Fidel
tomaba mates mirando por la ventana el camino hacia la tranquera. Las vacas
pastaban, y el molino de agua daba vueltas con su quejido asmático y doliente.
Todo parecía tan apacible cuando no estaba Aníbal en la casa, pero ahora Susan
había vuelto y con un regalo.
−Viejo,
¿no será que tuvo un hijo y no se atreve a decirlo por miedo a las reprimendas?
Recuerda que hace meses que no nos viene a ver. Tal vez, el novio se le fue, la
abandonó.
−No
sé qué pensar. Si fuera así no se escondería.
−Quizá,
no quiere ver a ese hombre. Digo… al supuesto novio.
−No
sé, es todo tan extraño. Habrá que ir a hablar con los Ferrer para saber por
qué se fue del trabajo.
−¡No
se les ocurra! –se escuchó una voz que venía desde el cuarto.
Susan
se asomó y los volvió a amenazar.
−Hortensia,
por favor.
−¡No
me digan Hortensia!
Los
padres no entendían nada. Nunca le había gustado ese nombre. Decía que era de
mujeres solteronas de principios de siglo. Renegaba del legado de su abuela, la
mamá de Fidel, porque la hacía sentir anciana igual que ella, con aquel
carácter retorcido y demandante. Siempre alerta y ordenando cosas como sargento
militar y luego, de muy viejecita, pidiendo con llanto y con furia un respiro más,
mientras les echaba todas las culpas.
“Qué
fácil es tener demasiada gente alrededor para reclamar atención sin respetar
los espacios, el tiempo y las horas. Qué fácil es tenerlo todo servido y
solamente esperar que se consuma la vida”, pensaba Susan muchas veces cuando la
recordaba en su casa antigua junto al camino rodeada de flores, y luego en su
otra vivienda de pueblo con su hermana Elvira. Parecían dos cotorras armando un
nido. Salían a la calle una detrás de la otra, en fila india; iban hablando, pero ninguna de las dos escuchaba lo que
decía la otra.
−Mejor
síganme diciendo Hortensia, así nadie podrá encontrarme.
−¿Por
qué? ¿Acaso te conocen con otro nombre?
−No
importa. Algún día se los diré, ahora es peligroso que lo sepan… Necesito ropa
para la niña. ¿Tienes algo mío de cuando era pequeña?
Doña Martina miró a Fidel de reojo. Aquella era una jaula de locos. Le iba a costar seguir manteniendo esa farsa y actuar como si no pasara nada porque la situación no era normal. Susan ocultaba demasiados secretos; parecía rara, una mujer sin rumbo, una ladrona.
−En
el ropero que tengo en la despensa está la ropita de cuando eras chica. La
doblé y la guardé intacta. Es que es un recuerdo tan bonito. Me da pena.
−Debe
estar comida por las polillas.
−¡No
señora! –se enojó Martina−. La tengo envuelta en bolsas. Es un tesoro para mí.
−¡Qué
vaya al pueblo a comprar ella misma su propia ropa para la hija! –gritó Fidel
con indignación.
−¡No
puedo! ¡Nadie me puede ver!
−¿Por
qué?
−Porque
soy una prófuga.
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