Doña
Emma no la miró y se dirigió al rancho del capataz. Cruzó la alambrera
rompiéndose la falda. Estaba furiosa.
Antonio,
cansado de las disputas domésticas, estaba armando un aparato para podar
árboles cuando la patrona de la estancia entró a la cocina.
‒¡Cómo
te atreves a tocar a mi hija!
Él
se asustó de aquella visita intempestiva y le respondió con respeto como lo
hacía siempre a pesar de los atropellos de doña Emma y su rara manera de
comunicarse con sus empleados de confianza.
‒Yo
la traje del bosque. Estaba cerca del río; no sé qué hacía allí realmente.
‒Insinúas
que se iba a suicidar.
‒No
sé. Lloraba y no quería volver a la casa. Yo solamente la convencí para
regresar. Eso es todo.
‒Cuídate
de mí ‒le contestó tratando de amenazar al capataz que ya no le importaba nada
de todos ellos.
Felicitas
avanzaba, sostenida por Remedios, ceñida la frente por la corona de azahar y
pálida como el blanco raso de su vestido. Doña Emma recordó el día de su boda
con Emilio. Se veía entre los trigos cuando se dirigía a la iglesia. Estaba
alegre. Ahora no pensaba en el abismo de Felicitas y sus súplicas. Era una
mujer mezquina y perturbada. Parecía estar en perpetua venganza contra alguien;
esos fantasmas interiores que la torturaban desde tiempos inmemoriales: cólera,
celos, miedos, alejamientos, secretos…
Jeremías,
el criado negro, se retorcía de angustia al ver a la niña tan mal. No entendía
el porqué de la situación y Antonio desde los ventanales, con lágrimas de impotencia,
se estremecía de angustia.
Felicitas
se desmayó y hubo que llamar al médico. Hermetismo total. Se suspendió la
prueba del vestido de novia y doña Lucía tuvo que partir para el pueblo. La
llevó Bernardino en el auto.
‒Perdone
tantas molestias. No volverá a suceder.
‒No
se preocupe ‒dijo la modista‒. Suele ocurrir este tipo de cosas cuando las jóvenes
están cerca de la boda.
Raúl
Neder había venido a la estancia a ultimar detalles porque faltaban tres días
para el casamiento.
‒Estoy
preocupado por mi hermana ‒dijo Bernardino cuando lo vio llegar tan contento y
ajeno a lo que, en realidad, estaba sucediendo.
‒¿Qué
le ocurre?
‒Se
volvió a desmayar. Está pálida y rara. Yo no quiero que Felicitas sufra y veo
que esta boda no le hace nada bien. Temo que se enferme de verdad.
‒No
sé qué decir. La fecha está próxima. Tú sabes, un hombre como yo no quiere
hacer el ridículo frente a la sociedad.
‒¡Al
diablo con la gente! ‒gritó Bernardino‒. Te estoy hablando de la salud de mi
hermana. No hay nada más lamentable que arrastrar culpas. Si el dolor de
Felicitas pudiera beneficiar a alguien, la idea del sacrificio tendría
consuelo. Igual sería inadmisible.
‒Beneficia
a tu madre ‒dijo Raúl.
‒¡Y
a ti!
‒No,
yo no quiero obligar a nadie a hacer lo que no puede por falta de amor o por
otra cosa.
‒Pobre
hermana. Parece obligada a una santa misión.
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