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Licia-Hermana mía (Cap I. En tiempos de Voltaire-2da parte)

 


Se subieron a un carruaje inmediatamente.
‒A la calle Pirouette ‒dijo Rosalie.
‒¿Dónde vamos? ‒preguntó Antoine, quien quería llegar a la casa temprano porque no le gustaba dejar a su hijo mayor, Alexandre, solo mucho tiempo.
‒Ese lugar es un rincón muy típico de París, tengo que comprar algunas cosas para la niña.
‒No, no ‒contestó Antoine apresuradamente‒. Nos iremos para la casa. Es que acabáis de dar a luz. ¡No te dais cuenta!
‒Perdón, Antoine, es que me siento bien. Eran sólo unos minutos.


Las lámparas de aceite iluminaban la casa de Rosalie junto a otras que se perdían en la noche, agrietadas y llenas de moho por el derrame de las aguas ya que estuvo lloviendo una semana entera. A través de la cortina de la ventana que daba al tejadillo triangular se veía el brillo de un candelero. Era Alexandre que estaba leyendo.
‒¡Venid a recibir a tu hermana! ‒gritó Rosalie con entusiasmo.
‒Sí, madre.
‒Es un muchacho indiferente que seguro que le da lo mismo verla o no‒dijo Antoine.
‒No digáis eso, pobre, es que está desilusionado. El amor no correspondido duele… y cuesta recuperarse, olvidar y empezar nuevamente. Debéis conformarte de que no dejó los estudios.
‒¡Qué bella! ‒dijo Alexandre observando su mirada azul.
Oh… Celine encanto de los ojos,
tormento de los corazones,
luz del espíritu…


‒Tenemos un hijo poeta.
‒Es que en el colegio de Jesuitas ‒respondió Antoine orgulloso‒. les enseñan humanidades, artes o filosofía y teología.
‒Sí, estoy haciendo una traducción de la obra de Quilón de Espartaautor de la máxima No desees lo imposible. Político del s. VI a.C.
‒¡Qué maravilla! Os felicito, hijo.
‒Ruego a la virtud de los cielos que tus placeres lo sean en absoluto, tu hermosura eterna y tu dicha sin fin.
‒Bueno… Celine parece que habéis recibido todas las bendiciones. Ahora tiene que ir a la cama a descansar porque es muy pequeña y yo también merezco un par de horas de sueño.
‒Claro ‒dijo Antoine‒, yo me encargo luego de la cena.
Se quedaron los dos solos, Alexandre y su padre.
‒Sabéis… Existe una leyenda que viene de la antigüedad que dice que las mujeres que tienen los ojos azules traen infortunio y que son la causa de muchas desgracias. Una ley prohibía a un rey amar a doncellas con esa mirada.
‒Esos son delirios querido hijo.
‒Me retiro a la habitación a seguir estudiando, con vuestro permiso.


Antoine se quedó solo junto a la calidez de la bujía. De lejos, escuchaba el llanto de Celine y pensaba en el amor de padre que muchas veces se nublaba por un sentimiento extraño de indiferencia. Era quizá una tristeza que arrastraba desde niño cuando su progenitor lo castigaba. No le enseñó a amar y él ahora sentía la soledad que sólo perciben aquellos a quienes les falta afecto; sin embargo, tenía una esposa maravillosa que le había dado dos hijos. ¿Qué más podía pedir?
Dejó esos pensamientos y preparó la mesa. Algunos panes espolvoreados de anís, quesos, jarras con agua y vino. Los platos parecían de arcilla roja con dibujos negros.
‒¿Qué habéis cocinado, Antoine? ‒le preguntó Rosalie.
‒Unas aves con salsas, papillas de harina de trigo, de habas y de cebada.
‒Demasiado, yo no tengo mucho apetito.



LICIA-Hermana mía

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