Al principio nadie
se dio cuenta pero luego tuvieron que rendirse ante las evidencias; él la
acompañaba en las tareas del día, la aconsejaba y ella escuchaba, atenta y
dócil, a pesar de su poder omnímodo.
Por las noches, al
acostarse, Melanie pensaba mucho en la vida y aparecían en su memoria
fragmentos del pasado que le traían nostalgia. La diversidad de secuencias la
remontaba a Suiza, allá en el valle, junto con sus hermanos. Aquella taza de
leche al regresar de la escuela, el miedo a los caballos alazanes de pelo
rojizo o canela y las caminatas con la leña para el hogar al lado de su papá
Juan José. Había tanto que añorar que resultaba imposible resumirlo en los
sueños. Recordó a su abuela Victoria Dunoyer que le contaba historias de
Napoleón y de su gran amor Desireé, una mujer extremadamente femenina, fatal y
misteriosa envuelta en una armonía de fragancias: iris azul, rosa de mayo,
jazmín de Grasse, ámbar gris. El joven militar Napoleón jugaba con el nombre de
ella, la llamaba Desireé, la deseada.
Luego el viaje a
América, un lugar para vivir sin grandes aprensiones pero tan diferente a
Europa; los comienzos y la lucha contra los aborígenes. Sólo había algo que
borraba los vestigios de tristeza: las novelas, la escritura y el amor por los
animales.
El paisaje de la
tarde en la laguna de patos cuando vio pasar a Rodolfo, erguido y seductor en
la carretela, apareció en su memoria. El cúmulo de sensaciones fue arrasador y
su gran ansiedad la llevó a pensar que aquel hombre era la otra mitad de su
persona. Con el cariño tranquilo de Rodolfo fue feliz durante una década; él
era el discípulo que entendía su doctrina de maestra y adoraba la lozanía y la
autoridad que le daba su juventud.
Tras aquel
desventurado pasado, hoy se le presentaba un sentimiento unido a una atracción
que jamás sintió por nadie y que pensaba que no existía. Melanie se convirtió
en una adolescente. Tenía miedo a ese hombre apuesto y poderoso, capaz de
vencer los obstáculos, fuerte, para el que nada era imposible. François resultaba
ser muy distinto a Rodolfo.
El coronel la
debilitaba, antes nunca dejó de ser ella misma pero ahora respondía a una
sumisión que se parecía a una derrota. No quería admitir que estaba enamorada
de verdad y que la huella de ese paso masculino la guiaba, sonámbula y torpe
como nunca, a sus brazos. Él, pesar de su altivez, sentía resquemor porque la
imagen de Melanie era demasiado poderosa, pero no quería renunciar a la
palpitante sensación de admirarla desde la tarde en que la conoció. No sabía si
alguna vez le diría lo que le pasaba porque temía que ella no sintiera lo mismo
y lo desautorizara delante de los aldeanos. Le preocupaba hacer el ridículo
porque era orgulloso, pero el sentimiento permitía todos los riesgos aun los
más peligrosos.
Por esa época en el
pueblo (1891) colocaron la piedra fundamental para la construcción de la
iglesia que fue bendecida al año siguiente en conmemoración del descubrimiento
de América. Las señoras estaban dedicadas a esos acontecimientos prestando
ayuda y contribuciones.
Varios sucesos
atrajeron la atención de los habitantes: el linchamiento de dos asesinos y la
actuación de la justicia popular, la inauguración de una cremería…
Bajo la dirección de un maestro suizo Otto Shaffhausen se reunían ocasionalmente los coros de hombres y mixtos para ofrecer audiciones en común a los pobladores de la zona, también venían de otras localidades incluso de Rosario. Eran conciertos vocales e instrumentales acompañados de violines, guitarras, contrabajos, violonchelos y flautas curva y japonesa.
Melanie y François
iban a las sesiones musicales con entusiasmo. La simpatía del principio los
había unido aunque todavía no se habían casado. Los hijos de ella estaban de
acuerdo con el enlace porque admiraban el valor del coronel y necesitaban una
presencia varonil en la casa aunque ya fueran grandes. Los Chabot no conocían
el egoísmo, querían a François igual que a un padre verdadero.
La tarde que doña
Francisca conoció al bravo militar resultó ser uno de esos días imposibles de
borrar de la memoria. La longevidad apresurada por el fallecimiento del esposo
y del yerno arrasó con el último vestigio de salud que le quedaba en ese cuerpo
frágil. Siempre fue una mujer bonita y llena de energía, pero el dolor y el
paso de los años desestabilizaron no sólo su aspecto sino también la razón.
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