IV
“EL PALACIO FLOTANTE”
Atlántico Norte, abril de 1912
‒¡Mira…mira! ‒gritaba Amy a Rebeca cuando vio la majestuosa escalera imperial que presidia la entrada, el recibidor de la cubierta A.
La parte alta de la escalera estaba rematada por una cúpula de cristal por donde entraba la luz natural. Las columnas eran de roble talladas con querubines de bronce en forma de lámparas.
‒No puedo creer tanta belleza. Es grandioso ‒comentó Rebeca entusiasmada como una niña.
‒Bueno… compostura. Hay demasiada gente importante en este lugar. Un poco de cordura, parecen criaturas en un paseo de juegos ‒las retó Wilson.
‒¿Es que no comprendes? La nave es bellísima. Me siento tan feliz de haber aceptado venir. Seguro que la estadía me hará olvidar mi dolencia y después habré ganado salud.
Mark la miró con tristeza después de escuchar sus palabras. Él no estaba convencido y tampoco creía que había sido buena la idea de subir a una nave recién construida, sin experiencia en el mar. Sólo esperaba que el capitán Edward Smith le diera la certeza de que todo estaba bien con la objetividad de un marinero avezado.
Los pasajeros fueron acompañados a sus habitaciones: camas de hierro blanco con baldaquino, mesa y lámparas de primera calidad, sillas tapizadas y revestimiento barroco. Iluminaban de manera sutil los aposentos, apliques en la pared en forma de tulipas de bronce.
‒Es tan hermoso que mi cabeza da vueltas y vueltas ‒dijo Rebeca a Wilson mientras trataba de sacar algo de ropa del equipaje. Mira… no he traído nada y las mujeres son tan elegantes.
‒Bueno, eso es secundario.
‒Ay… los hombres son todos iguales. No comprenderán a la mujer que quiere estar bella y elegante para sí misma y luego para los demás. Es necesario tener la autoestima alta para poder hacer feliz al otro. ¿Comprendes? No, no entiendes. Eres básico, te arreglas con un sombrero y un traje más o menos presentable.
‒Querida, no reniegues por tonterías. Vinimos acá a divertirnos.
‒Bueno, yo no sé si pueda…
‒¿En qué quedamos? ¿No dijiste que era la experiencia más maravillosa de tu vida?
–Sí, Wilson. Un poco para aturdirme, no soy tonta. Tú sabes bien.
Rebeca entendía que no podía librarse del pensamiento negativo y de las conjeturas. Estaba en riesgo pero tenía la convicción de que, luego de la travesía, los médicos de su padre, que eran los mejores de Inglaterra, iban a sacarla adelante y que el tormento quedaría atrás.
‒Tiene que pensar en positivo. Nada de disgustos y de malos ratos. Su entorno debe ayudar ‒le habían dicho en una consulta y también habían aprobado el viaje como una forma de terapia.
‒Olvidemos un poco estas cosas, ya tendremos tiempo de hacer balances y diagnósticos. ¿Y papá?
‒Debe estar en su habitación ‒respondió Wilson ocupado en explorar sus rincones.
‒Voy a verlo.
Rebeca caminó por un pasillo angosto y elegante lleno de puertas y luz tenue.
-¡Capellán!
‒Querida…¿Cómo te sientes?
‒Bien, no te preocupes. ¿Cómo está usted? ¿Le gusta? Porque si no está cómodo le busca otro cuarto ya mismo.
-No. Es muy lindo el que me tocó. Tú ocúpate de ti, ¿sí?
‒Papá, estoy tan feliz. Sólo me haría falta algo que no se compra ni con todo el oro del mundo.
-¿Qué? ‒preguntó Mark con miedo.
‒Un hijo ‒exclamó Rebeca con cierta melancolía.
‒Ya vendrán, primero debes curarte. Eres tan joven y tienes que pensar en ti y en estar bien. Para eso hemos venido, para mirarte.
‒Gracias, papá, lo sé ‒le dijo y lo abrazó con amor porque sabía el sacrificio que hacía Mark para estar allí acompañándola como cuando era niña y la llenaba de juguetes para que no llorara porque él se tenía que ir por varios días de viaje de negocios.
‒Sigues siendo niña para mí.
‒La nena ‒respondió Rebeca sonriendo‒. Dime… ¿Y esa valija?
Después de tantos años había descubierto al baúl de su padre, el que llevaba a todos lados y que el mundo ignoraba, menos Alan Cooper, su nieto.
‒No te desveles, es algo que cuido, un tesoro, y por eso lo traigo conmigo. No lo abandono nunca. Algún día, cuando ya no esté en esta tierra, ustedes decidirán por mí.
‒¡Qué misterioso eres! No importa, quiero que sean dichoso.
‒Yo también, hijita. Ahora ve a dormir un poco que el día fue muy largo. Estoy agotado.
-Buenas noches.
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