En ese preciso instante, entró doña Emma a dar su drástica sentencia. Nada le despertaba la conciencia; el tiempo se acortaba y ella estaba dispuesta a salvar las apariencias.
‒Vete,
Remedios, que tengo que hablar con mi hija.
‒Sí,
sí…
‒Pienso
que la soledad es un martirio para ti ‒dijo doña Emma decidida a darle un golpe
letal a Felicitas quien la miraba incrédula‒. He pensado que lo mejor sería que
te cases con Raúl; los he visto muy amigos y sé que simpatizas con él. Me gusta
su familia, son personas discretas y de buena posición económica.
‒¡Qué
dice! ¡No puede manejar mi vida, creía que se había olvidado de eso! ¡No tiene
corazón!
‒¡Te
casarás! ‒dijo nuevamente doña Emma. Se levantó y se fue…
Aquella
noche, Felicitas no pudo dormir. Sentía la garganta oprimida por la congoja; se
levantó y abrió la ventana. El cielo aparecía poblado de estrellas mientras se
escuchaba ladrar a los perros en la lejanía. Antonio volvió la cabeza hacia la
ventana de ella y sintió que toda su vida estaba concentrada en la luz. Comenzó
a tocar la guitarra. Felicitas lo escuchó y las lágrimas le brotaron de sus
ojos. Necesitaba buscar refugio pero cerró bruscamente los postigones de madera
y se hundió en las sábanas con un grito silencioso y desesperado. No sabía nada
del amor aunque le diera consejos a Remedios.
El
campo estaba desierto y Antonio solamente escuchaba a su alrededor el chirriar
de las ramas añosas de unos árboles que habían quedado heridas tras alguna
borrasca. Él era parte de ese suelo donde descansaban los huesos de Cruz, una
madre callada por deber y obligada por los formalismos.
‒Deja
de mirar señoritas finas ‒seguro le hubiera dicho.
Pero
Antonio no hacía otra cosa que imaginar el perfil sereno de Felicitas a plena
luz bajo el óvalo de su capota, cuyos desvaídos lazos parecían hojas de caña.
Sus ojos, de arqueadas cejas, miraban de frente como quien no tiene nada que
ocultar. Sin embargo, ella vivía atormentada por desórdenes emocionales y por
los convencionalismos sociales.
Una ráfaga de aire, que penetró por la ventana, arrolló el tapete de la mesa. Doña Emma no hablaba y Felicitas y sus hermanos se limitaban a mirarse mientras tomaban el desayuno.
‒Se
viene la primavera‒dijo Atilio‒. Ya falta poco para levantar el trigo.
‒Llegó
Raúl Neder ‒comentó Bernardino con un gesto de desconcierto.
Felicitas
se levantó de la mesa y se fue rumbo a su cuarto rápidamente.
‒Niña,
ven acá ‒gritó doña Emma y le hizo señas a sus hijos para que se retiraran a sus
ocupaciones. Quería dejarlos solos. Felicitas, traída a empujones por Remedios,
se quedó parada en el último escalón con lágrimas en los ojos.
‒¿Qué
le ocurre?
‒Nada.
‒Usted
es tan bella. Me llega al alma, a un lugar elevadísimo, sólido e inmaculado. Yo
la necesito a usted para vivir, deseo sus ojos, su voz, su pensamiento. Quiero,
con su permiso, proponerle matrimonio.
Raúl
alargó el brazo queriéndola tomar de la cintura. Felicitas trataba de
desprenderse con débil esfuerzo, pero él la retenía. La arrastró más lejos, al
borde del estanque, cuya superficie aparecía cubierta por plantas acuáticas.
Los nenúfares se mantenían inmóviles entre los juncos.
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