieto, mar en calma...

 



Nadie podía trazar la ruta de los mares, estaban expuestos a los designios de alguien superior, pero no lo sabían… Había demasiado espacio, tal vez eternidad en esos corazones dormidos a ras del viento. No podían resistir a los embates de los planes; se terminaba el invierno o la primavera, los años de combate y los sueños impensados. Esa fuerte torre invulnerable ya no necesitaba de mapas y rutas y aparecían vestigios de azucaradas magias: la tibia caricia, el abrazo matutino, la taza de café, el olor a libro, las glicinas con sus brazos violetas, los guardianes del abuelo Mark… Todo el cielo en una sola película.

Román y Beatrice, los hijos de Amy y Carl, jugando con sus abuelas.
‒¿De qué color es la primavera? ¿Cómo llega el sol a alumbrar? ¿Papá y mamá?

Y los fantasmas familiares aquietados: la manta de Violet, la música del leño, la voz de Rebeca entre la nieve con Harry, su hermano, en la guerra por armar muñecos. Mark y Sarah abrazados mirando pasar los años frente a la luz irisada de los cristales. Y aparecía Alan exprimido por su melancolía a gritar frente a las ventanas; pedía, reclamaba… ¿Qué? Amor, el que tenía y no le alcanzaba.

Del azar
tomó cuatro palabras
las puso de corral
contra los vientos
y esperó una vida
que el infinito
quedara dentro.

            F.Aldana


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LA ÚLTIMA MUJER

La última mujer (Cap I Fin de la Belle Époque-3ra parte)

 


‒Claro que sí. Ya está decidido, pero antes de comenzar el tratamiento lo venimos a invitar a un viaje. Todos juntos, felices. A Rebeca le hará bien y se sentirá reconfortada después de sentir aires nuevos.

‒No. Vayan ustedes que son jóvenes. ¿Para qué quieren un viejo al lado?

‒Te amamos, papá. Queremos compartir contigo. Van a venir también unos amigos Carl Bramson y Amy Carter Bramson.

‒No, no, menos.

‒Vamos, padre. No sea caprichoso. Si se lo ve bien de salud.

Mark era austero consigo mismo; cuando estaba solo bebía ginebra para ocultar su gusto por los vinos viejos. Aunque le gustaban los viajes, no había traspasado la puerta desde hacía veinte años. En cambio, era tolerante con los demás y admiraba, casi con envidia, la vitalidad y la energía que se desprendían de los espíritus jóvenes. Carecía de ímpetu y de ese goce que provenía de la relajación de los sentidos. Necesitaba, por una simple razón, permanecer ocupado, activo y resuelto. Lo demás le aburría demasiado. Es que Sarah ya no estaba y tenía que conformarse con la conversación de Violet, quien lo cuidaba como una hija.

‒Debe ir con Rebeca, señor Cooper.

‒¿Y a ti quién te preguntó algo?

‒Vamos, no se comporte como un viejecito malhumorado que sabe bien que no lo es. Abandone un poco su fábrica de faros y llene de oxígeno esos pulmones.

‒Tú qué sabes. Si voy es porque me lo pide Rebeca.

‒Así me gusta, papá‒dijo ella y lo abrazó nuevamente.

‒¡Basta de zalamerías! Seguro que me van a pedir dinero.

‒Claro‒respondieron entre risas‒. Me dijeron que no tiene.

‒Pues, no‒contestó Mark Cooper tratando de parecer alegre cuando una nube de polvo le cubría el alma después de la noticia que acababan de darle. Si Rebeca se moría, él se iba con ella. Lo tenía decidido. Nada lo ataba a esta tierra donde para ser feliz bastaba con un poco. Los afectos eran su única fortuna. Sin ellos se convertiría en pordiosero.

El siglo XX nacía auspicioso: había paz en el mundo y mil inventos recientes (cinematógrafo, automóvil, teléfono, aeroplano…) inauguraban una era en la que cualquier maravilla parecía posible.

Por entonces los astilleros Harland and Wolff construían para la empresa británica Ocean Steam Navigation Company-más conocida como la White Star Line por la estrella blanca que usaba como símbolo-tres grandes transatlánticos hermanos: el Olympic, el Titanic y el Britanic, colosos que medían unas tres cuadras de largo y dejaban chiquita a cualquier embarcación conocida hasta el momento.

La construcción del Titanic demandó veintiséis meses. En él trabajaron más de once mil obreros que instalaron diecinueve calderas, dos motores y la novísima turbina de vapor Parsons. El proceso fue un éxito: costó la muerte de sólo dos operarios, cantidad ínfima para la época.

El casco del transatlántico poseía un doble fondo y estaba dividido en dieciséis compartimientos estancos que lo convertían en invulnerable, pues se calculaba que, en caso de problemas, no se inundarían simultáneamente más de dos. Tan seguros estaban del coloso que el viaje de pruebas duró sólo ocho horas.

Este palacio flotante tenía diez niveles y chimeneas del tamaño de una casa de tres pisos. Para arrastrar el ancla se precisaron veinte caballos. En su interior funcionaba un hotel de lujo, dotado de las comodidades que podía ofrecer la tecnología de la época: teatro, salón de baile, camas con baldaquino, pileta cubierta, baños turcos, gimnasios, restaurantes, accesibles para quienes dispusieran de doscientas veintidós libras que costaban las suites de primera clase. Un pasajero de tercera se podía ubicar en una cabina de cuatro camas por veintidós libras.

 

 

‒¿Titanic?‒preguntó Mark Cooper con curiosidad.

‒Es un coloso, un barco, que va a partir del puerto de Southampton el 10 de abril próximo en su viaje inaugural.

‒No es hermoso, papá. ¿Se imagina? Todos queremos estar presentes en esa travesía. No podemos faltar, además me vendrá bien para enfrentar lo que me espera: meses difíciles.

‒No me atrae demasiado; le tengo miedo al agua desde que era pequeño‒dijo Mark dudando mientras se distraía con el diario de la mañana.

‒Estará tan lejos del agua que ni la verá… Es enorme y alto. Lo vi en las fotografías. Una embarcación nunca imaginada y preparada para no ser abatida jamás.

A Mark Cooper le preocupaba la salud de Rebeca, el diagnóstico de su enfermedad no permitía conjeturas ni distracciones, ni viajes estériles, ni tonterías de cualquier tipo. Sabía lo que era la lucha cuando enfrentó la patología de su esposa Sarah. No quería aturdirse con travesías absurdas y frívolas. Ellos eran demasiado jóvenes y la edad no les permitía sentir miedos. Los viejos eran los que acumulaban temores y soledad.

‒Mejor me quedo y visito algunos médicos para ir ganando tiempo.

‒No. Esto es una pausa para olvidar un poco y para poder disfrutar sin el pensamiento rutinario y abrumador de todos los días.

‒Suegro, es la oportunidad de estar juntos. ¿Comprende?‒comentó Wilson mirando con tristeza a Mark. Insinuaba algo que él no comprendía en su totalidad pero que presentía. Estar junto a Rebeca quizá por última vez.

‒Está bien‒añadió con resistencia el anciano caballero para alegrar a su hija y para unirse a esa dicha ficticia que no le agradaba y que no podía disfrazar por más que fuera la travesía de su vida.


 --LA ÚLTIMA MUJER--
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La última mujer (Cap I-Fin de la Belle Époque-2da parte)

 



A dos puertas de la esquina, a mano izquierda, la avenida se interrumpía por un callejón sin salida. Un edificio de construcción misteriosa proyectaba un tejado triangular. Tenía dos pisos pero el frente carecía de ventanas. La vivienda se hallaba abandonada, despintada y reseca, sin campanilla ni picaporte. Los mendigos se cobijaban en el portal y encendían cerillas en la pared. Así vivía Harry Cooper y su hijo Alan. La esposa de Harry los había abandonado al ver la desidia de su esposo. Amber Thomas era pianista y vivía en Francia, en la ciudad de Grez.

Mark se recostó y una sombra de melancolía le endureció el rostro. ¿Qué había hecho mal?
‒Es triste llegar a viejo ‒dijo como en murmullos pensando que todo el dinero del mundo no le servía para alcanzar la felicidad y menos la paz interior. Pensó también en su hijo Harry, quien no tenía escrúpulos; sin embargo, él se quedaría con parte de su fortuna. No podía soportarlo. Escuchó voces que llegaban desde la sala. Bajó las escaleras con su bastón, el que solamente utilizaba por elegancia y se encontró con la mesa servida para el té por su amada Violet. Habían llegado de visita su hija Rebeca y el esposo Wilson Taylor.

‒Padre… ¿Cómo está?
‒Bien, igual que siempre. Me duelen un poco los huesos. Es que no acepto mis ochenta años. He sido tan activo toda una vida. Me cuesta quedarme quieto esperando noticias. 

‒Es que debes cuidarte para vivir mucho más. ¡Te quiero tanto!
‒Sí, hijita, lo sé‒respondió Mark y la abrazó con inmenso cariño.
El anciano notaba algo raro en el semblante de Wilson, cierta melancolía, tal vez congoja.

‒Tomemos un té. ¿Pasa algo? ‒preguntó Mark frente al mutismo y a las miradas de desconcierto‒. Una cosa es reprimir la curiosidad y otra vencerla. No me asusten.
‒Bueno, querido suegro, hay una noticia que debe saber. Vinimos a contársela pero no queremos que se angustie, que le haga mal, debe tomarlo con calma.


Wilson tenía los ojos nublados y caminaba de un lado a otro de la sala envuelto en un silencio de crepúsculo que lo adormecía y lo invitaba a la reflexión. Rebeca temblaba y su pelo colorado parecía perderse entre los pliegues de los volados de su chaqueta. Estaba pálida, demasiado.

Violet se acercó con una bandeja de masitas y de merengues pero ella no quiso comer.
‒No, gracias ‒exclamó levantando su mano enguantada.
‒Rebeca está enferma ‒dijo, de repente, Wilson‒. Necesita hacer un tratamiento cruel en unos meses. Siento tanto decir esto…
‒¡Qué! ¡Es tan joven! ¿Qué tiene?

‒Padre, no se preocupe, usted lo dijo… Soy joven y podré salir adelante. La ciencia avanzó mucho en estos tiempos y las células malas, ante el tratamiento, pueden revertirse y ceder. Sólo queríamos que lo supiera porque venimos a proponerle algo que tal vez le agrade y me responda que sí.

‒Después de semejante noticia, nada puede ser mejor ni peor ‒respondió Mark y sacó un pañuelo para secarse los ojos y limpiar los lentes empañados por un dolor que le perforaba la piel. Su querida Rebeca no podía tener la misma enfermedad de Sarah; sin embargo, todo resultaba ser demasiado obvio.


¿Cuál es el límite donde sostener las cargas se hace, en la medida de las fuerzas, insoportable?

La vida lo volvía a colocar en el lugar de padre sostenedor, de muro que abriga, cuando él ya no podía con su cuerpo tembloroso y frío. Guerreaba contra los años y la ausencia de Sarah, el gran amor, y ahora Rebeca, tan niña, le pedía valor. Es que lo veían fuerte, un hombre que había peleado y conquistado, que nunca se había dejado doblegar por las circunstancias ni por el destino. Mark no era valiente; estaba demasiado abatido, pero sabía que debía contener a su niña porque la amaba. Nunca imaginó esa cachetada infame, pero entendía que podría revertir la situación buscando a los mejores médicos. Para eso sí servía el dinero.

‒Yo pienso luchar, hija querida. Te ayudaré. ¿No es cierto?‒le preguntó a Wilson, quien permanecía mirando la bruma gris por el ventanal.

La última mujer

La última mujer (Cap I-Fin de la Belle Époque-1era parte)

 



I

FIN DE LA BELLE ÉPOQUE


Inglaterra, marzo de 1912


Mark Cooper no se separaba nunca de su maleta o baúl. Si debía dejarla en la casa por alguna razón la ocultaba en un lugar secreto. De noche, la colocaba sobre un sofá junto a él y de allí la observaba mientras leía. Más tarde, se dormía mirando en esa dirección con demasiado afecto; era una especie de custodia que lo obligaba a negociar con su propio yo. Él decía que escondía un tesoro y así se lo hacía saber a la familia.

Su esposa Sarah había fallecido hacía tres años y tenían dos hijos: Harry y Rebeca. Mark era un opulento anciano de negocios y su fortuna era cuantiosa. Si bien había repartido algo de las propiedades entre sus descendientes, luego de la muerte de Sarah, Harry y Rebeca se mantenían al margen de los pasos de su padre. Es que Mark era celoso de sus bienes y conocía demasiado a Harry, quien había dilapidado lo que le correspondía en el juego.

Alan Cooper, su nieto, hijo de Harry, creció escuchando la historia de la maleta secreta y la insistencia del abuelo de no abandonarla nunca. Pensaba que llevaba joyas, por eso no se desprendía de ella.
‒El tesoro más grande está aquí dentro‒solía decir Mark y nadie se atrevía, por temor, a preguntar nada porque sabían que guardaba dinero en los armarios o debajo de las baldosas de la habitación como los viejecitos mezquinos. Un dinero que con los años perdía su valor. A la par, tenía una caja fuerte que si llegaba a morir nadie iba a poder abrir porque no sabían la clave.

Mark se mostraba hosco y con un carácter fuerte que lo transformaba en un hombre de temer, imperturbable y áspero. Lo era más desde el fallecimiento de su esposa. Casi ni hablaba, sólo daba órdenes. Se sometía a sus propias leyes acartonadas sin importarle los combates familiares, la salud de Rebeca, su hija, o el padecimiento de su nieto Alan. Demasiado egocéntrico, el mundo empezaba y terminaba en las cuatro paredes del cuarto donde tenía un escritorio para atender desde allí a los empleados de sus tantos negocios. Extrañaba a Sarah, su compañera. La vida, por momentos, parecía no tener sentido.




‒Abuelo, necesito dinero.
‒Tú no piensas en estudiar o en trabajar. Yo soy ingeniero civil; podrías intentar con esa carrera o con leyes. Te voy a buscar un puesto en la constructora de faros. Eso de pedir y no hacer nada no es digno de un Cooper. Y tu padre… ¿No te pone límites? Siempre fue un rebelde.

‒Mi padre no tiene un peso.
‒Yo, muy joven, recibí una medalla de la Sociedad de Artes de Edimburgo por mi trabajo en las técnicas empleadas para las luminarias de los faros.
‒Tengo mala salud‒comentó Alan apesadumbrado.
‒Oh… No soporto oír semejante tontería.
‒Necesitaría ir a Francia en busca de climas cálidos.
‒¡Toma el dinero y vete! ¡Basta ya! Tantas necedades me superan… ¡Soy un anciano! ¿Lo sabes?

‒Sí‒murmuró Alan y miró de reojo, antes de salir del cuarto, el baúl de Mark que permanecía sobre el sofá de terciopelo verde.
Alan se fue contento por un camino que conducía a los barrios más populosos de Londres. Las fachadas y los escaparates se mostraban a lo largo de la calle y los vendedores sonreían a los paseantes que no dejaban de admirar sus encantos.


La última mujer, de Luján Fraix

Las leyendas nunca mueren...

 



LICIA Y LA LEYENDA DE LOS OJOS AZULES

Las gemelas silenciosas se asomaban a la vida. Parecían etéreas palomas con alas fuertes y deseos de ser gacelas en el entorno de los caprichos de María Antonieta.

La aldea estaba lejos, del otro lado, y ellas no sabían de leyendas cortas y de viejecitos con nombres raros. Eran sabias, inteligentes, visionarias... La muerte blanca se asomaba ante los ojos azules para susurrarles palabras de seda.


Mientras tanto, aturdía la Revolución y la gente se dispersaba por las callejas enlodadas.

Ellas no tenían miedo porque ese olor a claustro las unía, aunque no se conocían... Jamás se habían visto, eran dos extrañas en el camino de la noche.

LICIA

Hermana mía.

La Revolución francesa

-1790-


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Licia.Hermana mía (Cap III-El sonambulismo-1era parte)

 

III

EL SONAMBULISMO


María Teresa de Austria resultaba ser una madre intolerante. Todo lo resolvía con decisiones arbitrarias. Pasaba con facilidad del estado de dicha al de mártir.

María Antonieta se sentía desamparada. El deseo, casi corrosivo, de agradar a su madre no la abandonaría nunca. María Teresa quería ser indiferente a la seducción de su hija pero no dejaba de sorprenderla ya que se destacaba por sus múltiples caprichos de consentida. Ella se consideraba una trabajadora infatigable, pero sospechaba de aquella niña impasible, extraña y frívola.

De todas maneras, María Antonieta era muy pequeña para mostrar su perfil, supuestamente personal y seductor; nadie podía especular con eso. Tal vez, con los años, las sospechas de María Teresa quedarían expuestas a la risa de todos.

María Antonieta, a los cuatro años, solía correr por el parque de Schönbrunn con sus hermanas y amigas Luisa y Carlota de Hesse y dos perros dogos.

De todas las hijas de la emperatriz de Austria ella era quien mejor practicaba el arte innato de agradar, esencial para vivir en la corte de Versalles.

Para su madre, la niña sería reina de Francia.


El colegio de los jesuitas

 

Las noches eran frías y después de cenar en la cocina donde el ambiente era más templado, cada uno se retiraba a leer. Las paredes iluminadas por las lamparillas de aceite estaban recubiertas por cortinas gruesas ya que los ventanales eran amplios y daban a la calle. A la izquierda, se encontraba un horno de hierro fundido que contrastaba con la blancura del mantel bordado por la abuela de Rosalie.

‒¿Qué pensáis de nuestra hija?

‒Nada ‒respondió Antoine abrumado por el humo del horno y por una somnolencia mágica e insospechada que lo asaltaba después de la cena‒. ¿Por qué me preguntáis eso?

‒No sé. Contemplo a nuestra Celine y la veo luminosa, con una sonrisa de luna en su carita. Me da vértigos y luego me hechiza. Es raro.

‒Pues yo la veo siempre feliz como una niña de su edad.

‒Encendéis tu lámpara, hombre. ¡Oh… los varones! ¿Cuándo os daréis cuenta solos de las cosas?

‒Me fijaré en lo que dices. Mañana la miraré a los ojos para descubrir sus huellas.

‒No os festejéis que es serio. ¿Sabéis una cosa? Yo nunca os conté que cuando esperaba a Celine me sentía desgastada. Cargaba el peso de una niña demasiado grande para mis fuerzas y cuando nació era solamente una criatura que apenas llegaba a los 3 kilos.

‒Es que quizá tu cuerpo es débil; no todas las mujeres llevan bien sus embarazos. Algunas son muy jóvenes y casi no pueden sobreponerse‒dijo Antoine como si fuera un médico avezado.

‒Será eso, no sé…

‒Ve a contemplar la luz enigmática de la luna con su abanico de encantos que yo me iré a dormir porque mañana tengo que visitar el colegio de Alexandre.

‒¿Por qué? ‒preguntó Rosalie.

‒Me tienen que notificar algo sobre la conducta de nuestro hijo.

‒Si es un santo el pobre.

‒Lo es pero algo habrá hecho para que me llamen con tanta urgencia. 


LICIA. Hermana mía.


Licia, por María Jesús Muñoz (España)

 


"Impresionante la reflexión que nos regalas, Luján. Te has subido a la cima, como el águila, para desentrañar el alma humana. Tu visión objetiva de los sueños, de la vida, del amor y de la felicidad nos sorprende por su claridad sencilla y rotunda. El hombre acosado por el juego inefable de la vida, se refugia en la libertad de la imaginación para soñar y liberarse del presente, pensando en un futuro. Al mismo tiempo el amor sana y llena el alma de paz, la impulsa y la renueva. No obstante,la verdadera felicidad está en la misma entraña del hombre, que va traduciendo en palabras los mensajes del destino y controlando ese equilibrio interior,que le marca la conciencia.

Te felicito por la acertada y clara disección, que hiciste, de cada elemento por si mismo y a la vez relacionado con los demás. El hombre es un ser simple, aunque a veces se empeñe en lo contrario.La vida le muestra herramientas suficientes para hacerle frente y ser feliz.
Mi abrazo y feliz semana, amiga."

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Gracias querida María Jesús Muñoz, una amiga de muchos años de recorrer caminos. Tus mensajes son antológicos, para guardarlos en el arcón del tiempo, en un álbum de recuerdos.

Besos y abrazos.

Licia.Hermana mía (Cap II-Louise Héland-3era parte)

 



La señorita Louise tapó a la beba con un cobertor e imaginó columpios de colores, perlas entre escarlatas y nubes de algodón que se deshacían en el aire.  Todo era tan vertiginoso para su existencia que sintió que la vida le daba un vuelco y que volvía a la niñez.

El corazón le hablaba a través de las sensaciones nuevas. Era madre, nunca lo había pensado porque no estaba en sus planes. No era de esas doncellas que sueñan con tener una familia propia; primero tenía que cuidar a sus padres y luego pensar en ella. Cuando se quiso realizar como mujer encontró una barrera: la edad. Ya era tarde. Nunca conoció el amor.

Mientras pensaba en la soledad de su adolescencia, escuchó sonidos que venían del corral situado en la parte trasera de la casa donde vivían cerdos, gallinas y conejos. Detrás un cobertizo donde Madame Delfine guardaba la leña. Louise la quería mucho por haberle dado abrigo aquella mañana de abril, pero la dueña de la casona de huéspedes se mostraba intransigente con ella.

El espectáculo gris que presentaba el interior de los aposentos se repetía en los trajes de los huéspedes. Los hombres llevaban casacas y chupas y las damas vestidos pasados de moda, encajes remendados y mitones deslucidos por el uso, manteletas color pardo y gorros de invierno en pleno verano.

La vieja señorita Louise tenía una especie de capota de tafetán verde, un chal de cachemira deshecho que parecía cubrir su blanco esqueleto. Su mirada, a veces, daba frío y el rostro piedad. Tenía una voz de moribunda, pero todavía le quedaban vestigios de alguna belleza oculta que nadie había aprovechado porque los pesares de la vida la habían empujado a un laberinto donde no era posible enmendar los errores.

Las estrellas iluminaban y tejían enigmas en esa noche sobre las tapias desiertas. El rocío brillaba frente a las estatuas. Había aroma a paz y esencias con lasitud y embrujo de plata en el terciopelo de las horas que se consumían como teas en ese universo único.

‒¡Louise!

Era Madame Delfine.

‒Qué necesitáis ‒dijo Louise con un miedo que le perforaba las vísceras. Si ella descubría a la niña todo volvería al principio; la echarían a la calle sin miramientos.

‒Necesito hablaros.

‒Ahora no puedo, después voy a la sala.

‒Es que dentro de cinco minutos me retiro a dormir‒dijo bruscamente y abrió la puerta.

La señorita Louise se arrojó sobre la dueña de la pensión y la empujó para atrás contra el marco de la entrada.

‒¡Qué hacéis!

‒Es que tengo un ratón en la pieza y estoy a punto de atraparlo.

‒¡Oh…! ‒gritó Madame Delfine y escapó como si hubiera visto al mismo diablo.

‒Mañana si podéis hablaremos ‒le dijo sonriendo Louise, aunque sabía que en cualquier momento podrían descubrirla y se acabaría el deseo de ser madre que llevaba, a pesar del corto tiempo, arraigado en la sangre.

A la medianoche, apareció Isabeline con un arcón lleno de ropa de niña. Eran sus pertenencias, se las iba a entregar a la pequeña huérfana para calmar su corazón desprotegido.

‒Gracias. No sé cómo pagar lo que hacéis por mí.

‒Lo siento así y no es sacrificio. Dar es la forma más bella de ser feliz. ¿No?

‒Claro, cuando tenéis…



‒Y cuando no tenéis también porque si entregáis lo que os sobra no sirve; tiene que ser algo que amáis mucho como yo estos recuerdos que son parte de mi historia‒dijo tristemente Isabeline.

‒Por supuesto, tenéis toda la razón. Dios os recompensará por el bien que hacéis porque todo vuelve a su lugar en esta vida.

‒Me conformo con poco.

‒¿Os gustaría ser la madrina de la niña?

‒¡Me halagaría! ¿Cómo la llamaréis?

‒Alizee.

‒Bellísimo ‒respondió su madrina que sentía que comenzaba a brillar una estrella en el entorno de sus días.

La jornada siguiente, falleció Tirot el anciano que vivía en la planta baja.


Licia.Hermana mía (Cap II Louise Héland-2da parte)

 



‒Estáis misteriosa. Seguro que esta tarde fuisteis a rebuscar comida.

‒No. La mujer tiene como misión salvar la ciudad, rezando y arrepintiéndose de los pecados cometidos por la comunidad. De esta manera purifica la conducta de los hombres y sana las almas. Su papel es pues un rol privado que se basa en la espiritualidad. ¿Entendéis?

‒Quiero que me paguéis lo que me debéis sino os irá mal.

‒Prometo que cumpliré… ‒respondió Louise totalmente descolocada por el temor de ser arrojada a la calle.

Madame Delfine se retiró a su habitación y ella pudo llegar hasta la cocina.

‒¿Dónde pondré la leche?

Encontró una cuchara alargada de estaño en un cajón y una taza. No quería hacer ruidos porque podían descubrirla. Ella conocía a todos los huéspedes pero no estaba segura de que, llegado el momento, pudieran compartir su secreto.

En el primer piso había dos habitaciones, una era la de la dueña y la otra la ocupaba la señora Eugenie Berny viuda de un juez que tenía como compañía a una doncella llamada Isabeline. No se sabía si era su hija o su sobrina. En la planta baja quedaba un anciano llamado Tirot y un hombre de treinta años que llevaba un sombrero de alas anchas y una peluca blanca.

La señorita Louise pensó en cada uno de ellos y no se le ocurrió con cuál podría entablar una amistad para que alguno pudiera ayudarla a esconder a la niña. Entró a la alcoba donde la criatura dormía. La despertó para darle la leche y la niña le sonrió; sus manecitas tomaron las suyas y nuevamente Louise comenzó a llorar. En esa soledad en la que se hallaba inmersa por circunstancias tristes de la vida, la beba era su salvación. Sentía que ese regalo la acercaba a un Dios que la había desamparado y no podía claudicar. Ella era una mujer sola; hubiera querido volver a su pueblo a desenterrar raíces y buscar sus orígenes, la savia de las vides y el aroma de las naranjas que corría por su sangre pero había decidido, en su momento, ir a la ciudad porque no tenía nada que perder. Era huérfana. Sabía que su herencia había quedado escondida en cada surco, en el néctar de las flores y en las brumas de la tierra roturada. Ellos eran sus progenitores tras el velo de los años que, como alas de pájaros, habitaban las neblinas entre las voces olvidadas, con la bóveda celeste como testigo y cómplice de la memoria.

“La honradez no sirve de nada”, pensó.

Escuchó unos pasos y se asomó a la galería. Era Isabeline que pasaba para el baño con una toalla en las manos.

‒Oye, ven ‒la llamó.

‒¿Qué os pasa?

‒Entra que quiero mostraros algo.

‒Es que se hace tarde y van a servir la cena; además Eugenie me reta si os desobedezco o no cumplo los horarios.

‒Es un minuto, por favor.

Louise pensó que Isabeline por ser joven podría ayudarla con la niña. Carecía de prejuicios.

‒Mira.

‒¡Un bebé! ¿Dónde lo habéis encontrado? ¿Lo adoptaste?

‒Sí‒dijo Louise fríamente ‒. Lo que pasa es que necesita ropa y yo no tengo dinero para comprarle. Pensé que me podríais ayudar con algo. ¿Conocéis a alguien pequeño como ella? O tal vez sepáis dónde puedo recoger algo de ropita usada.

‒En el monasterio reparten para los humildes pero yo te puedo regalar algunas cosas de cuando era niña que tengo guardadas. ¡Oh qué ojos hermosos!

‒Es muy bella, gracias.

‒Bueno… luego cuando todos se retiren a descansar os traeré lo que tengo. No es mucho pero os puede ayudar para empezar.


Alizee

 


Alizee sabía de gramática y de verbos irregulares, de matemáticas y de los sueños cuando el día parece noche dentro del alma. Conocía los ruidos de las calles solitarias, decía que el viento lloraba por las rendijas de las puertas; escuchaba, de lejos, los cascos de los caballos que pasaban arrastrando los pesados coches, se inquietaba con el crujido de los muebles y el sonido del péndulo del reloj. Era bella con sus ojos como luceros pero algo, que no podía manejar y que no entendía, la llevaba a buscar, a caminar delante de sus propios pasos. Amaba, era cariñosa, abrazaba con empatía los hombros doloridos de la señorita Louise que no conocía otra vida. Su existencia entera empezaba y terminaba en Alizee: el regalo del Supremo. Su risa, sus manos, aquel primer día, la fantasía y el amor eran un solo universo. ¿Podía pedir más?

LICIA. Hermana mía

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Licia.Hermana mía (Cap II-Louise Héland-1era parte)

 



II

LOUISE HÉLAND




Por los Campos Elíseos…

La señorita Louise Héland dio una vuelta por una de las calles inhóspitas de París caminando muy despacio mientras iba pensando que unos mirabeles y un trozo de pan eran poca comida. No tenía para más. Por lo general, después de dar una vuelta por el mercado en las tardes, cuando no conseguía que nadie le diera algún alimento, se veía obligada a recoger lo que quedaba bueno de los residuos. El olor a carne cocida le perforaba el estómago. Todas las mañanas unos carruajes en forma de cofres, con doble chapa, se detenían delante de las portadas y se llevaban las sobras de las fondas. Louise pasó por una tienda, cuya dueña vendía los residuos que salían de Las Tullerías. Se ocultaba de vez en cuando para que la dejasen seguir entrando en los almacenes de barrio por donde merodeaba a menudo sin comprar nada.

Aquella tarde solamente vio a un anciano que olfateaba un plato de pescado revuelto con huevo. Salió de allí rápidamente porque el aroma a frituras le hacía mal. Caminó por los Campos Elíseos sin rumbo fijo; estaba angustiada. Veía a las mujeres elegantes con los peinados iluminados con harina de arroz y las mantas de paño sobre los hombros y pensaba en lo injusta que era la vida. De pronto, en un portal vio algo que se movía… Entre la vasta línea de los bancos, ciertos caballeros fumaban en pipa de arcilla y en la esquina había dos columnas llenas de carteles que semejaban trajes de arlequín por sus cuadros de varios matices.

Louise, casi una solterona, resentida y amarga, se acercó despacio a aquel bulto de ropa. Lo tocó y apenas tembló… Miró a un lado y a otro para asegurarse de que no la estuvieran observando. Era un niño olvidado. Se quedó turbada. No sabía qué hacer; en un primer momento intentó huir pero luego pensó que alguien superior le había dejado un mensaje y así lo interpretó. Levantó al niño con un gesto de extenuación y casi sin oír los murmullos escapó como si fuera una ladrona. Pisaba tierra firme arrebatada por la idea febril de que el destino había hecho justicia y la había premiado por todos los males que había padecido. Tenía la ingenuidad de un infante y la confianza de un guerrero. Sus ojos hundidos brillaban y el cuerpo frágil flotaba dentro de la túnica de lino. Su rostro, surcado por profundas arrugas, parecía contraído por un deseo inconfesable o por una eterna tristeza.


La señorita Louise pensó que la dueña de la casa donde vivía no iba a aceptarla con un recién nacido y menos que acababa de recoger de la intemperie. La vivienda pertenecía a Madame Delfine Blanduriet y estaba situada en la parte baja de la calle de Santa Genoveva. En ese barrio abundaban las casas de huéspedes y los asilos. Miseria y desolación. La fachada del lugar daba a un jardín con una puerta desvencijada que comunicaba con una calleja. Por allí entró Louise para no ser vista. Era una puerta falsa cubierta de arena con geranios, adelfas y granadas que crecían en tiestos de loza.

El niño comenzó a llorar y ella, desesperada, corrió hacia la alcoba para ocultarlo. No tenía comida ni ropa para cubrirlo. ¿Qué haría? Lo recostó en el camastro y lo destapó… Pudo observar que se trataba de una niña con ojos azules que la miraba sin ver detrás de sus lágrimas. Louise, quien era severa a fuerza de todas las afrentas vividas, se conmovió porque sintió en lo profundo de su ser que aquella criatura se encontraba más sola que ella y que la había elegido para caminar a la par.
‒¡Silencio que nos echarán a las dos! ‒le dijo a la beba que entrecerraba los ojos de cansancio‒. ¿Cómo os llamaré? Ya pensaré algún nombre bello.

Louise sabía que no debía quedarse con la niña pero devolverla no era una buena idea tampoco. Le harían muchas preguntas y no tenía ganas de confrontar con nadie. Salió al recinto que comunicaba con un comedor separado de la cocina por una escalera cuyos peldaños eran de madera rústica. Le resultaba triste ver aquellos muebles tapizados de crin color mate. En el centro había un velador de un solo pie cuya piedra era de mármol belga adornado con una bandeja de porcelana con filetes de oro gastados.
‒¿Dónde vais? ‒escuchó una voz que la dejó paralizada.
‒A la cocina a tomar un poco de leche.
‒¡A esta hora!
‒Es que me dio un poco de hambre.
‒¿Por qué no lleváis una galleta?
‒No, necesito leche ‒dijo la señorita Louise aterrada por el interrogatorio de Madame Delfine quien, desde el sillón principal, la miraba con curiosidad por encima de los espejuelos.


---LICIA.Hermana mía---