martes, 6 de agosto de 2024

Café de Hansen (8-Genoveva del Campo-1era parte)

 


8-GENOVEVA DEL CAMPO

 

 

Conrado no dejaba de pensar en aquella mujer.

Miraba los libros y trataba de retener los conceptos, pero la memoria se dispersaba e imaginaba secuencias, abrazos a escondidas, romanticismo y sexo: un mundo soñado que no conocía. Siempre al lado de aquella dama enigmática. No le importaba el hombre que la acompañaba, ése era un detalle sin importancia porque él era Conrado Iriarte, futuro médico, caballero del mejor rango social y millonario. Superior en todo.

Esos pensamientos, a los ojos de muchos, lo transformaban en soberbio y frívolo, en un ser carente de sentimientos auténticos y verdaderos. De hecho, se comportaba mal con Elena, su prometida, la olvidada niña triste. A él no le importaba qué sentía Elena; sus padres se la habían impuesto, allí de frente, como un regalo que no podía rechazar y Conrado no tuvo coraje para decir que no. Es más la consideró apropiada para el matrimonio: bella, honesta, inteligente y callada.

Conrado Iriarte sabía que el amor era otra cosa. No podía buscar ejemplos; sus padres no lo demostraban. Nunca los vio abrazarse, tampoco vio gestos amorosos de cariño. Sin embargo, parecían ser el uno para el otro.

−¿Ya te vas a la Universidad?

−Sí, madre –respondió frente a la mesa rectangular cubierta por un mantel rosado y tazas de té Royal Albert Pompadour propiedad de la abuela Águeda. Las niñas ya estaban por llegar a la velada y Conrado deseaba escapar para no verse atosigado por aquella bandada de cotorras. ¡Qué malo! Elena estaba allí y era su novia. Antes de alejarse, vio a Tomasa con un uniforme azul recostada contra la pared y abanicándose con un diario. Calor no hacía, pero la criada se hallaba extenuada. Pensó que tendría que actuar porque su madre, ocupada con sus males del corazón, la ignoraba.

Los coches se acercaban y Conrado escapó por una arteria lateral. No quería cruzarse con Elena. Sus pensamientos confusos lo llevaban a un atolladero, a un callejón sin salida. De lejos, vio que regresaba su padre de las consultas, y pensó en el hastío que seguramente le causaría soportar la reunión bulliciosa y absurda de las muchachas.

Doña Emilia, en la puerta, le tomó el abrigo y el sombrero para ubicarlos en un armario en la entrada del zaguán. Don Amadeo miró con indiferencia la mesa servida porque sabía que ese día debía ocultarse hasta tarde en su despacho o en el cuarto. El bullicio lo dejaba sin raciocinio. Demasiadas tonterías juntas lo transformaban en un viejo agrio, pero no podía disimular. Doña Emilia se adaptaba y prefería que Nieves estuviera en la casa antes de que fuera a la de otra familia y menos a la de Genoveva del Campo. De todas maneras, conservaba la ilusión, casi remota, de que aquella niña no apareciera por la residencia.

−Madre, ¿cómo me veo?

−Preciosa. Una reina. Me gustan esos bucles y el lazo.

−Es que Tomasa sabe cómo hacer estos cañoncitos.

Pobre criada, hasta de peluquera tenía que hacer. Ella al servicio de todos y cada uno, con el corazón en un hilo y el vacío dentro del cuerpo. Ya no podía más y no se animaba a confesar nada porque la enviarían al médico o a que don Amadeo la revisara y no quería. Se negaba a ser asistida porque le temía a los facultativos.

Alguna vez comentó que alguien de la familia había muerto por un medicamento mal administrado. ¿Sería por eso que le huía a los médicos? Pero los malestares la cercaban y la tristeza le ponía la soga al cuello.

¿Cómo manejar ese hueco que no se llenaba con nada?

¿Antes no se sentía así?

El futuro inexistente en ese horizonte negro, le decía que el presente era lo único que le quedaba a mano y que debía exprimirlo antes de la noche porque con cada sombra se moría un poco. Estaba agotada de la rutina, de los problemas de los otros y de sus egoísmos, de cada amanecer y de “la tertulia de las damitas”.

Ese universo ajeno era otra mortaja de condenado.


 

Genoveva del Campo se había sentado en el otro extremo de la mesa, frente a Nieves, y en dirección a la escalera que conducía a las habitaciones. No dejaba de mirar, con curiosidad aberrante, todos los vértices de la casa y los ventanales que dejaban al descubierto los jardines. Aunque era invierno y estaban algo desnudos. Ese día llovía mansamente sobre la ciudad y el calor de las bujías hacía el ambiente más acogedor.

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CAFÉ DE HANSEN
---------------------Lo de Hansen, El tango, Buenos Aires, Los compadritos, Alta sociedad, El caballero negro, La rubia.

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