Con todo el desequilibrio emocional de una madre sin su hijo, Letizia decidió ir a ver, nuevamente, a José para decirle que necesitaba el divorcio para poder casarse con Manolo. Quería borrar las crónicas del pasado con el anhelo de hallar un poco de paz. De alguna forma, se sentía fortalecida por ese hombre espontáneo y prometedor que la hacía menos vulnerable. Tal vez, a su lado se pondría metas y saldría de esa apatía y del escepticismo.
José se encontraba postrado en su
silla de octogenario mientras miraba la decadencia de su chacra. Parecía
hechizado y envuelto en una máscara destinada a sucumbir, pero la vio llegar y
se dio vuelta para observarla… ¡Cuánto la amaba!
-Vine a decirte que Lucía ha muerto
-le comunicó Letizia con la veracidad de sus palabras sin límites pues no
sentía piedad por él. Estoy intacta pero agobiada; trato de preservar algo del
amor que me queda para no caer en la tragedia o en la locura. Necesito que me
firmes el divorcio como puedas porque voy a casarme.
José parecía no escuchar pues se
hallaba totalmente inmerso en un submundo de nieblas que lo convertía en un ser
vegetativo y que ya no percibía las certezas o los errores pero, a pesar de su
estado, Letizia seguía hablando sin parar y sin entender que José Rodríguez, su
esposo, había iniciado una huída de los placeres efímeros. Cuando terminó con
el monólogo, sin esperar respuestas, se marchó de la chacra que quedó sumida en
un proceso de búsqueda sabiendo que la finitud de la existencia era su
problema. Curiosamente, ese hombre inválido miró sus brazos y arrastró la silla
hasta una mesita con licores, tomó unas pastillas y bebió de una copa un poco
de alcohol. Él había escuchado lo que Letizia, con arrebato y pasión le había
dicho; no existían opciones para José que, sin repudiar a su esposa porque la
amaba, se dejó caer como quien se arroja de una cima. Tuvo el valor de
acreditar la legitimidad de ese acto como una manera de afianzar su dignidad de
persona cabal y sin dobleces: firmó como pudo los papeles que ella había dejado
sobre el escritorio.
Pudo haber sido el más inepto de
los hombres, incapacitado para amar de verdad a una mujer, pero sabía que debía
cumplir con algunas responsabilidades sin dejarse influir por la soberbia de
Letizia. José jamás supo por qué ella dejó de quererlo; tal vez negaba, por
miedo, los defectos para él ininteligibles, pero en el momento de enterrar su
cuerpo, cuando todavía su mente latía a paso acelerado, en la oscuridad de su
última noche, pidió perdón.
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