III
EL SONAMBULISMO
María Antonieta se sentía desamparada. El deseo, casi corrosivo, de agradar a su madre no la abandonaría nunca. María Teresa quería ser indiferente a la seducción de su hija pero no dejaba de sorprenderla ya que se destacaba por sus múltiples caprichos de consentida. Ella se consideraba una trabajadora infatigable, pero sospechaba de aquella niña impasible, extraña y frívola.
De todas maneras, María Antonieta era muy pequeña para mostrar su perfil, supuestamente personal y seductor; nadie podía especular con eso. Tal vez, con los años, las sospechas de María Teresa quedarían expuestas a la risa de todos.
María Antonieta, a los cuatro años, solía correr por el parque de Schönbrunn con sus hermanas y amigas Luisa y Carlota de Hesse y dos perros dogos.
De todas las hijas de la emperatriz de Austria ella era quien mejor practicaba el arte innato de agradar, esencial para vivir en la corte de Versalles.
Para su madre, la niña sería reina de Francia.
El colegio de los jesuitas
Las noches eran frías y después de cenar en la cocina donde el ambiente era más templado, cada uno se retiraba a leer. Las paredes iluminadas por las lamparillas de aceite estaban recubiertas por cortinas gruesas ya que los ventanales eran amplios y daban a la calle. A la izquierda, se encontraba un horno de hierro fundido que contrastaba con la blancura del mantel bordado por la abuela de Rosalie.
‒¿Qué pensáis de nuestra hija?
‒Nada ‒respondió Antoine abrumado por el humo del horno y por una somnolencia mágica e insospechada que lo asaltaba después de la cena‒. ¿Por qué me preguntáis eso?
‒No sé. Contemplo a nuestra Celine y la veo luminosa, con una sonrisa de luna en su carita. Me da vértigos y luego me hechiza. Es raro.
‒Pues yo la veo siempre feliz como una niña de su edad.
‒Encendéis tu lámpara, hombre. ¡Oh… los varones! ¿Cuándo os daréis cuenta solos de las cosas?
‒Me fijaré en lo que dices. Mañana la miraré a los ojos para descubrir sus huellas.
‒No os festejéis que es serio. ¿Sabéis una cosa? Yo nunca os conté que cuando esperaba a Celine me sentía desgastada. Cargaba el peso de una niña demasiado grande para mis fuerzas y cuando nació era solamente una criatura que apenas llegaba a los 3 kilos.
‒Es que quizá tu cuerpo es débil; no todas las mujeres llevan bien sus embarazos. Algunas son muy jóvenes y casi no pueden sobreponerse‒dijo Antoine como si fuera un médico avezado.
‒Será eso, no sé…
‒Ve a contemplar la luz enigmática de la luna con su abanico de encantos que yo me iré a dormir porque mañana tengo que visitar el colegio de Alexandre.
‒¿Por qué? ‒preguntó Rosalie.
‒Me tienen que notificar algo sobre la conducta de nuestro hijo.
‒Si es un santo el pobre.
‒Lo es pero algo habrá hecho para que me llamen con tanta urgencia.
LICIA. Hermana mía.
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