Amy
con su esposo Carl en las habitaciones no dejaban de sorprenderse ante el lujo
y la soberbia del barco que los abrigaba con la luz sobria de los candiles.
‒El
café se llama Parisienne, se
encuentra en la cubierta B, al lado del restaurante A la Carte. ¿Podríamos ir un rato?
‒Ya
tendremos tiempo para disfrutar. Yo estoy agotado, estos días han sido
demasiado agitados con el trabajo y los niños. Mañana.
‒Está
bien. Me ocuparé en quitar la ropa de la maleta.
‒¿Es
que no puedes quedarte tranquila? ‒le dijo Carl y la abrazó por la cintura.
‒No.
Sabes que soy inquieta y me aburro rápido. Espero que no suceda con la estadía
en esta nave porque si no me arrojo al océano y me voy a tierra a nado.
‒¡Qué
rebelde eres! Pero te amo.
Amy
era una mujer independiente para la época que tomaba decisiones sin consultar
con nadie. Es que no esperaba nada del entorno y Carl era su remiendo: un
hombre pacífico, despreocupado e imperturbable. Por eso, a veces, se peleaban;
si bien se complementaban por ser tan diferentes, no podían evitar el choque.
Amy era de esas mujeres que todo lo quería rápido y en el momento, por eso no
aguardaba respuestas. Le gustaba la aventura y la adrenalina de lo
impredecible, pero también el silencio como refugio a las horas para calmar la
ansiedad de los vacíos. Ella tenía padres, hijos y esposo. Sin embargo, sentía deseos de correr tras
alguna aventura que le alterara los sentidos y le convirtiera en fuego la
sangre.
Carl,
fiel a sus convicciones y a su carácter, se parecía a su madre.
‒Tú
vas a vivir cien años o más ‒le decía siempre Amy porque al verlo tan tranquilo
y despreocupado les estaba dando la razón a los médicos que aconsejaban no
alterarse por situaciones sin importancia.
La
postal del mar era como un cuento de hadas: la luna congelada y el cielo al
amparo de las almas. No existía ni el tedio de la rutina, ni el miedo ni las
tristezas, sólo infancia en los ojos, corazón desbocado, bálsamos de abril y de
primavera.
Mark
Cooper se recostó en aquella cama aterciopelada. Se escuchaba una lejana
melodía, como una romanza. Deseaba que algún hechicero suspendiera sus cábalas
para ver la paz en la mirada de Rebeca.
“Qué
estará haciendo Alan”, pensó.
Lo
imaginaba errante por las calles buscando víctimas. Él sabía de las ambiciones
de su nieto a quien no pudo encauzar. Se sentía algo responsable porque dejó
que Harry, de joven, cumpliera sus caprichos. Sarah lo complacía en todo, era
de esas madres que tenían un amor desmedido por el hijo varón y que lo
sobreprotegían demasiado. No permitió que creciera y que se golpeara…
La vida es eso… te caes y
te levantas cien, mil veces… o más.
Harry vivió siempre entre cristales y cuando
Sarah falleció él se sintió tan huérfano que no supo o no pudo manejarse y
arrastró a su familia por ese abismo de penas. Amontonó cenizas como Mark.
“Pobre
niño con ese padre”, volvió a reflexionar.
Es
que no podía desprenderse de su presente. Él era un anciano y seguía ocupándose
de sus seres queridos. Siempre había sido el sostén de la familia; con sus
egoísmos, se apoyaban sobre sus espaldas. ¿Hasta cuándo? Debía poner un límite;
sin embargo, no era capaz de tanto. Los amaba con los defectos que no les
permitían ver sus debilidades de viejo. Y tenía que seguir luchando por Rebeca
y su salud. Ella lo necesitaba más que nunca. Su esposo le consultaba todo. Es
que dar la imagen de persona fuerte era contraproducente. Lo sabía demasiado.
Tenía derecho a sentirse mal y a querer un poco de paz, pero el destino lo volvía
a colocar en el lugar de los que salían a dar batalla.
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