Nicolás Chabot ya había
crecido y su madre, cual Celestina,
le buscaba novia porque deseaba convertirse en abuela. El joven era demasiado
huraño y no aceptaba las bromas, pero sabía muy bien lo que quería y no tardó
demasiado tiempo en encontrar a la muchacha de sus sueños. Tal vez, no fuera
tan romántico; en realidad, nadie adivinaba lo que podía llegar a sentir porque
era impenetrable y apático, pero esa postura no fue un obstáculo para alcanzar
su objetivo.
Ella se llamaba
Carlota Santa Cruz, de modales bruscos y autoritaria, quería manejar los
intereses de la familia. Su frivolidad cansaba al más pacífico caballero; no
era mala pero le gustaba salir, viajar y asistir a las tertulias. Buscaba
afuera la paz interior. No paraba un minuto y perseguía el dinero con un amor
místico que exasperaba los ánimos del pobre Nicolás que la quería ciegamente;
pues era demasiado astuta y podía convertirse en una mujer dulce y amable para
lograr su propósito y concretar sus ambiciones materiales.
Después de la luna
de miel se instalaron en la finca. El ambiente tórrido dejaba al descubierto
las miserias de esa desconocida que reinaba en un lugar que no le pertenecía
porque Melanie era la dueña.
El criado Jeremías
admiraba sus formas detrás de las cortinas y soñaba que Carlota se convertía en
una lavandera negra con turbante. Obviamente, estaba necesitando una mujer que
le diera su propia familia; eso lo descubrió una tarde, en el sótano, cuando
Carlota bajó a buscar cerveza del tonel. La muchacha colocó la jarra en el piso
al lado de la barrica y abrió la espita; el líquido comenzó a salir y se
hubiera derramado en su totalidad si no fuera porque Jeremías, que entró a
tiempo, cerró la canilla. Ella se había asustado al verlo en ese lugar porque
se movía como un mimo y gesticulaba bajo la bruma con brincos y gritos
indecorosos que le causaron repugnancia. El sirviente la imaginó tan oscura que
se enamoró y esa pasión fue alimentada día a día por una historia irreverente
que él se encargaba de hilar en su memoria, donde el sexo era el instrumento
que lo manipulaba y hacía de Jeremías un títere. Carlota nunca se dio cuenta
porque estaba presa de su ciencia y en un mundo de coplas y de irrealidades. No
podía dominar las horas, a veces le faltaban y otras le sobraban porque su
cabeza iba más rápido que ese tiempo en busca de progreso elemental.
El R. Manuel
Quintana asumió la presidencia el 12 de octubre de 1904. Era un hombre de edad
avanzada y su candidatura surgió como una transacción entre los oficialistas.
Cuando falleció en 1906 el vicepresidente Dr. José Figueroa Alcorta se hizo
cargo de
En su gobierno los
exaltados anarquistas recurrían a las bombas y a los atentados terroristas que
causaron víctimas; las ideas extremistas se arraigaron entre los obreros, mal
retribuidos, y con muy pocas leyes que los favorecían en un país caótico.
Los días avanzaban a
paso decidido…
Melanie regresaba a
la casa, después de cumplir con sus obligaciones, con los ojos cansados y el
corazón de fiesta; iba a la cocina y mientras ayudaba a sus hijas con las
mermeladas de duraznos y de ciruelas las aturdía con los comentarios sobre los
desvalidos del hospital, la construcción del colegio católico y la iglesia que
se había levantado con su aporte benéfico; casi en su honor, pensaba ella de
orgullosa que estaba por haber sido útil.
Eduardo era el que recompensaba su esfuerzo y seguía sus pasos. El niño era muy talentoso; escribía con pluma y tinta de varios colores en letras góticas y de una manera exageradamente perfecta para su edad. Se destacaba en matemáticas y componía muy bien los relatos sobre la vida del campo, describía con minuciosidad la conducta de chicos perversos o mal educados que se burlaban de los ancianos, coloreaba con palabras bellas la vida de los pájaros, las jornadas de caza y la suerte de los mendigos. Siempre dejaba una moraleja al final.
En el colegio de
curas la actividad comenzaba a las seis de la mañana con las oraciones del
desayuno; la tarde transcurría en orden, muerta como los mismos santos, y
terminaba cuando Patricio tocaba las campanas de las siete; esa era la hora del
acto de perdón para santificar el alma y prepararse para una supuesta vida
mejor, con resurrección incluida.
Eduardo no soportaba
el claustro con sus corredores helados, el olor a incienso y azucenas, el
susurro de los monjes y las paredes llenas de cruces. Observaba el altar con un
Cristo de mirada húmeda, según las devotas creyentes, y trataba de rezar el
rosario pero muy pronto se perdía en aventuras, donde los recuerdos del campo
se mezclaban con las citas de
Eduardo estaba
cansado, no creía en los milagros ni en las virtudes de
Un día miró la
cúpula de los árboles, desde los que tantas veces subido a las ramas había
espiado la ciudad con una curiosidad aberrante, y se escapó del lugar.
Jamás volvió a pisar
el monasterio.
¡Iustus est
Domine…!*
*
*¡Justo eres Señor…!
Hasta acá, por el momento, llego con los capítulos de mi querida bisabuela Melanie, la saga de la familia de inmigrantes que llegó de Suiza a América buscando una tierra fértil para sobrevivir, y con la esperanza de hacer de este país-Argentina-una patria grande.
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