Su gato Theo se hallaba atrapado entre los
leños por las inclemencias de la naturaleza. Había querido cazar un ratón y
quedó en medio de su fiebre y la burla del roedor que huyó con toda soltura.
‒Niña, enfermaréis de frío. ¡Entrad a la casa!
Los pocillos eran cinco.
‒El té ya está. ¿Lo sirvo? ‒preguntó
Rosalie.
Su voz se dirigía a Antoine que acaba de
llegar del trabajo.
‒Todavía no, esperad un rato. Es que en
segundos llegará mi madre.
‒Oh… ‒dijo Rosalie incómoda.
‒¿A qué viene Lisa? ¿Se quedará a cenar?
‒No creo ‒contestó Celine por lo bajo.
‒Supongo que sí.
‒¿Por qué no me lo dijisteis? ¡Todo a
último momento! No puedo sola.
‒¡Rosalie! ‒gritó Celine‒. ¡La abuela Lisa!
La anciana, parada en el pórtico, tocaba
la campanilla de entrada. Tenía una manteleta de lana, mitones negros y un
sombrero con plumas que envolvía sus rulos brumosos.
‒¿Sois sorda o qué…? ‒le gritó a Rosalie con
su acostumbrado mal genio.
‒Disculpad Lisa, no sabía que vendríais
hoy. Su hijo no dijo nada, de lo contrario hubiera estado preparada. Tengo que
inventar algo para cenar. ¿Comprendéis?
Lisa se echó para atrás en el sillón y su
nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Antoine que, como siempre, le
acarició el pelo.
‒¡Qué gozo que estéis aquí, madre! ¿Cómo
os fue en el viaje?
‒Bien. Deseaba llegar. El tiempo es
tirano. Quiero venir y nunca encuentro la oportunidad justa ‒comentó Lisa
retirando los guantes de la mesita para tomar el té.
‒Podéis hacerlo cuando queráis, vives
sola. No necesitáis regresar rápido para atender a nadie.
‒Tengo mis perros. ¿Te olvidáis?
‒Claro Lebi y Renzo. ¿Cómo están esos dos
callejeros?
‒Divinos, os amo. Se quedaron con Paz que
les lleva comida y los vigila cada media hora porque son muy dañinos.
Alexandre entró a toda prisa y, sin ver a
la Lisa, se fue a su habitación.
‒Eh… ¡Alexandre! ‒gritó su padre.
‒Dejadlo, no importa. Está en una edad
difícil como todos los jóvenes que no quieren ver a los ancianos. Ni
saludarlos. Los consideran estorbos; una carga que no les importa sostener
porque piensan que nunca llegarán a viejos. Triste realidad. Nos estamos
quedando cada vez más solos. Es lamentable llegar a la casa y no tener con
quien hablar.
‒¿Queréis venir a vivir acá con nosotros?
‒¡No! ‒respondió Rosalie mientras cubría la
mesa con un mantel blanco bordado por Lisa en su homenaje‒. Bueno, es que no
tenemos lugar y con la niña hay demasiada confusión.
‒No, hija, nunca se me ocurriría venir a
esta casa. Adoro la libertad.
Celine, desde un ángulo, con un caballito de madera en brazos, la miraba fijo con demasiada atención. Se habían quedado solas porque Antoine y Rosalie habían ido a buscar mercaderías al desván. La abuela Lisa estaba distraída con su taza de té y Celine seguía con sus ojos clavados en aquel cuerpo voluminoso y frágil envuelto en pelos de gato.
De repente, Lisa comenzó a toser y a
respirar con dificultad. Al rato, cayó bruscamente y se golpeó la cabeza con la
mesita de nogal. En medio de la laguna de sangre, la octogenaria todavía respiraba.
Celine, imperturbable, la miraba. No lloraba, no gritaba, no pensaba… Sus ojos
lo decían todo.
‒¡No! ‒gritó Antoine‒. ¿Qué pasó?
‒Se quiso ir la abuela Lisa ‒contestó
Celine con indiferencia. Es que vino a despedirse de papá.
‒Hay que llamar al médico.
‒Ya está ‒volvió a decir Celine‒. Cuando
alguien muere no queda nada por hacer. Todo lo demás es superfluo y absurdo,
innecesario. A las personas hay que quererlas en vida. Cuando regresan, después
de mucho tiempo de ausencia, es para decir adiós. La abuela Lisa era buena,
¿no? Yo la quería. Pienso que se quiso despedir de mí por eso vino hoy.
‒¡Basta! ‒contestó Antoine destruido por la
congoja de haber perdido a su madre de un momento para el otro sin explicación
alguna. ¡Qué absurdo! No podía aceptarlo.
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