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Buenas y Santas... (Cap 7. Antonio, el capataz-4ta parte)

 


La joven se agachó para recoger un puñado de musgo y lo estrujó como una esponja. El agua le bajó por el brazo y le mojó el vestido. De pronto, se dio cuenta de que su abuelo la hubiera comprendido y sintió un vacío porque sabía demasiado de ausencias.

Cambió de dirección y fue hacia el río a través de un bosque cercano. En un claro se arrodilló y apoyó las palmas de las manos en la tierra húmeda.

“El abuelo me dijo que si alguna vez me sentía sola me internara en el bosque despacio para meditar porque allí nadie me encontraría”, pensó.

Estaba empapada. La llovizna la obligó a entornar los ojos. Los árboles se elevaban a 30 m por encima de su cabeza.

“¿Cómo podrían crecer tan altos arraigados a esa tierra húmeda entrecruzada por las raíces en descomposición de otros árboles caídos hace mucho tiempo y entre tanta agua?”, pensó.

Felicitas se había olvidado de Raúl Neder, de Antonio y hasta de su madre en ese reducto poblado de helechos y silencio. Se sacudió de las manos trozos de corteza y se puso de pie. Quería esconder sus huellas. Arrastrando la carga de su ropa mojada, siguió hasta el río que, con su imponente caudal, estallaba en el lomo de una roca y entre los troncos sumergidos.

‒No hay tiempo para detenerse ‒dijo.

De cara al viento junto al río, comenzó a temblar. Evocó la casa abrigada y una taza de té caliente pero también las duras e irreflexivas palabras de su madre. Estaba por cometer una locura. Retrocedió. Volvió a recorrer el bosque hacia el Norte y llegó al prado que se extendía cerca de La Candelaria. Miró el manto pardo y verdoso, enmarañado por el viento, azotado por la lluvia, con hojas de arce esparcidas y perforadas por los tallos rotos de los cardos. La lluvia le mojaba el rostro. Tenía frío. Recordó nuevamente a su abuelo que solía orar en la barranca del río como si estuviera en el banco de la iglesia. Se quedaba allí, con las manos en los bolsillos, contemplando las aguas y viendo nacer el sol cuando empezaba a trazar su arco sobre la tierra.

‒¡Señorita! ‒escuchó de repente.

Antonio venía con su caballo bajo la lluvia despacio en su busca. Ella, al escucharlo, comenzó a correr pero se cayó en el lodo y allí se quedó sepultada mientras el capataz la ayudaba a ponerse de pie.

‒¿Por qué hace esas cosas? Nos mortifica a todos.

‒Y en mí… ¿quién piensa?

‒Yo ‒contestó Antonio con timidez.

Ambos se quedaron mirándose a los ojos con ternura y en silencio.

“Qué bella es”, pensó el capataz.

‒Vamos suba al caballo que la llevo para la casa.

‒No, me voy caminando.

‒Caprichosa es usted. Mire cómo está toda embarrada. No puede dar un paso.


Doña Emma, desde las galerías, los vio llegar. Estaban empapados y llenos de lodo. La lluvia había hecho estragos en esos cuerpos tormentosos. La imprudencia de Antonio era mucha y eso lo exponía al repudio de la dueña de casa, pero Emma sabía, en el fondo, que no podía odiarlo. Jeremías se tapaba los ojos para no ver. Imaginaba el griterío dentro de la estancia, los reproches y el llanto. Un infierno. Nada de eso ocurrió ese día.

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BUENAS Y SANTAS...
Los hijos olvidados.
---------------------Emma, el vagabundo y la millonaria, el río de las congojas, la rebeldía de pensar, viejo mundo, hijos de ayer, santa bohemia.

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