‒Vamos
a hablar de lo que importa.
La
desconfianza de doña Emma no se disipaba con palabras dulces y desvíos de
temas. Felicitas no podía escapar de sus tediosas preguntas porque su madre era
una mujer que imponía su carácter. Nada la alejaba de su meta; era de decir
frases escabrosas, irónicas e intensas.
‒Madre,
estoy débil.
‒Nada
de eso. Necesito saber qué pasó exactamente cuando ese hombre te llevó a su
casa.
‒Ya
le conté que no recuerdo nada. Estaba desmayada y cuando desperté no sabía mi
nombre, luego me dormí en un sillón.
‒¿Y
él qué hizo?
‒Cómo
voy a saberlo si me dormí‒respondió Felicitas mirando de reojo a Remedios en
complicidad.
‒¿Y
el perdón que necesitas?
‒¿Perdón?
‒¡Basta! ‒contestó
doña Emma enojada. Me están volviendo loca entre las dos. Cuidado Remedios que
puedo llegar a ser despiadada contigo. Te estás tomando demasiadas confianzas.
‒Es
que, doña, yo quiero el bien de todos.
‒Tú
eres una encubridora, pero ya me ocuparé de ti. Ahora me tengo que ir al pueblo
a la misa de las seis con mi prima Lucrecia. Después seguiremos hablando.
Felicitas
palideció y volvió a sumergirse en la profundidad de sus pensamientos. Allí,
acurrucada e inmóvil, le preguntó a Remedios:
‒¿Y
Antonio?
‒Por
ahí nomás.
‒Pasa
algo con él.
‒Nada,
niña. Usted tiene razón, él debe querer a otra mujer y yo, como una tonta, me
hago ilusiones.
‒Yo
te dije, Remedios. Igual, él no está casado. A mí me parece que tienes que
luchar por lo que sientes.
‒Y
usted, ¿por quién va a luchar?
‒Por
nadie ‒dijo Felicitas con tristeza y luego añadió‒, por el perdón.
‒Eso
solamente usted lo sabe.
‒Creo
que no, Remedios. El que lo sabe es Mariano Pelayo.
‒¿Qué?‒dijo
la criada con una expresión de desconcierto que la dejó amarrada a la punta de
la silla, sin valor, con las ideas reducidas a despojos.
Vestida de terciopelos, con mangas amplias, doña Emma se sintió envuelta como en una brisa, por un murmullo de palabras. Dejó en el armario sus papeles de dibujo y bordado y revivió un poco el fuego antes de partir hacia la iglesia.
‒El
auto está listo ‒dijo Jeremías.
Cuánta
era su tristeza los domingos por la tarde. Hundida en un extraño sopor,
escuchaba el revuelo de las hojas. Por los tejados se deslizaban los gatos que
buscaban el último rayo de sol. El viento, en la carretera, arrastraba nubes de
polvo. En la llanura ladraba a veces algún perro vagabundo y las campanadas
proseguían con su repique que se perdía en la soledad del campo.
Su
prima Lucrecia era callada y no le interesaban los chismes del pueblo. Doña
Emma tampoco tenía ganas de hablar.
El
invierno era demasiado frío ese año. Todas las mañanas aparecían cubiertos de
escarcha los cristales y la luz, a través de los esmerilados vidrios, se
conservaba leve y sutil durante todo el día. A las cuatro de la tarde, ya era
preciso encender los candiles de aceite.
‒Hasta
el domingo.
‒Buena
semana, prima ‒le contestó Lucrecia.
Frente
a la iglesia, en la puerta de un cafetín, Mariano Pelayo estaba hostigando a
una señorita. Aquel hombre de rostro curtido y negras patillas a doña Emma le
daba miedo. Hubiera cruzado la calle y le hubiera dicho unas cuantas verdades
que mantenía ocultas pero mejor era no polemizar con una persona tan frívola.
Ella lo miró con los ojos llenos de cólera y él con su sonrisa despectiva la
descolocó por completo.
‒¡Bravo! ‒gritó
doña Emma fuera de sí.
‒Hipócrita.
Va a la iglesia a besar reliquias. A Dios se lo puede honrar de igual manera en
un bosque, en el campo, o como los antiguos contemplando el cielo.
‒Vamos,
Jeremías. ¡Qué hombre tan despreciable y ridículo!
Pelayo
se quedó mirándola de lejos con una sonrisa de ironía en sus labios; estaba
rodeado de perros perdidos que olfateaban, con recelo, sus botas negras.
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