Había lucernas que circulaban por las callejas de la
población melancólica, forasteros bajo la lluvia, gente imaginaria y califas
con acento francés. El calvero enlodado esperaba a las víctimas en la próxima
noche y extendía sus redes para dilatar sus cuerpos. Los cálices ordenaban las
horas.
El primer hombre intentó tocar a Isabel, entonces fue
atravesado por un rayo que le produjo la muerte. Ante el estupor, todos huyeron;
el prefecto la miró para afilar sus uñas de nuevo porque la odiaba.
Las ondas de luz vistieron su figura blanca y ella pudo
marcharse por el empedrado vacío de almas pero apabullado de combatientes y
villanos de antiquísimo poder.
Isabel creyó que ya estaba a salvo de la injusticia.
Al otro día, el padre de Simpronio la condenó a ser
decapitada por un verdugo; no sabía que ella estaba consagrada a Dios. Frente
al prefecto sacó la cruz; al rato, el hombre murió.
Isabel Law ahora estaba segura de que el crucifijo era
milagroso, por eso debía guardarlo en un lugar seguro para ayudar a quien lo
necesitase o simplemente para defenderse de los ataques. Tal vez, el
desconocido de la caperuza no volviera en las crudas noches para condenarla,
aunque lo habían hecho tantos que creyó igual que la muerte llegaría en
cualquier momento.
Isabel hubiera
querido tener otra vida: criar párvulos en un corral, amansar ovejas, ser
pastora, enseñar la doctrina de Cristo en las aldeas, ser nodriza de verdad,
hacer la carrera de armas o escribir sonetos como los de Gracilaso de
“La piedad no puede
consistir en cubrirse la cabeza con espesos velos, dar vueltas alrededor de una
estatua o visitar altares… ni tampoco inclinarse… ante los templos de los
dioses, y menos en inundar las aras con la sangre de los cuadrúpedos… sino en
observar las cosas con ánimo sereno.”
Lucrecio
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario