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"Un hoy vale dos mañanas"

 


El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma.

Aldous Huxley (1894-1963) Novelista, ensayista y poeta inglés.

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Autores Editores

El silencioso grito de Manuela (Cap XIII 4ta parte)

          


          Letizia, aturdida por las palabras de su madre, luchaba entre el horror y el miedo. Su    matrimonio tendría   que   terminar pero antes buscaría la forma de desenmascarar el rostro inclemente de Manolo a quien consideraba un    pobre infeliz   desmelenado    y ardiente.

Dejó a Antonio con Manuela y se fue a la calle con rumbo desconocido; quería evitar combates inútiles pero la situación, que aún ella ignoraba en su totalidad, la convertía en una persona irascible, furiosa y tal vez insana.

El dorado del otoño rodeaba el verde de las higueras que guardaban pasos ocultos mientras su cuerpo se encendía y la alejaba de los sacramentos redentores. ¿En dónde estaba parada y hacia dónde iba?

Por una calle cercana a la plaza de la Virgen y sus romerales, vio que se acercaba Manolo en su coche. Letizia llamó a un taxi y comenzaron a seguirlo por las avenidas de Barbastro como cazadores furtivos. El asombro fue mayor cuando ella vio que el auto que conducía Manolo se alejaba de la ciudad rumbo a Lacorta. Como hechicera de monte se cubrió la cara; el aire olía a cigarrillos turcos en medio de la carretera asimétrica.

Desde lejos, pudo divisar las blancas paredes de la residencia de Amadeo rodeadas de pérgolas, de fuentes y de escaleras de algarrobo. Tendría que encontrar fuerzas para enfrentar a su marido con esa mujer y decirles a los dos, con dignidad y apostura española, que ella era una dama y que lo sabía todo.

Se acercó al ventanuco iluminado por una vela flamenca y allí en el revuelo de las sábanas estaba Manolo y a su amante. Se llevó las manos al rostro y se desplomó sobre las piedras junto a una pecera de cemento. El taxista la ayudó a incorporarse y la llevó de regreso a la ciudad con el cuerpo helado y alterada por una confusión que le provocaba escalofríos y le quemaba la sangre.

Manuela, al verla llegar en esas condiciones, se dio cuenta de que su hija había descubierto el secreto que ocultaba Manolo. Ella ya lo sabía porque la sabiduría del alma y el estudio minucioso de los gestos de ese individuo ya se lo habían contado, sólo con significados.

Letizia seguía sin salir de su asombro después de aquel hallazgo. Recordaba las conversaciones que habían tenido semanas atrás, su persistencia en el amor y la obsesión de permanecer unidos al mismo tiempo que su desconsolada incapacidad para quedarse a su lado. Sin embargo, al margen de tantas conjeturas, lo que había visto era cierto. Manolo le entregaba la vida a otra persona, con su carga de inseguridades y de cinismo. Tendría que pasar del descreimiento a esa realidad, para ella, aberrante.

Lo cierto era que Manolo, con su vergüenza a cuestas y su destino confuso, no podía definir la situación. Caminó como un fantasma la distancia hacia la residencia y entró despacio sin hacer ruido.

Auque hubiera llegado vociferando, deshecho de tristeza y soledad, nadie lo hubiera mirado. Letizia se hallaba recostada observando el cielo raso, buscando su esencia y algo que la rescatara nuevamente del horror de la destrucción. Manolo se acomodó y los dos se quedaron horas, tal vez toda la noche; contemplaban el techo con los ojos vidriosos sin intenciones de hablar ni de escuchar.


El silencio era la prueba irrefutable de la existencia de aquel otro ser que los separaba. El corazón de Letizia, expuesto y vulnerable, latía despacio tan cansado como su cuerpo. No quería oír absurdas explicaciones, no le importaba la pasión de Manolo que se cocinaba a fuego lento en las cenizas del fogón de aquel hombre.

Al otro día, frente al pabellón de las hortensias, Manolo con la valija se despidió de Antonio. El niño lloraba; a Letizia se le destrozaba el corazón y se preguntaba cuánto dolor todavía tendría que padecer por los errores cometidos.

-Ese perejil tiene la carne hecha brasa, deja que esos vahos los respire otro, hija mía -dijo Manuela como una vieja santurrona que trataba de aliviar la furia en los ojos de Letizia.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Una mujer visionaria.

El silencioso grito de Manuela (CapXIII 3ra parte)



       Manolo casi no la escuchó porque su forma de decir las cosas lo había cansado hasta el hartazgo. Su memoria, con trampas y recodos, lo colmaba de dudas y, a veces, lo inmovilizaba sin poder llevar a la acción todo lo que realmente deseaba. No podía sacar conclusiones ni tomar una decisión porque los engranajes de sus momentos iban moviendo los espacios que ocupaban las personas más queridas formando un entramado de relaciones necesarias. Miró a Letizia con desconfianza y, sin tapujos, quiso decirle que su lucha interna se debía a la existencia de otro sentimiento, pero al ver sus ojos irónicos pensó que ella no lo entendería nunca.

Letizia estaba desestabilizada porque en realidad no sabía nada concreto, solamente trataba de intimidarlo para ocultar sus propios miedos. Su vitalidad, más que nunca, se hallaba disminuida pero necesitaba ser fuerte y adulta; para eso tenía que afrontar los hechos y no huir de ellos. Manuela no le había enseñado a crecer a pesar de los sufrimientos porque en ese mundo asolado por las urgencias, el egoísmo, la individualidad y el materialismo, ella había pedido siempre ayuda y había dejado la solución de los problemas en manos de otros. Letizia tendría que buscar culpables por sus propios medios, ser libre y elegir el camino, ganar experiencia sin desobedecer sus convicciones.

-En qué piensas -le preguntó Manuela con el ceño fruncido y sin capacidad de asombro.

-En el olor a campo que tenía Manolo en sus ropas. También vi llamaradas de fuego en su piel como si tuviera hambre de agua.

-¡Qué disparates dices!

-Lo que vi en él: un hombre miedoso, sin gestos, con un pasado maduro y descalzo en un presente ambiguo.

-Yo lo dije siempre, es un tipo mediocre que no sabe perder porque nunca ha ganado.

-Se nota que tiene tensiones internas pero todavía no puede leerlas.

-Me parece que es pura pasión-dijo Manuela tratando de recrear la fisonomía de Manolo a quien creía un personaje que carecía de contenidos.

-¿Pasión? ¿A qué? ¿Con quién?, si es un autómata sin proyectos ni coherencia.

-Ese hombre tiene una filosofía de vida, casi irracional diría yo. Niega su origen y admite que existe otra posibilidad, tal vez, definitiva para él. Vive entre la contención y el abismo, en un debate propio que lo aleja de la teología cristiana y de los conceptos justos. Una persona lúcida, transgresora, lo hostiga a pelear contra la ley natural.

-No entiendo… -dijo Letizia totalmente abstraída por los comentarios de su madre que consideró siempre absurdos pero que en ese momento le parecieron verosímiles.

-¡Pobre hija!, eres inocente pero abre los ojos a los conflictos que Manolo tiene con su propio yo. No oculta su resentimiento, le molesta todo lo que lo rodea, está en un lugar, aparentemente tranquilo, y al rato escapa como si huyera del pecado hacia la redención.

-La mayoría de la gente comete errores.


-Él sólo quiere exiliarse, acostúmbrate a pensar que en cualquier momento desaparecerá porque ya no puede manejar sus instintos.

-¿Hablas de otra mujer? -preguntó Letizia enferma de tantos enigmas.

-Una mujer detendría su marcha.


-Entonces…

-En las complicaciones del amor la diplomacia es incompatible con la pasión. Existe un amante que se lo lleva muerto.

-Tengo que sorprenderlo aunque ya no sienta nada por él.

-Niña, cuidado, prepárate porque la sorpresa será muy grave para tu sensibilidad. Ese hombre es un pigmeo y no merece una lágrima aunque tengas un hijo con él. Sus errores ya son desechos.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
Eternamente Manuela
Una mujer esclava de los miedos.

El silencioso grito de Manuela (Cap XIII 2da parte)

 


        Manolo avanzaba por lo alto del cerro que limitaba las minas del lado del Poniente; estaba llegando a Lacorta. Amadeo, acomodándose la camisa, salió a recibirlo. El anochecer era inminente. Se oía el mugido de las vacas en el establo y se sentía el aroma a heno en el pajar.

-Esa sombra negra ha destruido mis días -comentó Manolo a Amadeo que lo observaba con una absurda mezcla de candor.

-Yo te aconsejé que no te casaras, sabes que el destino es reversible.

Callaron los dos; se hallaban emocionados por el encuentro. Ambos sabían que todavía era temprano para resolver problemas que a la mirada de otros resultaban confusos. Lo importante era la comunicación, dejar viejos prejuicios y no tener que dar más explicaciones. Manolo se encontraba petrificado frente al sentimentalismo de Amadeo porque no se atrevía a cruzar el límite.

-Mátame, Amadeo, no quiero que Letizia me vea así. Soy cobarde y estúpido para apartar mis ojos de la realidad que tú me pintas.

-Tienes que seguir tus propias premisas y olvidar a esa mujer y su locura evidente.

-Es que tenemos un hijo pequeño que amo con toda el alma, lo demás ya no me importa -dijo Manolo con la vista ausente junto al portón de hierro cuando el sol se filtraba por la cortina de hilo-. Estoy estresado porque son muchas las presiones.

-Es que la verdad es una sola; existe un mundo de ideas, sensaciones y pensamientos a los que podemos comenzar a aproximarnos si nos atrevemos al cambio.

-No quiero tener una preocupación más en medio de ese torbellino que ya me está llevando a padecer síntomas psicofísicos.

-Hombre… con más razón -le contestó Amadeo totalmente ajeno a los problemas inmediatos que Manolo tenía con Letizia y su familia.

Los dos sabían que en la sociedad existían todavía muchos prejuicios para aceptar esos planteos y, en medio de la ambigüedad reinante, Manolo, quien sufría demasiado la doble personalidad, no se atrevía a reconocer su elección de vida.

Así, en medio de tanto disturbio emocional, abandonó a Amadeo y corrió a los brazos de Letizia para encontrar la respuesta a la pregunta que no se animaba a formular.

-Vienes de estar en algún báratro porque hueles a fuego.

-Es que jamás vas a recibirme con un gesto de cariño.

-Tú eres un hereje y pretendes misericordia. ¿Dónde has estado? Contesta… No ves que eres cobarde hasta para ocultar tu sombra.

-Deja de hablar como tu madre, corrige tus errores cien veces que son demasiados y si puedes trata de comprender a un hombre confundido.

-¿Un hombre?

-¡Sí! -gritó Manolo con la magnitud de la voz, conmocionado y reprimido; intentaba decir lo que no podía guardar.


-No hace falta que finjas, vete a un psicólogo o revuélcate en el lodo, ya no me haces falta, pero recuerda que yo te estaré mirando cuando te escondas en tus obscenas oscuridades.

-No tienes fundamentos, no sabes nada.

-Sé más de lo que tú crees pero déjame un tiempo para averiguar, aunque tus cicatrices te delatan demasiado.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA.
ETERNAMENTE MANUELA.
UNA MUJER REAL.

El silencioso grito de Manuela (Cap XIII 1era parte)

 


-Demasiados paseos a toda hora. Mira como juega con la arena -decía Manuela alborotada al ver a Antonio correr en la plaza-. Cuida que no tropiece con los carriles… ¡Vaya, Dios, qué niño tan inquieto!

-Déjalo que pueda vivir.

-Letizia comenzó a andar hacia el coche y Antonio volvió a su lado. Iba descalzo; sus pies demostraban familiaridad con el pasto y las piedras, los charcos, los sapos y los abrojos.

-Eres una veleta -dijo Manuela en tono convincente-, igual que tu padre.

Letizia se incorporó al escuchar esas palabras.

-Te echaré a un horno de calcinación si no te callas. ¡Qué quede muy claro que Antonio es hijo mío y de nadie más!; no te asustes conozco los ardides. Tú odias a Manolo entonces para qué lo nombras.

Manuela, a pesar de su debilidad, gobernaba a todos con su dominio soberano. Sabía que Manolo detrás de esa máscara de mujeriego escondía un hombre apático; su falta de carácter y de deseos de superación rozaba, a veces, la estupidez. Encerrado en la casa, ignorando las responsabilidades, Manolo que se había casado con Letizia por capricho, ya no podía pensar solamente sentía un instinto casi animal de huir en busca de una verdad. Salió a la calle con la cabeza turbada y los ojos fijos. Así lo vieron desde el coche Letizia y Manuela cansadas de sus escapadas y de su desorden moral. Ellas no eran perfectas para abrir juicios pero sí para arrojar la ceguera a los infiernos.

-¡Morirás e irás a la tierra a echar raíces, pero serás despojo, lodo inservible -gritó Manuela al verlo salir enajenado.

-Déjalo con su ignorancia que su voluntad lo llevará, jadeante, a su grosero vulgo. Después iremos nosotras a descubrirlo porque la seguridad sólo existe si sabes emplearla.

Letizia, aturdida con su rudimentario atuendo de monja de clausura, entró a la residencia con Antonio en los brazos. Se sentía desamparada ante la sociedad prejuiciosa que solía ser impertinente. Lo desconocido, lejos de detenerla, la impulsaba a cometer cualquier tipo de acto. Se creía capaz para enviar a Manolo a algún presidio inmundo. ¿Dejaría a Antonio huérfano de padre? Se sentó delante del retrato de Rocío y los tulipanes la hicieron estornudar, hasta le pareció escuchar el ronroneo de la gata Máxima que apretaba un almohadón en la cama de su hermana.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.
MIEDO A CRECER, MIEDO A SUFRIR, MIEDO A LA LIBERTAD..

El silencioso grito de Manuela (Cap XII 3era parte)



Letizia, con su locura disimulada, era la protagonista que no podía descubrir la verdad que Manolo ocultaba tras el artificio de las caretas. En realidad, ella casi no le importaba porque con su apatía había olvidado en qué fecha nacería su hijo; decía que sería varón porque se lo anunciaba Dios y nadie más. Letizia jamás se había hecho un estudio para saber si tenía algún problema o si todo marchaba bien.

Una tarde, cansada de estar sola en la residencia de Zaragoza, se fue para Barbastro con su valija y dispuesta a quedarse con la familia. El misticismo de Manuela ya no la asustaba porque era peor la soledad de los cuartos en una casona poblada de fantasmas. Cuando la madre la vio llegar sintió que el mensaje había llegado a destino y la abrazó tan fuerte como cuando era niña para protegerla de los extremos a los que el temor solía llevarla para ajustar cuentas. En realidad, Manuela se aferró a Letizia con ferocidad para atrapar nuevamente la infancia de su alma que no crecería nunca. A su edad, se sentía hija de ella porque la necesitaba, aunque sabía que Letizia vagaba entre el delirio y la verdad.

-¿Has vuelto o vienes de visita?-le preguntó ansiosa con el delantal de cocina en las manos y la cara blanca llena de harina.

-Regreso a casa pero no me preguntes.

-Ese hombre insípido, ¿te ha lastimado?


-Deja el interrogatorio para después porque las dos tenemos muchas dudas.

Julián, fuera de control, la recibió con una ternura de viejecito melancólico tratando de reconstruir en unos minutos toda una vida. Con cierta alegría le llevó la valija a la habitación y luego desde el cincel miró a su familia reunida con nostalgia. Él era un hombre muy sentimental que escapaba a los prototipos, una luz blanca, clara, que huía de la oscuridad.

Letizia, después de una semana de haber regresado, dio a luz al niño tan esperado a quien llamaron Antonio; intentaron, con ese alumbramiento, comenzar una etapa feliz.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

El silencioso grito de Manuela (Cap XII 2da parte)

 


       Manuela llevaba sobre sí la lucha encarnizada con los miedos desde tiempos inmemoriales; cada día era una prueba que tenía que padecer con sus enrarecidas ideas, con las vírgenes y los santos andaluces. Ella jamás creía que estaba a salvo de ser sacrificada aunque su mayor dolor no era su propia muerte sino la de los seres queridos.

Letizia quería volver a Barbastro pero así, en esas condiciones, alertaría a toda la familia que, seguramente, buscarían demasiadas respuestas en medio de una confusión general. Por ese hombre había renunciado a compartir la vida con Dolores y Laura, quienes habían aceptado a ese desconocido sólo con la remota posibilidad de que su madre se fortaleciera y que pudiera salir adelante.

Manolo estaba lejos de ser el enamorado ideal porque carecía de principios y era incapaz de poner el hombro ante las responsabilidades. Resultaba ser un personaje exótico y aburrido.

 ***

A Dolores se la notaba depresiva, casi no tenía amigas y cuando alguien la visitaba buscaba excusas para escaparse. Venía arrastrando lo negativo que se convertía en un trastorno que tenía consecuencias sociales. Damián había sufrido anorexia nerviosa en la infancia por causas asociadas a las pérdidas, especialmente a la ausencia de su madre y a la manera de ocultar la forma visible de su recuerdo; Laura, en cambio, se parecía a Encarnación, libre de prejuicios y dispuesta a transformar la realidad negativa en algo positivo como un cable a tierra, quizá, para aturdirse…

La familia sufría los mismos problemas; algunos sentían culpas, otros rencor e indiferencia pero era Laura la visionaria, casi una ilusa para la gente que, en medio de ese desorden, los miraba como personas muy solas y paranoicas que no eran culpables de las desgracias pero que tampoco demostraban debilidad frente a los demás. Por una inexplicable razón trataban de parecer fuertes, optimistas, cuando el fatalismo los obligaba a permanecer tras las cortinas con los ojos vidriosos.



El mundo inventado era más importante que el verdadero porque en él existía la tranquilidad del goce que las cosas simples traían de la mano. Allí, Manuela cocinaba, rezaba salmos y cantaba.  Era la madre que vivía en un estado de gracia que ni cuenta se daba que había muerto casi toda su familia. Así la veía el pueblo.

“El optimismo es propio de las almas de una sola dimensión, de las que no ven el torrente de lágrimas que nos rodean por cosas que no tienen remedio."

 Federico G. Lorca                                    

Sin embargo, el disfraz se iba deteriorando y con él se ajaba la piel de aquellos que sólo se comunicaban con monosílabos. Todo era tan rutinario que Manuela tenía miedo a esa calma que siempre le traía malos pensamientos. Sus monstruos internos no tenían nombre pero se presentaban mirando de lejos para tomar la distancia justa. El reloj ya no marcaba el tiempo porque nadie se hacía cargo de sus propias sombras que en cualquier momento podían diluirse sin haber recobrado la esperanza.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA
UNA MUJER VISIONARIA

El silencioso grito de Manuela (CapXII 1era parte)

 


Para el nacimiento del niño, Letizia y Manolo se trasladaron a Zaragoza, lejos de Manuela, de los recuerdos y de Dolores y Laura que decidieron quedarse en Barbastro con los abuelos.

La casa que les daba la bienvenida se la había regalado Julián y era muy antigua con estilo barroco y fachada neoclásica. A Letizia le gustaba la historia por eso había elegido su nuevo hogar a media cuadra de La Seo: el palacio, patrimonio de la humanidad; en 1845 hospedó al Tribunal de la Inquisición y en la actualidad es sede de las Cortes de Aragón.

Manolo no quería irse de Barbastro pero luego entendió que, quizá, resultaría mejor alejarse del pasado. Lo que ambos no sabían era que ellos mismos arrastraban las consecuencias de un pueblo y sus costumbres, del armado de los senderos, de esa selva de cemento que contenía la infancia en cada paso.

Letizia recorrió los espacios verdes del parque Pignatelli con las mismas ropas pesadas y el mismo vacío de su alma. Miró desde lejos la Basílica del Pilar y pensó que no pisaría los umbrales del templo hasta no ver a su hijo. Sin embargo, necesitaba sostenerse bajo esos muros. Todo permanecía en su sitio como el último día y su nueva casona era sólo un antifaz que ya no podía encubrir las verdades.

-No te agotes fácilmente, mujer, seremos felices con el niño.

-Sí, seguro -dijo Letizia ordenando las macetas con begonias.

-Mira deja esos vestidos y verás que regresa tu razón de vivir.

-¡Calla! Mírate tú. Gordo, pelado, a medio camino. No vuelvas a mancillar mis hábitos.

Ella se irritaba con cada palabra de Manolo, es que su frivolidad la descolocaba por completo. Letizia le hablaba con el alma y él le contestaba trivialidades; evidentemente, tenían proyectos opuestos. ¿Manolo se estaba pareciendo a José o era ella la culpable de la conducta de sus maridos, de sus reacciones intempestivas y del rechazo?

Frente a la casa, había un alerzal milenario y allí, sentado en un banco, Manolo pasaba las horas; leía el diario o atendía misteriosos llamados. Letizia lo observaba desde la ventana como quien ve a su marido en brazos de un amante, pero no le causaba dolor porque sabían que estaban juntos por alguna razón menos por estar enamorados.

De pronto, vio una escena extraña; un hombre se acercó a su esposo y comenzaron a hablar, al rato le pareció que discutían… Finalmente, el desconocido se fue dejando a Manolo alterado como una quinceañera a quien la rebeldía le gana su mejor partida.

Con las primeras gotas de lluvia, él cruzó la calle corriendo y se encontró con Letizia silenciosa que no había preparado la cena y que se hallaba recostada en el sofá de terciopelo con la mirada fija en el cielo raso.

-No tengo apetito me voy a recostar -dijo Manolo incómodo y a punto de delatar sus culpas.

-Tampoco hay comida; mejor que guardes tus huellas como bienes de valor.

-Ya hablas igual que tu madre. Te pareces a ella en todo hasta en la falta de lucidez.

-¡Quién te obliga a permanecer dentro de este jergón de gatos!

-No quiero seguir escuchando barbaridades, es que nunca vamos a estar en paz porque los fantasmas de los antepasados nos persiguen hasta el mismísimo infierno.

-Tú eres el infierno viviente; no tienes valor para enfrentarme, aventurero, inescrupuloso…-le gritaba Letizia fuera de sí como si sospechara las respuestas encubiertas de quien, para ella, ya era un extraño.

-¡Déjame morir si eso te gusta! -le contestó Manolo con intenciones de que ella reaccionara y se arrojara en sus brazos.


-No estás obligado a conocer al niño, mal padre…

-Quiero estar solo, eres fría, ¡pobre mujer! Todo lo que digas no podrá molestarme más que mi conciencia.

-Pues mi intuición me dice que la tienes muy sucia -dijo Letizia, sin dudar, como una forma de hacerle frente y de violentar su rígida educación.

Él se sintió impotente y salió dando un portazo. Pensó que existían situaciones que escapaban a su dominio y que la soberbia dejaba paso a la vergüenza.

Letizia, turbada por la absurda reacción de Manolo, comenzó a llorar; necesitaría años para construir de nuevo su propia vida. Tal vez, nunca llegaría a salvarse de todos los atropellos, de la furia homicida que desnudaba su alma. Nadie entendía. El presente se tornaba inhabitable a pesar de las bendiciones que traería el nacimiento de su hijo. Recordó a Manuela entre los bebederos y los cántaros cuando prendía las teas e ignoraba cómo sentía una verdadera mujer.

“Ella sí debe ser feliz”, pensó tristemente.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA
UNA MUJER ESCLAVA DE SUS MIEDOS

El silencioso grito de Manuela (Cap XI 3era parte)

 


         -Tía necesito que mejores la cara porque eres la protagonista, la mamá de todos, el equilibrio de las paredes -le dijo, de repente, Damián que entró por el pasillo llevándose por delante la puerta del zaguán.

-Tú eres demasiado joven para entender lo frágil que es la vida. Tus pocos años no te dejan ver los peligros y por eso cometes errores.

-Eres muy negativa, no es que dices que tu Dios sabe hacer las cosas.

-Sí, él es consejero emocional y puede liberar el cuerpo del alma. No duele eso, sabes… Al contrario, te eleva a la eternidad con tu rostro atemporal.

-Entonces si todo es tan bello, ¿por qué sufres?

-Porque yo también quisiera internarme por esos caminos pero es el Hacedor quien debe guiarme.

En ese momento, entró Manuela con una bandeja que contenía ajo y cebolla que, según ella, eran alimentos estimulantes y protectores contra diversas enfermedades. Damián, al verla, no pudo con su paciencia y se fue a su cuarto a escuchar música para aturdirse ante las absurdas y antagónicas ideas de su tía y de su abuela. Una quería morir pero no tenía coraje, la otra acumulaba hierbas curativas para vivir muchísimos años. Evidentemente, en las dos existía el miedo corrosivo que jugaba en la espesura de esos cerebros cansados. No era normal esa casa sombría con perfume a flores y mujeres heridas hasta las raíces. Damián quería conocer a su madre pero se sentía vencido por la complicidad que su familia tenía con respecto a ese tema. ¿Por qué escondían los retratos de Encarnación cuando los de Rocío se encontraban cubiertos de tulipanes?

-Tú tienes demasiadas teas encendidas, no es hora ya que apagues esas luces porque la humanidad no va a regresar.

-Letizia, tú no sabes los misterios porque, aunque no lo desees, debes salvarte con la madurez que yo no tengo para poder prescindir del miedo.

-Yo tengo ochenta años sobre mis espaldas, los huesos oxidados, el alma callada y un abismo. No siento miedo a nada a esta altura porque vivo bajo una techumbre negra como mis telas, porque no veo los trigales agitados de José ni recibo el amor con las prometidas luminarias de Manolo.

-Soy tu madre y sé que tu corazón aterido no tiene rumbo y que has cometido un error en casarte con ese hombre. ¡Tú no sabes elegir marido!

-Regresa a tu cueva y déjame en paz -dijo Letizia mientras se calzaba un sombrero que le tapaba los ojos.

-Ven acá. Eres cobarde porque no te gusta escuchar las verdades.

Manuela sabía que el tiempo agrisaba las almas y la piel y que se embargaba, a veces, de locura cuando la mente era débil.

-Suegra, qué delirio tiene ahora.

-Calla, hombre ausente, descarado… Tienes un laberinto poblado de matas en ese cerebro tormentoso. Deja de fastidiar a mi hija y define la situación.

-¿Qué situación?

-Tú entiendes bien, cara de piedra -le dijo Manuela enojadísima con la convicción de que Manolo ocultaba algo oscuro y lamentable.

-Usted no tiene nada que decir de mí porque es su hija la que está aturdida, demasiado tengo que lidiar con su falta de cordura. ¿Por qué no hace algo para ayudar?

-Impertinente.

Manuela se calló porque las palabras de Manolo la dejaban sorda. “Si alza la voz es porque no tiene razón.”, pensó.

Él la miró de manera despectiva con algo de soberbia; trataba de encubrir un secreto que, tal vez, nunca se descubriría. Muchas veces se preguntó ¿para qué me caso con Letizia si está loca y falta bastante tiempo para que herede su fortuna? De alguna forma, se sentía atrapado pero no tenía necesidad de demostrar nada porque su destino era incierto, todavía un cascarón vacío.

 


En medio de la vorágine de voces cadenciosas, de algún Jesús crucificado, del mísero aire de Barbastro y los candiles sacerdotales, Letizia esperaba otro niño. Los licores de Manuela no habían hecho efecto pues toda la familia no quería que ella tuviera más hijos porque pensaban que su mente podría enfermarse por completo. Sin embargo, Letizia se hallaba presa de la alegría. La ropa negra le daba un aspecto pálido de monja oculta en un claustro del siglo XVI.

Manolo estaba contento porque creía que su primogénito traería reposo y allanaría el camino, pero la vida social lo mantenía un tanto alejado de la residencia devastada por la humedad y las lluvias. Su conducta exacerbaba la paciencia de Letizia que, aun en la intimidad y a pesar de los avatares de la rutina, conservaba cierta altanería de mujer rica. Ella no conocía la verdad que él mantenía oculta, quizá, por el resto de su pobre existencia, por eso se abandonaba a la palidez del embarazo; se sentía como Simonetta en un cuadro de Sandro Botticelli: inmortal y bella. Ya no existían los hechizos de Manuela ni los catedráticos ni los misales porque la espera de un bebé borraba el pasado con una pincelada.

Letizia volvería a sentirse útil, con la paz necesaria para cuidar a alguien que la necesitaba y que con su sola presencia le daba energía y una razón para seguir.

Manuela no podía creer que aquella criatura endeble que dio tanto trabajo estuviera sana como para enfrentar las contradicciones, los miedos, todo ese cuadro dantesco de realidades muy evidentes.

De repente, en medio de sus meditaciones, Manuela tuvo que salir corriendo porque su cuartito olía a cáscaras de naranja que se quemaban en un brasero, desparramaban el humo por el ventanuco e inundaban el patio con bendiciones y dádivas.

-Señor, este caldo es mortífero-dijo Manuela ahogada por la falta de aire.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.
UNA MUJER REAL

El silencioso grito de Manuela (Cap XI 2da parte)

 


Manuela recogía los tulipanes para Rocío y les servía chocolate con leche a sus nietos cuando volvían del colegio mientras preparaba alfajorcitos con nueces hidratadas. Decía que esos alimentos les daban energía, los revitalizaban y les mejoraban el pelo, la piel y los dientes. Más tarde, en la soledad de su cueva, recogía semillas, frutos secos y algas para preparar licores que, según ella, le devolvían el cielo a las almas y le regalaban ese mismo paraíso a aquellos que pronto dejarían de pisar ese suelo agreste y pedregoso. Manuela seguía soñando con la inocencia de la niñez porque el Todopoderoso, a quien consideraba su padre, solía gobernar utilizando premisas, formalismos y paradigmas diferentes. Demasiados cálculos matemáticos no la acercaban ni la alejaban de los riesgos, sólo que en ese reducto sentía que todavía podía controlar las voluntades. Sin embargo, sus miedos iban en aumento; Manuela dejaba detrás los días sin disfrutar de los momentos, como si corriera delante de sus pasos para llegar más rápido.

-Viejo te has consumido bajo las ruedas de tus autos -le dijo a Julián que ojeaba un folleto de coches último modelo.

-¿Quieres que me narcotice con tus pastillas?

-Necesito que regreses al presente.

-Tú ya no cambias, mujer, con todo lo que nos ha pasado, yo no me explico cómo nos mantenemos en pie.

-Dios sabe lo que necesitamos.

-No me hables de religión porque con eso no hacemos nada. Es perder el tiempo.

Julián estaba tan grande como sus desdichas y no le quedaba aire para respirar. Era adicto a la desgracia en forma rudimentaria y estaba convencido que algo, muy temido, ocurriría en cualquier momento.

-Manuela ve a la iglesia de San Francisco y reza todos los rosarios que quieras porque yo no voy a mantener relación ni conversación con tu amo. Estoy muy dolido.


***

 

La historia avanzaba en cada capítulo y los personajes sospechaban las claves de los recursos narrativos. Las dudas ahondaban en cada uno de los roles desde el inicio hasta el posible final. Era un rompecabezas armado por alguien que no aceptaba contradicciones.

“La vida es una sola entonces por qué no rebelarse ante los fracasos, allí donde no existe un respiro y se torna difícil por su negación.”

Letizia era una madre que recurría al manejo de lo absurdo para calmar la ansiedad que la transformaba en una extraña. Con Manolo trataba de jugar a ser feliz pero esa carga le resultaba tediosa y demasiado pesada para su cuerpo. Ella había sido una niña enferma y hoy seguía teniendo patologías propias de personas adictas a los sufrimientos. Dios velaba sus pasos y Letizia, a pesar de las contradicciones, le era fiel porque la ataba a la tierra y también al deseo de encontrarse con los seres que habían partido. Escuchaba las voces de Lucía y de Encarnación, los arrullos de la abuela Francisca y hasta veía la mirada inerte de José.


“Los muertos se llevan a quienes más han amado por eso Lucía llamó a la perra Rosario”, pensó aliviada tratando conscientemente de tener un minuto de relajación en medio de tanto desconcierto.

No sabía cuál era el eje para repartir las horas porque se hallaba aislada en medio de danzas antiquísimas que los cultos le traían a la memoria: la Virgen del Rocío y el Sin Pecado, en Fox, villa de la Mariña de Lugo, se veneraba el San Lorenzo, en Sada, Arco de Antabro, San Pedro de Viveiro… En las tierras mágicas, música, banderas, luces de colores y pirotecnia… Allí, en su silenciosa cocina, el llanto y los pimientos de Padrón. La frivolidad mezclada con la mística y los homenajes, en un lugar o en otro, con la convicción de saber que somos finitos por más que oremos hasta el alba. Letizia, al asumir la muerte, estaba tratando de dignificar la vida con objetividad y deseos de superación aunque su salud mental la abandonaba en un hervidero de insectos.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

El silencioso grito de Manuela (Cap XI 1era parte)

 


Letizia se casó con Manolo el mismo día que José murió. Ella vestía de negro como siempre y llevaba sobre los hombros un mantón bordado que había pertenecido a su abuela Francisca. El pelo suelto le daba un marco demacrado a su rostro y la avejentaba diez años; en el anular tenía una sortija de diamantes. Él también de riguroso color negro desfallecía ante los sentimientos desencontrados que su mente se encargaba de enredar para ultrajar, desde el silencio, la ceremonia. Era un hombre raro como decía Julián que no dejaba de observarlo con apatía de longevo que ha recorrido muchos caminos.

De luna de miel se fueron a Andalucía para recobrar las fuerzas; visitaron los balnearios termales, en el centro de esquí de Sierra Nevada, con la Alhambra de Granada a sus pies y los campos de golf. Un poco cansados por el itinerario, subieron a un tren de alta velocidad que unía Madrid, Córdoba y Sevilla. A Letizia le interesó recorrer las obras de los artistas de la talla de Pablo Picasso, Juan R. Jiménez, Federico García Lorca y Rafael Alberti… Sin embargo, a Manolo sólo le preocupaba comunicarse con Barbastro; se lo veía distante y pensativo como si estuviera separado de ella bajo el mismo techo. A Letizia ya no le importaban los confines porque estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para lograr estabilidad en una relación afectiva que aparentemente la estaba sorprendiendo de manera negativa. Sabía que el riesgo era mucho pero el cambio constante le calmaba los nervios y las tensiones aunque no podía borrar su tortuoso pasado porque existían fragmentos, vinculaciones directas, haber tenido y haber perdido, el duelo de los días y Manolo: un hombre desconcertante que presentaba un patrón similar al de José Rodríguez.

“No, lo que ocurre es que mi parálisis cerebral no me deja ver”, pensó convencida de que estaba buscando problemas donde no los había y que Manolo era la persona que le facilitaría la existencia a bajo costo y sin estridencias.

-Tienes la virtud de atraer a la gente, mira cómo te observan esos hombres -le dijo Manolo a Letizia sentados en un bar.

-Son los vinos mistelas que están tomando que los vuelven ciegos y torpes.

-Eres rebelde y libre pero, niña, levanta la autoestima.

-Tú no sabes…

A Letizia le costaba vivir porque sentía un vacío que la hacía vacilar y el humor le cambiaba a cada instante. No sabía si podría llevar adelante esa situación porque el amor por su hija Lucía era más fuerte. Su luz brillaba a carcajadas mientras su entorno se nublaba; no quería ser egoísta con Manolo porque él también merecía ser feliz.

En la intimidad, se dejaba manejar como un títere y no le importaba cuando veía a su esposo frío y alejado; ella creía ser la mujer más valiente y provocadora aunque lo disimulara con los vestidos negros. Existía algo, tremendamente morboso, que la violentaba y al mismo tiempo la conducía por un camino impredecible. Letizia se encontraba acorralada, sin opciones, y con demasiados tropiezos pero ser sincera, en esos momentos, hubiera sido perjudicial para ambos. Debía permanecer en esa postura, tal vez hipócrita, para no caer en las dificultades anteriores cuando el amor de José no le alcanzaba para ser feliz. Con esos pensamientos, quizá, nunca llegaría a tener un minuto de dicha porque no había paz en su espíritu y se empeñaba en complicar los únicos minutos de tranquilidad que había logrado a fuerza de sacrificio.

Manolo no era el mismo de antes; ya no la contenía ni la hacía sentir segura y permanecía pensativo por muchas horas mientras esperaba llamadas telefónicas. La historia volvía a repetirse sólo que José la quería por sobre todas las cosas y Manolo parecía ignorar lo que significaba estar enamorado. Se hallaban inmersos en los vaivenes de las pasiones para tratar de romper las ligaduras y traspasar las fronteras.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

El silencioso grito de Manuela (Cap X 3era parte)

          



        Con todo el desequilibrio emocional de una madre sin su hijo, Letizia decidió ir a ver, nuevamente, a José para decirle que necesitaba el divorcio para poder casarse con Manolo. Quería borrar las crónicas del pasado con el anhelo de hallar un poco de paz. De alguna forma, se sentía fortalecida por ese hombre espontáneo y prometedor que la hacía menos vulnerable. Tal vez, a su lado se pondría metas y saldría de esa apatía y del escepticismo.

José se encontraba postrado en su silla de octogenario mientras miraba la decadencia de su chacra. Parecía hechizado y envuelto en una máscara destinada a sucumbir, pero la vio llegar y se dio vuelta para observarla… ¡Cuánto la amaba!

-Vine a decirte que Lucía ha muerto -le comunicó Letizia con la veracidad de sus palabras sin límites pues no sentía piedad por él. Estoy intacta pero agobiada; trato de preservar algo del amor que me queda para no caer en la tragedia o en la locura. Necesito que me firmes el divorcio como puedas porque voy a casarme.

José parecía no escuchar pues se hallaba totalmente inmerso en un submundo de nieblas que lo convertía en un ser vegetativo y que ya no percibía las certezas o los errores pero, a pesar de su estado, Letizia seguía hablando sin parar y sin entender que José Rodríguez, su esposo, había iniciado una huída de los placeres efímeros. Cuando terminó con el monólogo, sin esperar respuestas, se marchó de la chacra que quedó sumida en un proceso de búsqueda sabiendo que la finitud de la existencia era su problema. Curiosamente, ese hombre inválido miró sus brazos y arrastró la silla hasta una mesita con licores, tomó unas pastillas y bebió de una copa un poco de alcohol. Él había escuchado lo que Letizia, con arrebato y pasión le había dicho; no existían opciones para José que, sin repudiar a su esposa porque la amaba, se dejó caer como quien se arroja de una cima. Tuvo el valor de acreditar la legitimidad de ese acto como una manera de afianzar su dignidad de persona cabal y sin dobleces: firmó como pudo los papeles que ella había dejado sobre el escritorio.

Pudo haber sido el más inepto de los hombres, incapacitado para amar de verdad a una mujer, pero sabía que debía cumplir con algunas responsabilidades sin dejarse influir por la soberbia de Letizia. José jamás supo por qué ella dejó de quererlo; tal vez negaba, por miedo, los defectos para él ininteligibles, pero en el momento de enterrar su cuerpo, cuando todavía su mente latía a paso acelerado, en la oscuridad de su última noche, pidió perdón.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

El silencioso grito de Manuela (Cap X 1era parte)

 


-Hay que cerrar los postigotes cuando se van las personas y quedarse quieta en el jardín para sentir la brisa de la separación. Morir es poco cuando se va un hijo -dijo Letizia a los familiares que se hallaban presentes para despedir a Lucía.

La casona, el cementerio, el espacio umbroso donde el fracaso atestiguaba las certezas en una eternidad impuesta, era la carga y una prueba más. Manuela archivada por sus presentimientos, destrozada hasta la carne por la continuidad de las desgracias y sofocada por la ansiedad que multiplicaba sus pensamientos negativos, no se atrevía a hablar; Julián estaba derrotado, la sombra del hombre de negocios que fue alguna vez había desaparecido tras el temblor de sus manos y la visión borrosa; Damián, Dolores y Laura esperaban a contramano el fin de los tormentos y la complejidad de una existencia marcada por alguien que los violentaba… ¿Habría que escapar de la residencia donde todo se dormía: la huerta, el nogal, los grillos, la perra Rosario, las fragancias…? Huir de una libertad con portones de acero para tratar de acrecentar las ansias de un mañana posible.

Letizia, después del sepelio, se refugió en un cuarto junto a los crucifijos a respirar el aire de los muertos. Miró el placard y vio sus trajes negros: pantalones, faldas, vestidos, capas… No quedaba nada que diera un poco de vida a sus tristes atuendos porque todos llevaban un peso simbólico, espiritual, que marcaba el pasado en un presente. El futuro no tenía identidad.

Manuela se aproximó al dormitorio y sintió que la noche se le venía encima; ella todavía no había cortado el cordón umbilical y su hija estaba por traspasar las fronteras, parecía más longeva que ella misma. No lloraba ni reclamaba justicia a Dios sólo conocía el arte de la resignación en un mundo intolerante donde los humanos luchaban con sus egoísmos a cuestas para tratar de salvarse como sea, sin mirar al costado. Letizia estaba ordenando los capítulos de su existencia porque a nadie le importaba su porvenir. Ella sentía que si no hubiera nacido hubiera sido mejor, pero ya era tarde para lamentos porque la verdad era una sola: se había muerto su hija. La criatura que hablaba igual que un adulto y que la miraba a través de sus ojos fijos con su propio misterio, el que ella conocía desde su nacimiento. Nadie entendía mejor que Lucía los engranajes de la supervivencia, el porqué de los tulipanes en el retrato de Rocío, los miedos de su abuela, porque estaba predestinada a cumplir una ley impuesta de antemano por alguien que seguramente manejaba las doctrinas.



Letizia, lánguida y a punto de derribarse, parecía una viuda que se suicidaría al anochecer. Llevaba un crucifijo de platino que la amarraba más a los claustros donde ella decía que encontraría respuestas; sin embargo, su mente se hallaba vacía de preguntas como si su cabeza se hubiera quedado hueca de conocimientos, de recuerdos y de proyectos.

-Lamento mucho el fallecimiento de tu hija-le dijo Manolo desde la puerta del jardín con un ramo de camelias.

-Gracias, pero quiero estar sola.

-No escondas tus lágrimas, pequeña, que yo podría ser el bálsamo necesario. Puedes apoyarte en mis hombros que son fuertes que yo lloraré contigo y reiré también cuando tú lo quieras.

-Vete.

-No me rechaces ahora que me tienes porque mañana podría ser tarde para reconstruir la vida que es demasiado corta. Valórate porque los demás te amamos y queremos verte entera como siempre.

-¡No entiendes!

-Tu hija no va a volver.

-Yo necesito reunirme con ella por eso déjame sola para pensar, tú no sabes lo que significa quedarse sin tener a nadie por quien luchar.

Manolo quería entender a Letizia pero no podía porque no había vivido en la sordidez de los cuartos ni había palpado de cerca los documentos mortuorios.

Manuela tomó un botellón de jerez y dos copas.

-Manolo pídele matrimonio -le dijo.

Él caminó por la habitación con desánimo; era un hombre maduro en apariencias, educado, un poco cobarde pero sabía subsanar los errores.

-No creo que Letizia quiera casarse.

-Alguien le quitó la esperanza pero usted con su vehemencia tiene que tratar de contener sus sollozos y ser el sostén de un alma que no desea seguir adelante.

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ETERNAMENTE MANUELA

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