Al día siguiente cuando Isabel fue a Hampton Court ya se había desencadenado la tormenta. Una multitud discutía, y Catalina lloraba de la angustia.
Isabel, desde otro vértice de la casa, observaba la escena; ahora entendía la tristeza de la reina y las escapadas de Enrique para ver a esa otra mujer: una dama casi vulgar. Miraba los movimientos de su majestad y sentía piedad y cariño por ella. Los malos tratos no podían dejar secuelas en ese cuerpo ya que Dios la había premiado con el don de la bondad. Su esposo, alucinado por esa mujerzuela, pronto se daría cuenta del error que estaba cometiendo, pero también sabía que era un hombre que no podía violar la palabra y tampoco nadie podía impugnarla.
Catalina ya no tenía fuerzas ni ganas de soportar humillaciones de las que era objeto, pero se sentía inútil por no haber sido más condescendiente con él para mantenerlo enamorado.
---Los hombres son seres difíciles, si ya no os aman nada les importa ---dijo.
Enrique VIII se quería casar con Ana Bolena y para ello debía desaparecer de su entorno su anterior esposa. Después de veintidós años de matrimonio no le interesaba despedirse de ella; su egoísmo iba en aumento y su obsesión por el heredero lo iba transformando en una persona desagradable, soberbia y viciosa.
El rey fue a ver al canciller Tomás Cromwell, promotor de
una serie de reformas legislativas que colocaban a
Catalina de Aragón, al borde de la muerte por su quebrada salud, se mantenía obstinada pero no había polémica entre los esposos; ellos ya no se dirigían la palabra y Enrique esperaba ansioso que ella se marchara de Hampton Court.
Isabel se paseaba con frugalidad pero estaba desesperada pues pensaba que se quedaría sin trabajo. Con la licencia de su esposo Auguste, permanecería día y noche en el palacio para no ser reemplazada por otra de las innumerables damas de la corte. De todas maneras, algo la tranquilizaba: Catalina no iba a ser ajusticiada como creyó primero.
La multitud esperaba a Enrique VIII en la puerta y lo escoltaba hacia donde se dirigía para saber alguna noticia. La gente corría y deliberaba; las calles se llenaban y luego se vaciaban… El Pueblo no quería a Ana Bolena.
Enrique era astuto e implacable; no le interesaba nada ni nadie solamente su bienestar, porque el abuso del poder lo hacía omnipotente. Podía desechar lo que no le gustaba o dar muchas excusas para defenderse porque siempre tenía razón.
La dama de la corte con quien se iba a casar había nacido hacia 1500 o 1501 en Blickling Norfolk. Se llamaba Ana Bolena y era bohemia, soberbia y tentadora. Los miembros de su familia habían sido servidores reales. Sabía hablar francés con soltura, amaba la poesía y la música; sin embargo, su reputación era algo turbia. Muy morena, de ojos expresivos y hechicera; ejercía una fascinación ingeniosa que turbaba a los hombres que se rendían a sus pies. Tuvo amoríos antes de llegar al trono.
Isabel la conocía poco pero ya la veía como la futura reina a quien debía atender porque Enrique se mostraba con ella en los torneos, en las fiestas y hasta cuando iba de caza.
Así era Ana Bolena: célebre antes de serlo y altanera como su futuro esposo. Creía que así podría sobrevivir.
El día que Catalina de Aragón se fue había mucha niebla y parecía de noche. Al aire libre, en una galería lateral donde se hallaba un altar de escasas proporciones, se encontraron Isabel y Catalina para despedirse. Nadie pasaba por allí, sólo los escribientes podían abrir la puerta de marfil.
---Tratad de manteneros con calma, sed fiel a vuestras creencias y no lloréis por mí. Yo estaré bien, cuidad al rey, mi señor, y a María cuando llegue al palacio.
Afuera, estaban los guardias bajo sus armaduras. Catalina se deslizó como un ángel en las sombras y desapareció sin dejar una sola huella.
“La vida sin examen
no merece ser vivida”.
Sócrates.
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