6-TOMASA
Elena
vestía con una chaqueta de seda y cuello alto. Llevaba un broche. La falda azul
tenía varios pliegues y usaba guantes blancos. Su madre se veía elegante con un
vestido de satén color marfil y un chal de seda. Hacía frío entonces se
colocaron estolas sobre los hombros.
Los
encuentros de los sábados en la casa de los Iriarte ya eran una costumbre, pero
los padres de Elena esperaban ansiosos la fecha de la boda. El noviazgo se
hacía interminable y, si bien la velada resultaba ser agradable, los padres de
la novia aguardaban de Conrado una decisión que no llegaba nunca.
Fermín
se encontraba parado, con el sombrero en las manos, en la puerta del comedor.
No se atrevía a entrar porque, en definitiva, era algo retraído y solitario.
−Les
presento a Fermín Olivera, mi amigo de toda la vida. Nos llevamos diez años,
pero eso es un detalle. Él es mi hermano.
−De
las juergas –agregó don Amadeo.
−Padre.
−Perdón,
señores. No debí hablar así. Pase Fermín, si sabe que ésta es su casa. ¿Cómo
está su santa madre?
−Siempre
igual, don Amadeo. Se cayó y se quebró y ya después no quiso seguir con la
rehabilitación; se quedó en el sillón de ruedas.
−Es
que no puso voluntad. A esa edad hay que insistir.
−Sí,
pero si llora y suplica. Es mi madre.
−Tiene
razón.
Todos
se sentaron a la mesa y Tomasa se acercó con la cena que había comprado el niño
Conrado en “El Imparcial”, ubicado en el barrio de Montserrat, unos minutos
antes de que llegaran todos: aves asadas, perdiz, pato y pollo, algunas
verduras y vino. Doña Emilia y su esposo se miraron consternados; Tomasa con lo
cansada que estaba siempre no podía haber preparado esa cena. Emilia se levantó
de la mesa y pidió permiso a los invitados.
−Acompáñame…
¡Yo no te pedí ni perdiz, ni pato! ¡Sabes que no me gusta comer esos animalitos
indefensos!
−¿Y
el pollo?
−Bueno…
¡Tampoco! ¡Cómo pudiste, Tomasa! Confío en ti ciegamente, pero me has
defraudado. Parece que no me conoces.
−Es
que yo no hice la cena, señora. Fue el “señorito” que la buscó por ahí.
−¿Conrado?
−No
lo regañe, lo hizo para que yo descansara porque me vio triste y desganada. Él
es tan buen chico, me trata como una madre y eso a mí me emociona, me levanta
el ánimo y me da ganas de vivir. Sabe cómo me siento; la desesperanza me
aprieta el pecho y me dan ganas de llorar todo el día.
−Está
bien, cálmate. Debiste decírmelo antes.
−Es
que yo no sabía lo que iba a traer para cenar. Dijo que se iba a ocupar y que
no me hiciera problemas.
−Ah…
¡Dios santo! ¡Los hombres! ¡No saben nada del hogar!
Doña Emilia volvió al comedor un poco avergonzada por el menú, pero nadie se dio cuenta, solamente su esposo que conocía bien los gustos de su mujer y las habilidades culinarias de Tomasa. No era momento de reproches, debían disimular lo más posible para que los invitados no notaran nada.
Conrado
parecía disfrutar con aquella situación y sonreía todo el tiempo con una risa
burlona. Le encantaba sacar a los padres de su eje: tan estructurados y serios.
Elena, su prometida, casi no comía y miraba el plato con deseos de saber o de
no saber, estaba incómoda como nunca antes y Fermín y la niña Nieves se entretenían
conversando sobre bailes y libros. Conrado levantaba la copa sobre las cabezas
dos por tres para brindar por cualquier tontería y doña Emilia sentía que les
estaba tomando el pelo. ¿Qué le
pasaba?
Cuando
terminaron de tomar la última taza de café, todos se retiraron menos Fermín.
−Amigo,
hoy no hay salidas. Mi madre está enojada.
−Entiendo.
Tenemos mucho tiempo por delante. Una vida.
−Yo
no, Fermín. Mi padre quiere que me case lo antes posible porque necesita
asegurarse de que voy a ser un buen médico y un padre de familia.
−¿La
amas a Elena?
−Eso
no importa.
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