Salvador
se quedó pensando; no tuvo la intención de hacerle reproches a Dolores porque
ya no tenía sentido. Su relación estaba quebrada y ella, seguramente, tendría
algún amante que la esperaba para seguir bebiendo por largas horas.
El
invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. Salvador solía ir a la
iglesia a menudo; encontraba un poco de paz y consuelo a tanta indiferencia.
−Es
viento de agua −dijo una señora abrigada hasta el cuello.
Durante
el resto de la mañana, Susan estuvo preparando el almuerzo para esperar a Pilar
y a Úrsula.
Salvador
se sentía a salvo junto a su madre, pues el lazo de sangre siempre lo sostenía
y lo abrigaba. No podía soportar la idea de volver a los vacíos de la ausencia
y de los sufrimientos, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde. Él ya no
era el niño que miraba pasar el tren con sus pasajeros; aquella gente parecía
tener mil años con sus historias simples o prohibidas, personas fugaces y
cansadas por las luces y las sombras de las cargas emocionales.
−Te
veo bien, querido −dijo Úrsula.
−Estoy
más tranquilo. He aprendido a no esperar nada de nadie y a resolver todo solo.
Es mejor porque se sufre menos.
−Hermanito,
sabes que nosotros estamos para ti. Vemos por tus ojos y te acompañaremos toda
la vida sin importar la decisión que tomes…
−Lo
sé y lo agradezco pero a veces no alcanza. Lo cierto es que cambian los tiempos
y las personas; todo alrededor es diferente y uno sigue detenido.
−Es
que así es la vida. No somos seres suspendidos en el aire, felices; existe un
antes y un después que pone trampas para que podamos crecer −reflexionó Úrsula.
Para
los padres de Salvador los hijos eran un tesoro que habían cuidado con esmero,
desde el desarrollo interior hasta los aspectos más banales de la educación.
Debían sentarse con formalidad a la mesa con los codos pegados al cuerpo, rezar
antes de las comidas, y respetar las conversaciones de los adultos. Esa rigidez
los llevó a ser jóvenes con propósitos y metas, capaces de tomar sus propias
decisiones.
Salvador,
a los seis años, era grande porque en lugar de tener la alegría de la infancia ya sentía una angustia
impropia, como si sospechara todo lo que le esperaba o como si no tuviera
derecho a ser feliz.
−Nos
vamos; déjale un saludo a mis queridos nietos.
−Gracias
por venir.
−Recuerda
que alcanzar la paz y la felicidad depende sólo de ti. No te conformes.
−Claro,
mamá.
Más
tarde, se encerró en su escritorio. No sabía dónde ocultar su bendito revólver.
Sentía la necesidad de tenerlo cerca por una inexplicable razón. Era una dura
batalla que tenía que librar; no sabía bien si era con él mismo o en contra de
los demás. Pensó en hablar con un escribano por sus propiedades, sabía que, por
ley, les correspondían a su mujer y a sus hijos pero él los quería dejar en la
calle. Esa sensación de derrota lo manipulaba y lo convertía, de a ratos, en
una persona cruel.
“Quien
sufre, cambia”, pensó.
De
repente, golpearon a la puerta.
−Papá
−dijo Roberto del otro lado.
Su
voz parecía débil. ¿Por qué será que las verdades más elementales resultan las
más difíciles de comprender? Necesitaba ser fuerte para hablar con Roberto y
para que en él viera a un padre seguro de sí mismo. Cuando abrió la puerta, del
otro lado, no había nadie.
“Se habrá arrepentido”, pensó y volvió a su sillón.
No
acababa de sentarse que escuchó nuevamente:
−No
me quieres abrir, papá −otra vez esa voz débil, casi un murmullo.
−¡Ya
voy!
No
había nadie esperando. La casa estaba desierta. Salvador se tapó los oídos con
las manos y permaneció con los ojos fijos, como esperando el golpe letal de un
asesino invisible.
“Será
el exceso de razón lo que debilita la mente”, pensó.
Un muchacho se
desplomó sin vida, a la altura del pasaje “Los Sauces”. Se escuchaban gritos de
desesperación de unas jóvenes que estaban sobre el cuerpo. Al lado había otro
joven en una moto, pero no intervenía. Cuando llegó la policía los gritos
cambiaron:
-¡Tú lo
traicionaste!
**
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