Felicitas
se levantó sin saber qué hacer; nunca había tenido que cambiarse sola de ropa,
ni ordenar sus cosas, ni encender una vela. Todo le daba trabajo y tristeza. Un
desgano que no tenía explicación lógica pero que le partía la cabeza. Se sentía
anestesiada y detenida en el tiempo. No podía reaccionar.
“Qué
le estará diciendo a mi madre ese médico”, pensó.
No
le importaba Raúl Neder; sin embargo, era necesario que buscara fuerzas para
defender sus ideas y sentimientos frente a lo impredecible. Sacó del armario
una antigua caja de bizcochos de Reims, en la que tenía la costumbre de guardar
las cartas, y al abrirla se escapó un olor a humedad y rosas marchitas. En el
fondo oculto entre los papeles de su madre, que nunca había mirado, había un
objeto, una miniatura; parecía ser un colgante indígena pintado a mano. Estaba
entre el revoltijo, mezclado con un antifaz, horquillas, mechones de pelo y un
papel amarillo que decía con una letra de infante: “nunca te olvidaré”. Nada
más.
“Qué
mal que escribía papá”, pensó Felicitas al instante.
Se
levantó y se apoyó en el alféizar del ventanuco; pensaba en sus problemas y en
cómo solucionarlos. En cualquier momento llegaría su madre con el
interrogatorio de todos los días. Veía a Antonio que la rodeaba con sus brazos
y los latidos de su corazón aumentaban y le golpeaban el pecho. Miraba a su
alrededor y deseaba que la tierra se hundiera a sus pies. El desconcierto era
total. Se sentía mal físicamente y eso le impedía, como siempre, salir
corriendo en busca del aire que le faltaba para poder respirar. El resplandor
empujaba al abismo el peso de su cuerpo. Le parecía que el piso de su cuarto se
elevaba a lo largo de los muros como un buque que oscila en el mar. Felicitas
se mantenía en el borde, suspendida. El cielo la envolvía, no tenía otra
alternativa que dejarse caer.
‒Te
casarás con Raúl Neder. Tenemos que fijar la fecha, comprar el traje de novia y
el ajuar ‒dijo doña Emma cuando entró a la habitación.
Felicitas
la miró con tristeza y se dejó caer en un sillón. Permanecía tendida con los
ojos cerrados y las manos crispadas; estaba inmóvil y pálida como una figura de
cera.
Su
madre la miraba desde el fondo de la alcoba con soberbia pero, al mismo tiempo,
con desconcierto.
‒Si
me obliga a casar me mato ‒dijo Felicitas por lo bajo.
‒Niña,
por Dios, cómo le hablas así a tu madre.
‒Usted
no me respeta. No me casaré con nadie.
‒¿Por
qué? Que yo sepa simpatizabas con Raúl Neder. Yo los vi hablando más de una
vez.
‒Sí
pero eso no significa nada.
‒¿Y
Antonio?
‒Con
él es diferente.
‒¡El
colmo! Eso sí que no lo voy a permitir. ¡Enamorada del capataz! Un absurdo
total. No puede ser.
‒No
estoy enamorada.
‒¡Me mientes! Tenemos que apurar el casamiento con Neder. Esto ya no da para más ‒dijo doña Emma que estaba a punto del colapso‒. Voy a llamar al cura para que hable contigo.
‒Madre,
ya no sabe a quién recurrir para poder cumplir sus impulsos irracionales, su
falta de consideración y de sentimientos. Déjeme en paz, quiere.
‒No.
Se hará lo que yo diga‒contestó y salió del cuarto turbada por la impertinencia
de Felicitas.
Bernardino
y Atilio estaban preocupados por su hermana y también por su madre que la
acorralaba tanto. No entendían su obsesiva manera de querer manejarle la vida.
Ningún pretexto era válido.
‒¡Se
tiene que casar! ‒dijo en la sala frente a todos.
‒¿Por
qué, madre? ‒contestó Bernardino con melancolía.
‒No
preguntes que yo sé lo que digo, no soy una loca. Estoy cansada del oprobio. No
quiero desvergonzadas en mi familia. Ya bastante tuve que padecer en la vida.
‒Qué
le ha pasado que no puede escuchar ni comprender las necesidades humanas, los
sentimientos ajenos y el dolor.
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