Susan
estaba en la cocina mirando el televisor y escuchando esas terribles noticias.
Salvador se acercó despacio, sabía de la inseguridad y de todo lo que estaba
ocurriendo en esa sociedad sin códigos. Cada vez que leía en el periódico algo
parecido, pensaba en Roberto y su entorno. Esa falta de proyectos, el
desinterés por el estudio, la manera de vivir y luego sus amigos que lo
arrastraban a los abismos de la droga. No existían consejos para él porque no
escuchaba a nadie.
“¿Por
qué en lugar de avanzar retrocedemos? ¿Por qué sentir esta infelicidad crónica?
Nosotros y sólo nosotros somos los
responsables”, pensó Salvador afiebrado de tantas malas noticias.
−¡Nadie
está en la casa, Susan! Es la hora de cenar. ¡Qué es esto, sólo vienen a
dormir!
−Guillermo
está con la computadora en la habitación, es el único que no se movió en todo
el día de su cuarto.
−Pobre
niño −dijo Salvador−. La computadora lo
está absorbiendo tanto que ya no tiene vida propia. Lo esclaviza como a mucha
gente.
−Sí,
la verdad que sí, pero mejor que esté adentro y no en la calle.
−Claro
−contestó Salvador.
No quería hablar con la mucama sobre el
revólver y su mentira cuando tuvo que defenderlo los otros días. En el fondo,
tenía tantas dudas que sentía que él mismo era culpable.
“Es necesario
tener coraje para aceptar los errores y una probable enfermedad”.
Susan
sirvió la cena para los dos solos.
−¿Cómo
te va en el colegio? ¿Bien?
−Sí,
papá, me cuesta literatura como siempre.
−Tienes
que dejar un poco la computadora y dedicarte más a los libros.
−Es
que estudio en la computadora −contestó Guillermo riéndose.
−No
te creo −contestó Salvador compartiendo la broma.
Guillermo
era el único de sus hijos que le traía un poco de sosiego y dicha. Los dos se
llevaban muy bien y se querían mucho.
−Voy
a tomar la confirmación pronto. ¿Vas a venir?
−Por
supuesto, claro que sí. Sabes que voy siempre a la iglesia y le doy importancia
a la fe religiosa. Ella sana las heridas.
−¿Tienes
heridas?
−Todos
sufrimos y somos felices en la vida hasta que llega el día que nos toca partir.
Pero no te preocupes porque cuando eso ocurra yo viviré en tu memoria: verás
los árboles, el jardín y volverán a tu alma los momentos que pasamos juntos.
−Falta
mucho para eso, papá.
−Sí,
sí… creo.
Era
el único instante en el que Salvador no debía esconder los sentimientos. Él era
un hombre bueno; no sabía cómo lo veían los demás. A veces, la mirada ajena
suele ser despiadada. Desde afuera es fácil interpretar mal a las personas,
sólo desde dentro pueden comprenderse sus motivaciones.
Igual,
a pesar de ese lado positivo, su existencia no dejaba de ser tormentosa, vacía,
solitaria y eso, por momentos, lo dejaba fuera de todo raciocinio. Parecía un
desquiciado cuando se paseaba con ese revólver en las manos y quería huir a
buscar a Dolores para acabar con ella.
“Eso
se llama violencia de género… pero… ¿y la víctima?”, pensó.
Salvador
se hallaba tras la reja de su propia y única celda; aunque no había llegado
solo a ese lugar sino que lo habían empujado: su padre muerto, la sobreprotección
de su madre, Dolores, el sexo, Roberto y las drogas.
−Gracias perro, tienes bigotes de gato −dijo cuando escuchó ladrar a Buck la mascota de Guillermo−. Recuérdame siempre.
Se
fue para el cuarto de servicio para tratar de descansar la mente pues esos
demonios interiores estaban siempre alertando los silencios y tenían voz y
formas inquietantes. En el sueño, vio a la mujer de las botitas blancas y sus
ojos llenos de lágrimas. No la conocía pero algo de ella le llegaba al corazón.
Tal vez estaba muerta. Él le dijo:
−No
debes querer a nadie que va a morir pronto.
−El tiempo nos quita muchas cosas y cuando
más amamos, más perdemos. Tenemos que renunciar para ser libres, morir para que
otro tenga vida −le contestó ella como desdibujada por un velo.
Salvador
se despertó bruscamente y, con melancolía, miró la hora. El mundo para él era
gris y pronto llovería sobre su cuerpo. Lo sabía. Se hallaba a la intemperie.
A
la mañana, Dolores le comentó que quería poner un negocio porque tenía la
necesidad de hacer algo: estaba aburrida.
−No
seas egoísta, te pido por favor. Nunca me apoyas en nada porque piensas que soy
una inútil. ¿Hasta cuándo me vas a boicotear las ideas?
−Nada,
mujer, está bien.
−¡Magnífico!
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