La
escena mostraba a las claras el alma vacía, la insensatez y la crueldad de dos
personas sin escrúpulos. Conocían a la perfección el oficio de ser malo. Eran
discípulos perfectos con sus poderes intactos y de una vida totalmente estéril.
−Te
juro por mis hijos, amor, que serás rico −volvió a decir Dolores.
A
los dos días, volvió Salvador de su viaje y encontró la mayoría de sus cosas en
su lugar. Fue al escritorio y revisó hasta el último rincón, solamente le
faltaba mirar dentro de la caja de seguridad pero como el código de apertura
nadie lo sabía más que él no habría sorpresas; sin embargo, estaba vacía y
faltaba el dinero. No dijo nada. Se quedó sentado en el escaño de madera del
parque contemplando los pájaros; le costaba creer que la ambición y el poder
hubieran podido hacer semejantes estragos en su vida y también en el mundo.
“Ya
no hay nada por hacer”, pensó.
−Es
un avaro. Nunca le sacaremos nada.
−Tú
deja a tu madre que ella sabe cómo hacer las cosas. Vamos a esperar la
confirmación de Guillermo.
Roberto
se estremeció un poco al escuchar a Dolores. Le pareció más cruel y cínica que
nunca pero lo que más deseaba era cambiar de vida, tener otras oportunidades de
crecimiento y sobre todo dinero para gastarlo como niño rico que era.
Dolores
no se movió al ver entrar a Salvador, tuvo miedo de que hubiera escuchado la
conversación. En realidad, él parecía estar bajo los efectos de un sedante y en
ese palacio, con muros de cantería y escaleras heladas, ya no existía espacio
para la risa.
−¿Falta
poco, no? −preguntó Salvador.
−Para
qué −contestó Dolores desconcertada.
−Digo…
para la confirmación de Guillermo.
−Ah…
claro, sí. Mañana a la tarde.
−No
quiero que nadie me moleste con reproches hasta ese momento. Esto no es un
campo de batalla, necesito tranquilidad.
Dolores
y Roberto se rieron de él con complicidad pues estaban confabulados. Salvador
caminaba delante de sus propios pasos porque quería llegar rápido. ¿Dónde? ¿Él
lo sabía? Fue al escritorio a ordenar sus papeles y documentos; todo estaba a
salvo. El arma se la llevaría con él porque no quería correr riesgos, se
mostraba sigiloso e imprevisible. Tenía el pelo escaso, su conducta dramática y
sus ropas parecían de letrado andino. Luego de haber dejado impecable el
escritorio se fue, arrastrando los pies, con sus botas de guerra, hacia la
habitación sin preocuparse por nada y con la firme convicción de que él, con
sus cincuenta años, ya estaba viejo y cansado.
“He
esperado tanto que ya no puede faltar mucho más”, pensó.
Exactamente
veinte minutos después de las tres de la madrugada de ese sábado de octubre,
sonó el teléfono y lo despertó del sueño. Aún dormido Salvador se acercó a la
mesa de noche, tomó el celular y una voz dulce le dijo:
−Hola.
−¡Por
qué diablos habla en susurros! −gritó.
−Hablo así porque estamos a medianoche −dijo
la persona del otro lado con su enigmático tono y terminó la conversación.
Salvador no se inquietó porque a la altura de las circunstancias ya nada lo asombraba. Quería dormir para olvidar, para no ver el desparpajo de su familia y para no sentir más ese dolor que lo dejaba a la intemperie, en el marginal sitio de los desprotegidos.
La
habitación era amplia, con un sofá y dos sillones de brocado frente a la cama.
Las cortinas de la ventana estaban corridas. Antes de acostarse, luego de dos
horas, Salvador miró hacia el jardín. Se percibían los primeros resplandores de
la madrugada. Pensó en Guillermo y en su inocencia de niño demasiado bueno. Lo
quería tanto.
El
tiempo pasó rápidamente y llegó la hora de ir para la iglesia. Los hermanos de
Guillermo se quedaron en la casa organizando la reunión para el regreso. Una
pequeña fiesta para los compañeritos y luego una cena, a gusto de Dolores, para
los grandes.
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