viernes, 12 de julio de 2024

La abuela francesa (Francois, el coronel-4ta parte)

 

Al día siguiente, fueron a almorzar a una fonda porque tenían algo de dinero que obviamente no les duraría mucho tiempo. Por la tarde, buscaron empleo y hasta pidieron limosna en las puertas de las residencias, en el amplio mercado y frente a la jefatura de policía.

Algunas noches descansaban en los vagones de ferrocarril, otras al costado de un túnel construido en la zona de Sarmiento y Salta en las barrancas del Paraná.

La misericordia de la gente los conmovía hasta las lágrimas pero no obstante, pensaban que era absurdo seguir con esa vida; tendrían que encontrar un lugar fijo para trabajar. Las horas consumían de a poco las ilusiones que trajeron al partir de Francia, podían pedir ¡socorro! pero nadie venía a auxiliarlos. El egoísmo desbarataba los disfraces de los señores vanidosos que les hacían entender que no necesitaban a nadie para las tareas, algunos los empleaban una jornada en changas cuyo dinero alcanzaba para comer una vez.

Los tiempos eran bravíos. Las luchas cívicas no se concebían sin el uso de revólveres, bastones estoque y rebenques. Estos salían a relucir en las manifestaciones y en los cafés donde se reunían los grupos antagónicos.

Un hombre llamado Carlos Méndez contó que en los campos los inmigrantes necesitaban peones para arar la tierra y cuidar el ganado. Les prestó un carro de cuatro ejes, cubierto, para transportar personas: una galera.

El trayecto duró dos horas. Elemir y François estaban tan cansados de andar que sentían la cabeza a punto de quedarse vacía. El cochero los dejó en un pueblo de pocos habitantes fundado en 1860. Por la calle merodeaban los nativos criollos que erguían con maestría  su cuchillo corvo (faca) y miraban a esos extranjeros como enemigos, es que la vida ociosa se había terminado para ellos y ahora trabajaban a la par de los gringos.

El caudillo Romualdo Salerno asomaba la cara rasurada por la navaja de los maleantes que circulaban por los sitios despoblados. Pero no todo era tropelía, se notaba un ascendente progreso en las arterias debido a las contribuciones de los vecinos. Los empleados del Molino Harinero Hidráulico edificaron buenas viviendas y los niños de edad escolar tuvieron su escuela fiscal, en primer término a cargo de un maestro francés y luego lo hizo un gran educador que fue Juan Meyer.

Elemir y François estaban perdidos entre los villanos y los humildes que los miraban igual que a peregrinos. El silencio dejaba espacio a las palabras que, sin licencia, se tornaban ininteligibles, las cosas parecían no tener solución, por eso era necesario ponerse en marcha y dejar algún vestigio de energía para frenar las acechanzas.

Con el berrinche propio de quien todo lo quiere y no puede lograr ni la mitad de lo deseado, entraron al almacén La Paciencia de Agustín Rosales. El propietario cuando vio a ese hombre enfundado en el traje de coronel se asustó mucho, pero algo le decía que no tenía que temerle a esa gente que mostraba rasgos evidentes de desprotección.

Elemir le pidió algunas provisiones y François se apoyó contra la pared; en un costado, junto con una vasija de barro cocido, había una pipa que le llamó la atención. Era de dos colores y estaba dentro de un estuche de cuero bordó. La miró como un objeto amado e inmediatamente quiso saber el precio. El inexplicable afecto que sintió por el objeto lo conmovió y pensó que si Agustín Rosales no se la hubiera vendido, tal vez él la hubiera robado.

Al rato, con los paquetes en las manos, estaban de nuevo en la calle dispuestos a revivir sus íntimas fibras de trotamundos sin proclamar sus resentimientos milenarios.


François era una persona sensible que rescataba enseñanzas de las situaciones límites pero no dejaba de sentir, en lo más profundo de su alma, el dolor de las heridas. Elemir era el remiendo de su amigo; fue criado a la intemperie en un mundo sin ejemplos y bajo las órdenes de un padre autoritario. De todas maneras, él supo sacar de la situación una doctrina y de ser un niño castigado se convirtió en un hombre solidario y bueno. Mucho tuvo que ver en el cambio el padre Honorato Liberté y su paso por la iglesia de Santa Úrsula.

Al borde del colapso, marcharon por los caminos enlodados y se detuvieron frente a una posada pues querían arrendar una pieza a cambio de unas monedas.

Bajo el gris de los nubarrones apareció, de la nada, un hechizo que dio ese toque de gracia y marcó el sendero más allá de las cadenas, de las balas y de la miseria, con todas las garras pero sin ninguna pompa.

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LA ABUELA FRANCESA
De Suiza a América-1865-
----------------------Patria, Los inmigrantes, La lucha femenina, Los inventos, saga familiar, El amor a la tierra.




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Novela sobre América del Sur.
Gracias lectores.

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