lunes, 20 de marzo de 2023

El silencioso grito de Manuela (Cap X 3era parte)

          



        Con todo el desequilibrio emocional de una madre sin su hijo, Letizia decidió ir a ver, nuevamente, a José para decirle que necesitaba el divorcio para poder casarse con Manolo. Quería borrar las crónicas del pasado con el anhelo de hallar un poco de paz. De alguna forma, se sentía fortalecida por ese hombre espontáneo y prometedor que la hacía menos vulnerable. Tal vez, a su lado se pondría metas y saldría de esa apatía y del escepticismo.

José se encontraba postrado en su silla de octogenario mientras miraba la decadencia de su chacra. Parecía hechizado y envuelto en una máscara destinada a sucumbir, pero la vio llegar y se dio vuelta para observarla… ¡Cuánto la amaba!

-Vine a decirte que Lucía ha muerto -le comunicó Letizia con la veracidad de sus palabras sin límites pues no sentía piedad por él. Estoy intacta pero agobiada; trato de preservar algo del amor que me queda para no caer en la tragedia o en la locura. Necesito que me firmes el divorcio como puedas porque voy a casarme.

José parecía no escuchar pues se hallaba totalmente inmerso en un submundo de nieblas que lo convertía en un ser vegetativo y que ya no percibía las certezas o los errores pero, a pesar de su estado, Letizia seguía hablando sin parar y sin entender que José Rodríguez, su esposo, había iniciado una huída de los placeres efímeros. Cuando terminó con el monólogo, sin esperar respuestas, se marchó de la chacra que quedó sumida en un proceso de búsqueda sabiendo que la finitud de la existencia era su problema. Curiosamente, ese hombre inválido miró sus brazos y arrastró la silla hasta una mesita con licores, tomó unas pastillas y bebió de una copa un poco de alcohol. Él había escuchado lo que Letizia, con arrebato y pasión le había dicho; no existían opciones para José que, sin repudiar a su esposa porque la amaba, se dejó caer como quien se arroja de una cima. Tuvo el valor de acreditar la legitimidad de ese acto como una manera de afianzar su dignidad de persona cabal y sin dobleces: firmó como pudo los papeles que ella había dejado sobre el escritorio.

Pudo haber sido el más inepto de los hombres, incapacitado para amar de verdad a una mujer, pero sabía que debía cumplir con algunas responsabilidades sin dejarse influir por la soberbia de Letizia. José jamás supo por qué ella dejó de quererlo; tal vez negaba, por miedo, los defectos para él ininteligibles, pero en el momento de enterrar su cuerpo, cuando todavía su mente latía a paso acelerado, en la oscuridad de su última noche, pidió perdón.

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EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA

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