Tenerla
lejos era lo mejor que le podía pasar a Salvador, aunque sentía que ella lo
manipulaba no podía hacer otra cosa. No quería discutir más. La vida a fuerza
de golpes le había enseñado mucho, cada cual tenía su propia idea de la moral y
de lo que impone la sociedad.
−Necesito
dinero para alquilar el local y comprar la mercadería.
Salvador
se fue al escritorio y volvió con unos cheques; le dolía entregar ese dinero,
pero era mejor que Dolores se mantuviera ocupada y se olvidara un poco de
hacerle la vida imposible. Tenía que dormir una siesta urgente para evadirse de
su triste realidad, pero apareció un sueño que lo dejó lleno de dolores físicos
y cansancio: vio un cadáver dentro de un féretro en el fondo de una tumba. El
cortejo miraba hacia allí abajo y se burlaban de él. Arrojaban dinero en vez de
flores.
La
puerta se abrió de par en par.
−Eres
un desastre como padre, muchas veces te lo he dicho. Egoísta; te ríes de tus
hijos, no los ayudas, pones mala cara. No sé para qué formaste una familia.
Deberías haberte quedado solo.
−¡A
qué se debe este atropello! ¡Cuándo me vas a respetar!
−¡Cuándo
tú me des el lugar que merezco como hijo! ¿O acaso no lo soy?
−¡Qué
quieres ahora!
−Si
a mamá le diste dinero para un negocio, a mí me tienes que comprar lo que te
pedí un millón de veces.
−¡Qué!
−Un
auto, todos los jóvenes de mi edad lo tienen y yo un pobre miserable con padre
poderoso pero mezquino necesita rogarle que le dé un regalo.
−Tienes
que ganártelo. Estudia, empieza al menos. Compórtate con decencia. Trabaja en
algo.
−Sí,
en tu negocio −dijo Roberto enfurecido.
−¡No!
−gritó Salvador violentamente.
−Pues
olvídate de que busque trabajo, olvídate de todo. Te odio, sabes, te detesto…
Recuérdalo siempre −le contestó Roberto con un portazo.
Salvador
no era un hombre contento de que lo desvalijaran ni tampoco feliz de que le
hurtaran la billetera y la sensatez, pero ya estaba afiebrado de tantos
reclamos que quería acabar de una vez con ese acoso. Le quedaron dando vueltas
las palabras de Roberto y su amenaza.
En
ese silencio sepulcral descubrió que estaba atado de pies y manos, que su mujer
lo usaba como quiso hacerlo siempre desde antes de casarse y que su hijo mayor
lo odiaba. ¿Algo más podría pasarle?
La
caja de seguridad estaba otra vez abierta pero su contenido parecía hallarse en
su lugar. Ya nada lo asombraba demasiado. La muerte se hacía presente con
venganza o con sacrificio. Pensó en esas miradas oscuras, en ojos que llegaban
desde el fondo de una niebla; sintió frío y calor y un dolor en el alma tan
intenso que lo obligó a recostarse en un sofá.
−Quiero
contarte de la euforia que siento al ver a mi padre muerto. La idea de que va a
sufrir, maniatado, incapacitado para defenderse me da cierto placer. Es morbo,
pero me las va a pagar todas −le confesó, como alienado, Roberto a su amigo en
la mesa de un bar.
−Estás
loco, qué dices.
−La
vejez es una enfermedad y hay que terminar con eso.
−Sí,
cuando son ancianos se transforman en ignorantes −contestó el amigo, dándole la
razón a Roberto.
−Bah…
ya se me ocurrirá algo. Ahora hablaremos de dinero y de cómo conseguirlo.
Roberto
empezaba a darse cuenta de que existía un padre que imponía lo que él
consideraba castigos y una madre que los administraba, pues Dolores lo
justificaba todo.
Salvador
temía por él cuando recordaba las palabras de Roberto, pero creía estar a salvo
con el revólver que ahora tenía en sus manos y con el que, en ese momento,
jugaba. Se acercó al espejo y se lo puso en la frente, en el lateral derecho;
luego fue hacia el escritorio y apuntó al retrato de Dolores y al de su hijo
Roberto.
−A
los viejos, como tú les dices, nos gusta vivir más que a los adolescentes −le
habló a la foto.
De
pronto, una sombra pasó por la ventana; el pueblo estaba silencioso como un
reloj detenido. Salvador arrastró su cansancio a través del abandono de sus
cincuenta años y permaneció de pie observando el jardín.
−¡Esto
es intolerable! Acabas de agredir a Roberto. Lo he visto y me lo ha contado. No
tienes amor de padre, es inútil, si no te nace… ¿Qué pasa que no lo quieres?
¿Piensas que es hijo de otro hombre?
−Podría
ser.
−¡Me
ofendes!
−¡Inmadura!
No evolucionaste. Involucionaste; tuviste treinta años o más de regresión. ¡Fuera
de mi vista! −gritó Salvador.
Dolores,
a quien las palabras de su marido le resbalaban, se fue para la sala sin decir
palabra y con gesto de impotencia. Vio la mecedora que se movía, serena, hacia
adelante y hacia atrás, dibujando arcos y luego se quedó inmóvil. Le pareció
raro pero no le dio importancia; otros eran sus problemas.
Anochecía.
Se quedó a la luz de la lámpara sumida en la oscuridad. Sentía un perfume como
de violetas y la mecedora comenzó a balancearse otra vez.
“Qué
pasa”, pensó con cierto temor.
Un
espejo frente a ella mostraba aquella mueca de desconcierto y su rostro, que
alguna vez fue radiante, demacrado y pálido. No era feliz a pesar de que lo tenía
todo.
“Por
qué me habré casado con Salvador, tenía tantas oportunidades. Hombres de
verdad. Lo que ocurre es que no tenían dinero”, pensó.
−No voy a comer −le dijo a Susan y se refugió en su cuarto a estudiar algún plan.
Otra vez, Salvador cenando solo. Guillermo, quien le hacía compañía a menudo, se encontraba en la casa de un compañero de colegio y los demás ya eran grandes y tenían sus propias salidas. No pensó en un inminente peligro; sin embargo, todo podía suceder. No era agradable para él esperar en la penumbra a que aparezca alguien a darle el último hachazo. Era imposible calcular el paso del tiempo porque para él se hallaba detenido; el mundo real había quedado del otro lado.
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