5-LA POBREZA
Dormir con la lluvia
Don
Fidel sentado en la silla de paja de su padre recordó aquellos tiempos de su
infancia y vio, de cerca, el rostro de Juan. Muchos podían imaginar a qué se
debía la mirada ausente de aquel hombre. En su silla de paja rota, sentado como
al descuido, con apatía, miraba el camino donde seguramente en un rato llegaría
alguna carreta. Su esposa criaba gallinas y vendía los huevos en el pueblo. A
veces, guardaba ese dinero que le quedaba debajo de los carros, en la tierra,
para que nadie se lo quitara. Cerca del cañaveral, había un par de vacas,
algunos patos y un caballo.
Para
don Juan, recuerda Fidel, no existían los sábados y domingos, tampoco la
Navidad o el Año Nuevo. Él trabajaba todo el día en el campo porque amaba ese
pequeño mundo que había heredado de los abuelos inmigrantes. Eran muy pocas
hectáreas que rodeaban a una modesta casa pintada con cal. Cuando llegaban los
tiempos de cosechas, don Juan se volvía más callado. Sufría mucho. Es que sabía
lo que iba a ocurrir…
Por
el camino, cargado de polvo, se acercaban algunas personas enviadas por el
gobierno de turno. Se llevaban bolsas de trigo para los necesitados. Don Juan,
sin decir una palabra, con las manos en los bolsillos, los veía alejarse y la
angustia le oprimía el pecho. Lo poco que le quedaba no le alcanzaba para vivir
y para comprar semillas para volver a sembrar el año próximo, y entonces se
endeudaba.
¿Y
si el granizo destruía los sembrados? Se endeudaba el doble.
¿Quién
era el necesitado?
El
humilde que en vez de buscar otro empleo esperaba el regalo o el que dejaba la
vida de la mañana a la noche, mientras otros lo despojaban de la mitad de su
digno trabajo.
Don
Juan pasó a ser, con los años, el abuelito con las mismas alpargatas rotas, la
silla de paja y el corazón triste, disperso, silencioso… El que un día dijo
“basta”.
“Qué
pena, papá. Ahora estamos igual. Nada ha cambiado. No nos quitan las bolsas,
pero nos sacan el poco dinero con los impuestos. Y estamos tan pobres como
antes. Se creen que porque tenemos un pedazo de tierra somos ricos. Es que no
saben y hablan. Quisiera verlos trabajar igual que antes o como ahora. No
aguantan un día. El campesino no deja el surco por más que lo obliguen, y trabaja
aunque le pidan que pare. Es un amor incondicional a la tierra, inexplicable
para muchos, para el que no lo siente”, pensó Fidel después de recordar a sus
padres labradores y el legado que les habían dejado a los sucesores.
La
batalla de los valores estaba en juego en su excelsa magnitud.
−¿En
qué piensas, viejo? –le preguntó doña Martina quien venía de la cocina con un
mate y unas galletas.
−En
la dignidad.
−¿Por
qué?
−Porque
Hortensia está manchando nuestro honor. Nosotros siempre fuimos honestos y ella
debe haber cometido algo malo. Yo ya no tengo paciencia. Necesito paz.
−Esperemos
un poco más. No sé qué le pasa a Hortensia, la veo diferente, resentida con la
vida. Los Ferrer son gente inescrupulosa, ya los conocemos. Todo el pueblo
habla mal de ellos, y la mujer está presa.
−Dicen
que mató al marido.
−Por eso… Hortensia hace mucho que tendría que haberse ido de allí.
En
el espacio de la duda, Susan sentía la afirmación de lo inseguro. Existir
frente a la continuidad de los espejos vivos, le permitían seguir siendo
cobarde. Era el tiempo desconcertante que ya no podía sostenerla, pero ella
daba guerra. El temor le desordenaba la conciencia, levantaba rejas y se
convertía en jaula.
La
pócima estaba dentro del cuerpo, era su tímido grito: arrodillado y memorioso.
Había
vestido a Alma con sus ropitas de niña.
A
doña Martina le dolía el corazón porque había guardado bajo siete llaves aquel
tesoro. No es que no quisiera a Alma sino que todo parecía oscuro; necesitaba
explicaciones que no llegaban, certezas, una mirada limpia, pero sólo hallaba
monosílabos.
¿Hasta
cuándo vivirían así?
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