La
joven se agachó para recoger un puñado de musgo y lo estrujó como una esponja.
El agua le bajó por el brazo y le mojó el vestido. De pronto, se dio cuenta de
que su abuelo la hubiera comprendido y sintió un vacío porque sabía demasiado
de ausencias.
Cambió
de dirección y fue hacia el río a través de un bosque cercano. En un claro se
arrodilló y apoyó las palmas de las manos en la tierra húmeda.
“El
abuelo me dijo que si alguna vez me sentía sola me internara en el bosque
despacio para meditar porque allí nadie me encontraría”, pensó.
Estaba
empapada. La llovizna la obligó a entornar los ojos. Los árboles se elevaban a
30 m por encima de su cabeza.
“¿Cómo
podrían crecer tan altos arraigados a esa tierra húmeda entrecruzada por las
raíces en descomposición de otros árboles caídos hace mucho tiempo y entre
tanta agua?”, pensó.
Felicitas
se había olvidado de Raúl Neder, de Antonio y hasta de su madre en ese reducto
poblado de helechos y silencio. Se sacudió de las manos trozos de corteza y se
puso de pie. Quería esconder sus huellas. Arrastrando la carga de su ropa
mojada, siguió hasta el río que, con su imponente caudal, estallaba en el lomo
de una roca y entre los troncos sumergidos.
‒No
hay tiempo para detenerse ‒dijo.
De
cara al viento junto al río, comenzó a temblar. Evocó la casa abrigada y una
taza de té caliente pero también las duras e irreflexivas palabras de su madre.
Estaba por cometer una locura. Retrocedió. Volvió a recorrer el bosque hacia el
Norte y llegó al prado que se extendía cerca de La Candelaria. Miró el manto
pardo y verdoso, enmarañado por el viento, azotado por la lluvia, con hojas de
arce esparcidas y perforadas por los tallos rotos de los cardos. La lluvia le
mojaba el rostro. Tenía frío. Recordó nuevamente a su abuelo que solía orar en
la barranca del río como si estuviera en el banco de la iglesia. Se quedaba
allí, con las manos en los bolsillos, contemplando las aguas y viendo nacer el
sol cuando empezaba a trazar su arco sobre la tierra.
‒¡Señorita! ‒escuchó
de repente.
Antonio
venía con su caballo bajo la lluvia despacio en su busca. Ella, al escucharlo,
comenzó a correr pero se cayó en el lodo y allí se quedó sepultada mientras el
capataz la ayudaba a ponerse de pie.
‒¿Por
qué hace esas cosas? Nos mortifica a todos.
‒Y
en mí… ¿quién piensa?
‒Yo ‒contestó
Antonio con timidez.
Ambos
se quedaron mirándose a los ojos con ternura y en silencio.
“Qué
bella es”, pensó el capataz.
‒Vamos
suba al caballo que la llevo para la casa.
‒No,
me voy caminando.
‒Caprichosa es usted. Mire cómo está toda embarrada. No puede dar un paso.
Doña
Emma, desde las galerías, los vio llegar. Estaban empapados y llenos de lodo.
La lluvia había hecho estragos en esos cuerpos tormentosos. La imprudencia de
Antonio era mucha y eso lo exponía al repudio de la dueña de casa, pero Emma
sabía, en el fondo, que no podía odiarlo. Jeremías se tapaba los ojos para no
ver. Imaginaba el griterío dentro de la estancia, los reproches y el llanto. Un
infierno. Nada de eso ocurrió ese día.
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