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La última mujer (Cap IV. "El palacio flotante"-2da parte)

 


Amy con su esposo Carl en las habitaciones no dejaban de sorprenderse ante el lujo y la soberbia del barco que los abrigaba con la luz sobria de los candiles.

‒El café se llama Parisienne, se encuentra en la cubierta B, al lado del restaurante A la Carte. ¿Podríamos ir un rato?

‒Ya tendremos tiempo para disfrutar. Yo estoy agotado, estos días han sido demasiado agitados con el trabajo y los niños. Mañana.

‒Está bien. Me ocuparé en quitar la ropa de la maleta.

‒¿Es que no puedes quedarte tranquila? ‒le dijo Carl y la abrazó por la cintura.

‒No. Sabes que soy inquieta y me aburro rápido. Espero que no suceda con la estadía en esta nave porque si no me arrojo al océano y me voy a tierra a nado.

‒¡Qué rebelde eres! Pero te amo.

Amy era una mujer independiente para la época que tomaba decisiones sin consultar con nadie. Es que no esperaba nada del entorno y Carl era su remiendo: un hombre pacífico, despreocupado e imperturbable. Por eso, a veces, se peleaban; si bien se complementaban por ser tan diferentes, no podían evitar el choque. Amy era de esas mujeres que todo lo quería rápido y en el momento, por eso no aguardaba respuestas. Le gustaba la aventura y la adrenalina de lo impredecible, pero también el silencio como refugio a las horas para calmar la ansiedad de los vacíos. Ella tenía padres, hijos y esposo.  Sin embargo, sentía deseos de correr tras alguna aventura que le alterara los sentidos y le convirtiera en fuego la sangre.

Carl, fiel a sus convicciones y a su carácter, se parecía a su madre.

‒Tú vas a vivir cien años o más ‒le decía siempre Amy porque al verlo tan tranquilo y despreocupado les estaba dando la razón a los médicos que aconsejaban no alterarse por situaciones sin importancia.

La postal del mar era como un cuento de hadas: la luna congelada y el cielo al amparo de las almas. No existía ni el tedio de la rutina, ni el miedo ni las tristezas, sólo infancia en los ojos, corazón desbocado, bálsamos de abril y de primavera.

Mark Cooper se recostó en aquella cama aterciopelada. Se escuchaba una lejana melodía, como una romanza. Deseaba que algún hechicero suspendiera sus cábalas para ver la paz en la mirada de Rebeca.

“Qué estará haciendo Alan”, pensó.

Lo imaginaba errante por las calles buscando víctimas. Él sabía de las ambiciones de su nieto a quien no pudo encauzar. Se sentía algo responsable porque dejó que Harry, de joven, cumpliera sus caprichos. Sarah lo complacía en todo, era de esas madres que tenían un amor desmedido por el hijo varón y que lo sobreprotegían demasiado. No permitió que creciera y que se golpeara…

La vida es eso… te caes y te levantas cien, mil veces… o más.

Harry vivió siempre entre cristales y cuando Sarah falleció él se sintió tan huérfano que no supo o no pudo manejarse y arrastró a su familia por ese abismo de penas. Amontonó cenizas como Mark.

“Pobre niño con ese padre”, volvió a reflexionar.



Es que no podía desprenderse de su presente. Él era un anciano y seguía ocupándose de sus seres queridos. Siempre había sido el sostén de la familia; con sus egoísmos, se apoyaban sobre sus espaldas. ¿Hasta cuándo? Debía poner un límite; sin embargo, no era capaz de tanto. Los amaba con los defectos que no les permitían ver sus debilidades de viejo. Y tenía que seguir luchando por Rebeca y su salud. Ella lo necesitaba más que nunca. Su esposo le consultaba todo. Es que dar la imagen de persona fuerte era contraproducente. Lo sabía demasiado. Tenía derecho a sentirse mal y a querer un poco de paz, pero el destino lo volvía a colocar en el lugar de los que salían a dar batalla.

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LA ÚLTIMA MUJER
---------------Titanic, La última cena, Mi padre me enseñó, Témpano de hielo, El cariño se gana, Violines del Titanic, Azul noche, La Balsa.


PRESENTE EN LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BUENOS AIRES-2024.

MINISTERIO DE CULTURA DE LA PROVINCIA DE SANTA FE-ARGENTINA

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