VII
LA CARTA
En compañía de su madre, María Antonieta
aprendió el protocolo: recibir a príncipes y embajadores. Todos al contemplar
sus gestos y desenvoltura estaban encantados pues era, en verdad, una mujer
maravillosa que sabía cómo agradar a quien tenía enfrente con su gracia
personal. Tenía catorce años.
El 14 de abril de 1770 María Teresa
anunció solemnemente a sus ministros el matrimonio de su hija con el delfín de
Francia.
El joven era alto y desgarbado con
tendencia a la obesidad; a pesar de la educación poco esmerada que recibió
conocía de historia, geografía e inglés. Se mostraba piadoso y amaba a su
pueblo al que deseaba el bien pero, a la vez, se manifestaba retraído y poco
sociable. Le dedicaba casi todo su tiempo a la caza y a los trabajos mecánicos.
No era el hombre indicado para gobernar un
país como Francia y mucho menos en vísperas de la Revolución porque resultada
demasiado indeciso; conocía muy poco los secretos del gobierno y se dejaba
dominar por la gente que lo rodeaba a quienes pedía consejo. Se decía de él que
era casi imposible que tomara una resolución: un cambio fundamental en la
organización estatal.
Según la costumbre observada por la casa
de Austria, María Antonieta juró sobre los evangelios renunciar a la sucesión
hereditaria tanto materna como paterna.
El 21 de abril de 1770, se separó de sus
seres queridos para ir en busca de su destino: el reino más exquisito del
mundo. Imaginaba París como un fastuoso castillo
de abundancia pero reinaba el desorden en las finanzas, agotadas por las
contiendas sucesivas, entre las cuales figuraba la guerra de los Siete Años.
Al dejar a María Teresa lloró demasiado
pero se conformó imaginando las alabanzas que recibiría a cada paso y que, de
Viena a Versalles, convertirían su viaje en un sueño anhelado. No podía ni
quería resistirse a tantos cumplidos pues resultaba ser demasiado vanidosa.
La muerte como principio
Aquella mañana, poco antes del amanecer,
Rosalie se despertó sobresaltada en medio de la oscuridad. Se quedó un buen
rato callada, procurando ordenar sus ideas y añoranzas.
“Todo ha sido un sueño”, pensó.
El recuerdo de la niña en el consultorio del doctor Trevou no la dejaba vivir en paz. Muchas veces habían regresado con Alexandre a la consulta pero no la había vuelto a ver. Ya tendría catorce años y eso la mortificaba por una inexplicable razón; sentía que le quería decir algo, a la distancia, en las tinieblas de la casona o en las calles enlodadas del pasaje frente a Pont-Neuf. Siempre estaba presente con sus encantadores ojos iguales a los de Celine.
Buscó su tapado para abrigarse pues sentía
algo de frío. El sol se asomaba entre los árboles desnudos y la mañana prometía
se apacible, rutinaria, como todos las jornadas.
Alexandre estaba más extraño que nunca.
Rechazaba los libros. Prefería permanecer ocioso, con los ojos fijos en la
distancia y el pensamiento vago. Por lo demás, siempre conservaba el mismo
estilo complaciente; toda su voluntad tendía a hacer de sí mismo un muchacho
pasivo, de una abnegación suprema.
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