Al día siguiente,
fueron a almorzar a una fonda porque tenían algo de dinero que obviamente no
les duraría mucho tiempo. Por la tarde, buscaron empleo y hasta pidieron
limosna en las puertas de las residencias, en el amplio mercado y frente a la
jefatura de policía.
Algunas noches
descansaban en los vagones de ferrocarril, otras al costado de un túnel
construido en la zona de Sarmiento y Salta en las barrancas del Paraná.
La misericordia de
la gente los conmovía hasta las lágrimas pero no obstante, pensaban que era
absurdo seguir con esa vida; tendrían que encontrar un lugar fijo para
trabajar. Las horas consumían de a poco las ilusiones que trajeron al partir de
Francia, podían pedir ¡socorro! pero nadie venía a auxiliarlos. El egoísmo
desbarataba los disfraces de los señores vanidosos que les hacían entender que
no necesitaban a nadie para las tareas, algunos los empleaban una jornada en
changas cuyo dinero alcanzaba para comer una vez.
Los tiempos eran
bravíos. Las luchas cívicas no se concebían sin el uso de revólveres, bastones
estoque y rebenques. Estos salían a relucir en las manifestaciones y en los
cafés donde se reunían los grupos antagónicos.
Un hombre llamado
Carlos Méndez contó que en los campos los inmigrantes necesitaban peones para
arar la tierra y cuidar el ganado. Les prestó un carro de cuatro ejes,
cubierto, para transportar personas: una galera.
El trayecto duró dos
horas. Elemir y François estaban tan cansados de andar que sentían la cabeza a
punto de quedarse vacía. El cochero los dejó en un pueblo de pocos habitantes
fundado en 1860. Por la calle merodeaban los nativos criollos que erguían con
maestría su cuchillo corvo (faca) y
miraban a esos extranjeros como enemigos, es que la vida ociosa se había
terminado para ellos y ahora trabajaban a la par de los gringos.
El caudillo Romualdo
Salerno asomaba la cara rasurada por la navaja de los maleantes que circulaban
por los sitios despoblados. Pero no todo era tropelía, se notaba un ascendente
progreso en las arterias debido a las contribuciones de los vecinos. Los
empleados del Molino Harinero Hidráulico edificaron buenas viviendas y los
niños de edad escolar tuvieron su escuela fiscal, en primer término a cargo de
un maestro francés y luego lo hizo un gran educador que fue Juan Meyer.
Elemir y François
estaban perdidos entre los villanos y los humildes que los miraban igual que a
peregrinos. El silencio dejaba espacio a las palabras que, sin licencia, se
tornaban ininteligibles, las cosas parecían no tener solución, por eso era
necesario ponerse en marcha y dejar algún vestigio de energía para frenar las
acechanzas.
Con el berrinche
propio de quien todo lo quiere y no puede lograr ni la mitad de lo deseado,
entraron al almacén La Paciencia de
Agustín Rosales. El propietario cuando vio a ese hombre enfundado en el traje
de coronel se asustó mucho, pero algo le decía que no tenía que temerle a esa
gente que mostraba rasgos evidentes de desprotección.
Elemir le pidió
algunas provisiones y François se apoyó contra la pared; en un costado, junto
con una vasija de barro cocido, había una pipa que le llamó la atención. Era de
dos colores y estaba dentro de un estuche de cuero bordó. La miró como un
objeto amado e inmediatamente quiso saber el precio. El inexplicable afecto que
sintió por el objeto lo conmovió y pensó que si Agustín Rosales no se la
hubiera vendido, tal vez él la hubiera robado.
Al rato, con los paquetes en las manos, estaban de nuevo en la calle dispuestos a revivir sus íntimas fibras de trotamundos sin proclamar sus resentimientos milenarios.
François era una
persona sensible que rescataba enseñanzas de las situaciones límites pero no
dejaba de sentir, en lo más profundo de su alma, el dolor de las heridas. Elemir
era el remiendo de su amigo; fue criado a la intemperie en un mundo sin
ejemplos y bajo las órdenes de un padre autoritario. De todas maneras, él supo
sacar de la situación una doctrina y de ser un niño castigado se convirtió en
un hombre solidario y bueno. Mucho tuvo que ver en el cambio el padre Honorato
Liberté y su paso por la iglesia de Santa
Úrsula.
Al borde del
colapso, marcharon por los caminos enlodados y se detuvieron frente a una
posada pues querían arrendar una pieza a cambio de unas monedas.
Bajo el gris de los
nubarrones apareció, de la nada, un hechizo que dio ese toque de gracia y marcó
el sendero más allá de las cadenas, de las balas y de la miseria, con todas las
garras pero sin ninguna pompa.
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