A Salvador se le heló la sangre. Su hijo no podía haber dijo eso. No sabía si aquello era pura maldad o lo estaba desafiando. En ese aislamiento en el que se hallaba inmerso llegó a comprender que, tal vez, esas insinuaciones se debían a que lo aborrecía. Ya no tenía comunicación con él, tampoco deseaba buscar el momento para un acercamiento porque Roberto resultaba ser un desconocido. Salvador tenía esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida para desmembrarlos o para sentirse más seguro. Las actitudes de su hijo lo desconcertaban por completo; sin embargo, pensaba que sus respuestas absurdas eran producto del consumo de ciertas drogas.
En ese momento, llegó Jorge y se fueron a hacer ejercicio físico como todos los días; a veces, jugaban al tenis en el club del pueblo. La caminata la hacían por el sendero izquierdo del cementerio. ¡Qué ironía! Salvador vio a su hijo que iba por la otra vereda demasiado rápido como quien tiene que llegar a un lugar definido y a una hora señalada. Podía haberlo conocido en medio de una multitud. Desgraciadamente, se sentía ajeno a la vida de Roberto. Era seguro que él iba en busca de droga. Salvador tenía la certeza de ello y no podía hacer nada. La impotencia lo doblegaba.
-Mira a Roberto -le dijo Jorge.
-Sí, él está complicado. Es tan difícil poder intentar manejar la voluntad y menos la de un hijo que no escucha consejos de los adultos que tenemos experiencia y que queremos su bien.
Jorge lo miro extrañado; Salvador bajó la vista pues no quería contarle a nadie lo que estaba viviendo con su familia, aunque el pueblo lo sabía desde hacía mucho tiempo.
El camino al cementerio se hallaba desierto. Se escuchaban los sonidos del campo o eran sus demonios internos que lo hostigaban para reforzar su teoría diaria de soledad e incomprensión.
La gente creía que eran una familia con problemas pero feliz, aunque conocían, de antemano, las manías de Dolores, las adicciones de Roberto y el carácter de Salvador: formal, trabajador, poco sociable.
Cuando llegó a la casa, después de la caminada acostumbrada, fue al escritorio porque la obsesión por el revólver lo dejaba casi sin raciocinio. Llegó y comprobó, ante el estupor, que la caja seguridad se encontraba abierta y que el arma había desaparecido otra vez.
-¡Susan!-gritó desesperado.
-Sí, Señor.
-Qué es esto, la caja de seguridad abierta cuando yo solamente sé la combinación. El arma, que usted vio el otro día, no está allí.
-¿Está seguro que la guardó en ese lugar?
-Sí. ¿Quieres hacerme pasar por loco? ¡Sí, seguro!
“Nada tan grotesco que pedir a gritos explicaciones a una mucama.”, pensó.
-Perdone, señor… perdone mi estupidez. Estoy asustada.
-¡No le creo! Me siento muy mal. Supongo que no hay razón para tener miedo, pero lo tengo. ¡Comprende!
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