-Tía necesito que mejores la cara porque eres la protagonista, la mamá de todos, el equilibrio de las paredes -le dijo, de repente, Damián que entró por el pasillo llevándose por delante la puerta del zaguán.
-Tú eres demasiado joven para
entender lo frágil que es la vida. Tus pocos años no te dejan ver los peligros
y por eso cometes errores.
-Eres muy negativa, no es que dices
que tu Dios sabe hacer las cosas.
-Sí, él es consejero emocional y
puede liberar el cuerpo del alma. No duele eso, sabes… Al contrario, te eleva a
la eternidad con tu rostro atemporal.
-Entonces si todo es tan bello,
¿por qué sufres?
-Porque yo también quisiera
internarme por esos caminos pero es el Hacedor quien debe guiarme.
En ese momento, entró Manuela con
una bandeja que contenía ajo y cebolla que, según ella, eran alimentos
estimulantes y protectores contra diversas enfermedades. Damián, al verla, no
pudo con su paciencia y se fue a su cuarto a escuchar música para aturdirse
ante las absurdas y antagónicas ideas de su tía y de su abuela. Una quería
morir pero no tenía coraje, la otra acumulaba hierbas curativas para vivir
muchísimos años. Evidentemente, en las dos existía el miedo corrosivo que
jugaba en la espesura de esos cerebros cansados. No era normal esa casa sombría
con perfume a flores y mujeres heridas hasta las raíces. Damián quería conocer
a su madre pero se sentía vencido por la complicidad que su familia tenía con
respecto a ese tema. ¿Por qué escondían los retratos de Encarnación cuando los
de Rocío se encontraban cubiertos de tulipanes?
-Tú tienes demasiadas teas
encendidas, no es hora ya que apagues esas luces porque la humanidad no va a
regresar.
-Letizia, tú no sabes los misterios
porque, aunque no lo desees, debes salvarte con la madurez que yo no tengo para
poder prescindir del miedo.
-Yo tengo ochenta años sobre mis
espaldas, los huesos oxidados, el alma callada y un abismo. No siento miedo a
nada a esta altura porque vivo bajo una techumbre negra como mis telas, porque
no veo los trigales agitados de José ni recibo el amor con las prometidas
luminarias de Manolo.
-Soy tu madre y sé que tu corazón
aterido no tiene rumbo y que has cometido un error en casarte con ese hombre.
¡Tú no sabes elegir marido!
-Regresa a tu cueva y déjame en
paz -dijo Letizia mientras se calzaba un sombrero que le tapaba los ojos.
-Ven acá. Eres cobarde porque no te
gusta escuchar las verdades.
Manuela sabía que el tiempo
agrisaba las almas y la piel y que se embargaba, a veces, de locura cuando la
mente era débil.
-Suegra, qué delirio tiene ahora.
-Calla, hombre ausente, descarado…
Tienes un laberinto poblado de matas en ese cerebro tormentoso. Deja de
fastidiar a mi hija y define la situación.
-¿Qué situación?
-Tú entiendes bien, cara de piedra
-le dijo Manuela enojadísima con la convicción de que Manolo ocultaba algo
oscuro y lamentable.
-Usted no tiene nada que decir de
mí porque es su hija la que está aturdida, demasiado tengo que lidiar con su
falta de cordura. ¿Por qué no hace algo para ayudar?
-Impertinente.
Manuela se calló porque las
palabras de Manolo la dejaban sorda. “Si alza la voz es porque no tiene
razón.”, pensó.
Él la miró de manera despectiva con
algo de soberbia; trataba de encubrir un secreto que, tal vez, nunca se
descubriría. Muchas veces se preguntó ¿para qué me caso con Letizia si está
loca y falta bastante tiempo para que herede su fortuna? De alguna forma, se
sentía atrapado pero no tenía necesidad de demostrar nada porque su destino era
incierto, todavía un cascarón vacío.
En medio de la vorágine de voces
cadenciosas, de algún Jesús crucificado, del mísero aire de Barbastro y los
candiles sacerdotales, Letizia esperaba otro niño. Los licores de Manuela no
habían hecho efecto pues toda la familia no quería que ella tuviera más hijos
porque pensaban que su mente podría enfermarse por completo. Sin embargo,
Letizia se hallaba presa de la alegría. La ropa negra le daba un aspecto pálido
de monja oculta en un claustro del siglo XVI.
Manolo estaba contento porque creía
que su primogénito traería reposo y allanaría el camino, pero la vida social lo
mantenía un tanto alejado de la residencia devastada por la humedad y las
lluvias. Su conducta exacerbaba la paciencia de Letizia que, aun en la intimidad
y a pesar de los avatares de la rutina, conservaba cierta altanería de mujer
rica. Ella no conocía la verdad que él mantenía oculta, quizá, por el resto de
su pobre existencia, por eso se abandonaba a la palidez del embarazo; se sentía
como Simonetta en un cuadro de Sandro Botticelli: inmortal y bella. Ya no
existían los hechizos de Manuela ni los catedráticos ni los misales porque la
espera de un bebé borraba el pasado con una pincelada.
Letizia volvería a sentirse útil,
con la paz necesaria para cuidar a alguien que la necesitaba y que con su sola
presencia le daba energía y una razón para seguir.
Manuela no podía creer que aquella
criatura endeble que dio tanto trabajo estuviera sana como para enfrentar las
contradicciones, los miedos, todo ese cuadro dantesco de realidades muy
evidentes.
De repente, en medio de sus
meditaciones, Manuela tuvo que salir corriendo porque su cuartito olía a
cáscaras de naranja que se quemaban en un brasero, desparramaban el humo por el
ventanuco e inundaban el patio con bendiciones y dádivas.
-Señor, este caldo es
mortífero-dijo Manuela ahogada por la falta de aire.
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