Manuela llevaba sobre sí la lucha encarnizada con los miedos desde tiempos inmemoriales; cada día era una prueba que tenía que padecer con sus enrarecidas ideas, con las vírgenes y los santos andaluces. Ella jamás creía que estaba a salvo de ser sacrificada aunque su mayor dolor no era su propia muerte sino la de los seres queridos.
Letizia quería volver a Barbastro
pero así, en esas condiciones, alertaría a toda la familia que, seguramente,
buscarían demasiadas respuestas en medio de una confusión general. Por ese
hombre había renunciado a compartir la vida con Dolores y Laura, quienes habían
aceptado a ese desconocido sólo con la remota posibilidad de que su madre se
fortaleciera y que pudiera salir adelante.
Manolo estaba lejos de ser el
enamorado ideal porque carecía de principios y era incapaz de poner el hombro
ante las responsabilidades. Resultaba ser un personaje exótico y aburrido.
A Dolores se la notaba depresiva,
casi no tenía amigas y cuando alguien la visitaba buscaba excusas para escaparse.
Venía arrastrando lo negativo que se convertía en un trastorno que tenía
consecuencias sociales. Damián había sufrido anorexia nerviosa en la infancia
por causas asociadas a las pérdidas, especialmente a la ausencia de su madre y
a la manera de ocultar la forma visible de su recuerdo; Laura, en cambio, se
parecía a Encarnación, libre de prejuicios y dispuesta a transformar la
realidad negativa en algo positivo como un cable a tierra, quizá, para
aturdirse…
La familia sufría los mismos problemas; algunos sentían culpas, otros rencor e indiferencia pero era Laura la visionaria, casi una ilusa para la gente que, en medio de ese desorden, los miraba como personas muy solas y paranoicas que no eran culpables de las desgracias pero que tampoco demostraban debilidad frente a los demás. Por una inexplicable razón trataban de parecer fuertes, optimistas, cuando el fatalismo los obligaba a permanecer tras las cortinas con los ojos vidriosos.
El mundo inventado era más
importante que el verdadero porque en él existía la tranquilidad del goce que
las cosas simples traían de la mano. Allí, Manuela cocinaba, rezaba salmos y
cantaba. Era la madre que vivía en un
estado de gracia que ni cuenta se daba que había muerto casi toda su familia.
Así la veía el pueblo.
“El optimismo es propio de las almas de una sola dimensión, de las que no ven el torrente de lágrimas que nos rodean por cosas que no tienen remedio."
Federico G. Lorca
Sin embargo, el disfraz se iba
deteriorando y con él se ajaba la piel de aquellos que sólo se comunicaban con
monosílabos. Todo era tan rutinario que Manuela tenía miedo a esa calma que
siempre le traía malos pensamientos. Sus monstruos internos no tenían nombre
pero se presentaban mirando de lejos para tomar la distancia justa. El reloj ya
no marcaba el tiempo porque nadie se hacía cargo de sus propias sombras que en
cualquier momento podían diluirse sin haber recobrado la esperanza.
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