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El silencioso grito de Manuela (Cap XI 3era parte)

 


         -Tía necesito que mejores la cara porque eres la protagonista, la mamá de todos, el equilibrio de las paredes -le dijo, de repente, Damián que entró por el pasillo llevándose por delante la puerta del zaguán.

-Tú eres demasiado joven para entender lo frágil que es la vida. Tus pocos años no te dejan ver los peligros y por eso cometes errores.

-Eres muy negativa, no es que dices que tu Dios sabe hacer las cosas.

-Sí, él es consejero emocional y puede liberar el cuerpo del alma. No duele eso, sabes… Al contrario, te eleva a la eternidad con tu rostro atemporal.

-Entonces si todo es tan bello, ¿por qué sufres?

-Porque yo también quisiera internarme por esos caminos pero es el Hacedor quien debe guiarme.

En ese momento, entró Manuela con una bandeja que contenía ajo y cebolla que, según ella, eran alimentos estimulantes y protectores contra diversas enfermedades. Damián, al verla, no pudo con su paciencia y se fue a su cuarto a escuchar música para aturdirse ante las absurdas y antagónicas ideas de su tía y de su abuela. Una quería morir pero no tenía coraje, la otra acumulaba hierbas curativas para vivir muchísimos años. Evidentemente, en las dos existía el miedo corrosivo que jugaba en la espesura de esos cerebros cansados. No era normal esa casa sombría con perfume a flores y mujeres heridas hasta las raíces. Damián quería conocer a su madre pero se sentía vencido por la complicidad que su familia tenía con respecto a ese tema. ¿Por qué escondían los retratos de Encarnación cuando los de Rocío se encontraban cubiertos de tulipanes?

-Tú tienes demasiadas teas encendidas, no es hora ya que apagues esas luces porque la humanidad no va a regresar.

-Letizia, tú no sabes los misterios porque, aunque no lo desees, debes salvarte con la madurez que yo no tengo para poder prescindir del miedo.

-Yo tengo ochenta años sobre mis espaldas, los huesos oxidados, el alma callada y un abismo. No siento miedo a nada a esta altura porque vivo bajo una techumbre negra como mis telas, porque no veo los trigales agitados de José ni recibo el amor con las prometidas luminarias de Manolo.

-Soy tu madre y sé que tu corazón aterido no tiene rumbo y que has cometido un error en casarte con ese hombre. ¡Tú no sabes elegir marido!

-Regresa a tu cueva y déjame en paz -dijo Letizia mientras se calzaba un sombrero que le tapaba los ojos.

-Ven acá. Eres cobarde porque no te gusta escuchar las verdades.

Manuela sabía que el tiempo agrisaba las almas y la piel y que se embargaba, a veces, de locura cuando la mente era débil.

-Suegra, qué delirio tiene ahora.

-Calla, hombre ausente, descarado… Tienes un laberinto poblado de matas en ese cerebro tormentoso. Deja de fastidiar a mi hija y define la situación.

-¿Qué situación?

-Tú entiendes bien, cara de piedra -le dijo Manuela enojadísima con la convicción de que Manolo ocultaba algo oscuro y lamentable.

-Usted no tiene nada que decir de mí porque es su hija la que está aturdida, demasiado tengo que lidiar con su falta de cordura. ¿Por qué no hace algo para ayudar?

-Impertinente.

Manuela se calló porque las palabras de Manolo la dejaban sorda. “Si alza la voz es porque no tiene razón.”, pensó.

Él la miró de manera despectiva con algo de soberbia; trataba de encubrir un secreto que, tal vez, nunca se descubriría. Muchas veces se preguntó ¿para qué me caso con Letizia si está loca y falta bastante tiempo para que herede su fortuna? De alguna forma, se sentía atrapado pero no tenía necesidad de demostrar nada porque su destino era incierto, todavía un cascarón vacío.

 


En medio de la vorágine de voces cadenciosas, de algún Jesús crucificado, del mísero aire de Barbastro y los candiles sacerdotales, Letizia esperaba otro niño. Los licores de Manuela no habían hecho efecto pues toda la familia no quería que ella tuviera más hijos porque pensaban que su mente podría enfermarse por completo. Sin embargo, Letizia se hallaba presa de la alegría. La ropa negra le daba un aspecto pálido de monja oculta en un claustro del siglo XVI.

Manolo estaba contento porque creía que su primogénito traería reposo y allanaría el camino, pero la vida social lo mantenía un tanto alejado de la residencia devastada por la humedad y las lluvias. Su conducta exacerbaba la paciencia de Letizia que, aun en la intimidad y a pesar de los avatares de la rutina, conservaba cierta altanería de mujer rica. Ella no conocía la verdad que él mantenía oculta, quizá, por el resto de su pobre existencia, por eso se abandonaba a la palidez del embarazo; se sentía como Simonetta en un cuadro de Sandro Botticelli: inmortal y bella. Ya no existían los hechizos de Manuela ni los catedráticos ni los misales porque la espera de un bebé borraba el pasado con una pincelada.

Letizia volvería a sentirse útil, con la paz necesaria para cuidar a alguien que la necesitaba y que con su sola presencia le daba energía y una razón para seguir.

Manuela no podía creer que aquella criatura endeble que dio tanto trabajo estuviera sana como para enfrentar las contradicciones, los miedos, todo ese cuadro dantesco de realidades muy evidentes.

De repente, en medio de sus meditaciones, Manuela tuvo que salir corriendo porque su cuartito olía a cáscaras de naranja que se quemaban en un brasero, desparramaban el humo por el ventanuco e inundaban el patio con bendiciones y dádivas.

-Señor, este caldo es mortífero-dijo Manuela ahogada por la falta de aire.

*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.
UNA MUJER REAL

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