El coronel François
du Champ llegó a la casa; todos lo estaban esperando en torno al fogaril. El
militar, pálido, parecía que iba a trastabillar por la debilidad; no hablaba y
la cara no tenía conexión con el cuerpo casi desarticulado.
Finalmente, pudo
revelar el secreto en un arrebato de exasperación con el anhelo de desahogar la
pena que le lastimaba la piel. Había estado en la guerra; conocía muy bien lo
que era la masacre y, sin embargo, este hecho lo había transfigurado por
completo. Si quería podría enredarse en la intriga hasta desmenuzar los
acontecimientos paso a paso pero decidió decirlo rápido y no hacer conjeturas.
Nadie debía preguntarle si había matado porque sentía misericordia por los
nativos.
François pensaba en
el pecado que lo privaba de la vida espiritual y lo condenaba a pena eterna.
Melanie agradeció a Dios su regreso y no le hizo demasiadas preguntas pues notaba
que él no quería hablar. Elemir, en cambio, acurrucado junto a una especie de
cocinita de alcohol respondía a los interrogantes y daba soluciones sin tener
la certeza de cómo habían sucedido los hechos.
François era el
justiciero, con su amigo mosquete, porque llevaba la sangre aderezada con el
condimento propio de los vencedores. Su poder era consecuencia de las épocas de
combates en aquel territorio con el sonido de los cañones, el golpe en la sien
y la débil esperanza de salvarse.
Si lo necesitaba
podría satirizar las secuencias ahora que estaba lejos, pero tenía respeto por
los nativos y su manera recuperar un lugar. Su forma de pensar dejaba al
descubierto el mundo interior, desprovisto de malicia pero castigado por la
orfandad. François intentaba consolarse con su futuro de labrador, agradecía a
Dios sin un regaño, pero no podía olvidar su cuna y la familia que quedó
sepultada o tal vez con vida en el otro continente. Valoraba cada segundo y
hasta imaginaba su propio horizonte
porque era demasiado inteligente para dejarse llevar por el infortunio. Los
indios lo hicieron temblar y sintió miedo a lo desconocido, a la muerte que
parecía hablarle, a desaparecer para siempre de este mundo.
Los niños lo
rodearon para que contara la aventura con los rebeldes. Él no abrió la boca
porque estaba totalmente abstraído por un raro pesar que se parecía más al
remordimiento que al pánico de verse en brazos del enemigo. Elemir hablaba todo
el tiempo y narraba historias falsas de vaqueros sin advertir la imposibilidad
de su amigo. Los pequeños se divertían muchísimo con los relatos de ese actor
que se adueñaba de sus emociones. Sabían muy bien que la fuente de conocimientos
de Elemir era producto de un solo recurso demasiado fantasioso, pero él quería
conformarlos para que no molestaran a su padre. Los niños eran muy despiertos y
cualquier desliz de las personas que los rodeaban era juzgado de una manera muy
frontal.
Eduardo, de siete
años, asistía al colegio San José de
Artes y Oficios, un instituto de sacerdotes situado en la ciudad de
Rosario. En la biblioteca tenía los libritos religiosos forrados y ordenados;
estaban tan rígidos en su lugar que resultaba imposible imaginar que hiciera
uso de ellos. A Melanie le gustaba el orden y la ética pero al niño le
interesaba correr por el campo detrás de su tío Elemir y conducir las
herramientas de labranza, actividad que realizaba a escondidas de François.
En el establecimiento educativo tomó la primera comunión vestido con chaqueta a cuadros chicos, chaleco, corbata y botines negros. En su pecho cruzaba una banda blanca con flecos en los vértices que se unía con una escarapela.
Eduardo parecía
extraviado en la ceremonia junto con sus compañeros; se hallaban sentados en
sillones de tapizado claro sobre una tarima forrada con arabescos y llevaban en
la mano derecha una flor. Sus padres lo acompañaban y estaban orgullosos de él
por su inteligencia, aunque su carácter era imposible de dominar. A menudo, se
lo veía esquivo y enojado.
Frente a la modestia
de la arquitectura civil, contrastaba la riqueza del arte religioso. Esos
templos coloniales tenían superposición de estilos: en la parte inferior y en
el frontis se destacaban las líneas renacentistas, la parte superior-torres y
cúpula- predominaba el barroco español. La iglesia de Nuestra Señora de las Nieves tenía tres naves sostenidas por
grandes pilares de ladrillos vinculados por arcos con la techumbre de tejas y
madera labrada. De todas formas, no se comparaba con las construcciones de los
virreinatos del Perú, México o Nueva Granada.
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