‒Yo
me entiendo. Felicitas es tan inocente.
‒Bueno,
doña Emma. Cualquier cosa me avisa con Jeremías o con Gabino, el administrador.
Yo voy a estar en mi estancia preparando la tierra con los peones.
‒Por
supuesto y recuerde lo que le pregunté sobre el casamiento. No se olvide que
para mí ese tema es prioridad.
‒Sí,
claro.
Raúl
Neder se fue nervioso, algo le decía que ese plan no le gustaba nada y que algo
turbio existía en aquella propuesta. Pensaba en Felicitas y su belleza y se
desmoronaban las dudas. Todo parecía tan lejano.
En
la cocina que miraba al campo abierto se veía el hogar donde humeaba la leña y
la olla hervía a borbotones. El cierzo corría por la tierra fértil llevando
blancos torbellinos que alborotaban los refugios y las aves.
Mariano
Pelayo se acurrucó en torno al fuego. Miró el horizonte cual si oyera pasos
sobre los pastos secos por la escarcha. Él quería dar batalla porque se sentía
raro como si hubiera cometido un delito. Golpearon las manos. Mariano se estremeció.
‒Buenas‒se
escuchó del otro lado de la tranquera que tenía una rueda giratoria.
Era
Raúl Neder que, preso de sus interrogantes, venía a conocer a una persona
misteriosa, inventada, tal vez, por doña Emma.
‒¿Quién
es usted?‒dijo Mariano con preocupación y soberbia.
‒Soy
de la estancia de los Neder y amigo de Felicitas Sagnier. Ella desapareció en
estos días y la familia está inquieta y desconcertada.
‒Ellos
saben lo que pasó; yo ya, en persona, les conté todo.
‒No
sé… ‒dijo Raúl como dudando. Miraba a Mariano Pelayo de la cabeza a los pies‒Me
voy a casar con Felicitas.
‒¡Y
a mí qué me cuenta! ‒contestó Mariano furioso‒El amor es destrucción, el mundo
es un destierro y el hombre sombra si se entrega a él. ¿Comprende? Los
enamorados se consumen en la misma fuerza de ese sentimiento porque la realidad
de la existencia humana es el dolor.
‒¿Por
qué se enoja tanto? Para mí está equivocado o algo le ocurrió en la vida que lo
desilusionó de ese modo.
‒A
usted no le importa. ¿A qué vino? ¿A decirme que se casa? ¡Qué absurdo!
‒¿Qué
pasó con Felicitas esa noche acá en su casa?
‒Nada‒dijo
Mariano Pelayo mirando para abajo, molesto por tantas preguntas, dolido por un
sentimiento inexplicable que lo perturbaba. Su ojeriza incomprensible era de
temer. Se lo veía malsano y encubridor pero envenenado por las palabras de
Raúl‒. ¿Por qué no se va? ¿Qué espera?
‒Está
bien pero le advierto algo; no quiero verlo cerca de mi prometida.
‒No
conozco a su novia.
‒No
se haga el desentendido porque sabe bien lo que quiero decir…‒contestó Raúl y
se subió al caballo tratando de darle poca importancia a ese personaje. Sin
embargo, Pelayo lo descolocó por completo y él, intentando ser imparcial, se
mostró indiferente para no golpearlo por sus impertinencias.
“El
mundo encierra la inquietud de la vida, la sangre no miente”, pensó Mariano
Pelayo que se sentía acorralado por una verdad que debía ocultar.
Raúl
Neder se fue para su estancia desconcertado. Le había mentido a ese desconocido
con el propósito de sacarle alguna información. Él, seguramente, no se iba a
casar con Felicitas. Ella no lo amaba. Hubiera querido quemarse los labios en
aquel rostro indeleble, sentir su piel deshacerse contra aquel cuerpo abrasador
pero no era posible. Al menos por el momento.
Pelayo
le pareció enfermo, tal vez astuto. No entendía sus reacciones y su selvática manera
de vivir. Parecía tener campos y propiedades; sin embargo, su aspecto deslucido
mostraba cierto abandono. Carecía de modales, pero había salvado a Felicitas de
la intemperie de la noche, del peligro…y ésa era una buena acción. Tal vez, la
desconfianza de doña Emma era aventurada. Lo mejor era esperar a que la
protagonista pudiera contar su historia. Él debía permanecer al margen para no
entorpecer. Era un problema de familia.
La miseria moral y secreta de las adolescentes a doña Emma le molestaba demasiado. Era una obsesión que le maltrataba la vida pero el mismo tiempo le provocaba llanto; una tristeza honda imposible de vaticinar. Seguramente, algo le había pasado o era la pérdida de sus esposos aquello que la afligía tanto.
‒¿El
bisabuelo fue gaucho?‒le preguntó Felicitas con ingenuidad.
‒¿A qué viene ahora esa pregunta tonta? Tenemos que hablar de cosas más importantes que las costumbres de los antepasados. No fue gaucho porque nuestra familia llegó de Europa.
‒Eso
no importa. Dicen que se comenzaron a ver en el siglo XVIII ‒contestó Remedios
quien leía muchos libros‒, cuando en virtud de ordenanzas arbitrarias del
gobierno, los hombres libres y pobres optaron por ir a vivir al campo en una
existencia nómada y trashumante, renunciando a la propiedad, a la existencia
ordenada, al hogar, al amor permanente. Primero fueron pastores y luego
agricultores. Vivían en la indigencia sin afincarse por interés al suelo;
tenían tropillas y a veces ovejas y cuando realmente lo necesitaban los
contrataban para empleados en las estancias. Casi todos eran criollos y muy
pocos mestizos.
‒¡Tengo
razón o no! ‒dijo doña Emma.
‒¿Y
entonces Zoilo Mansilla qué era? ‒preguntó Felicitas.
‒Gaucho.
‒Iba
vestido de gaucho que es otra cosa‒contestó rápidamente doña Emma.
Felicitas
y Remedios estaban tratando de entretenerla para que no preguntase nada más
sobre la desaparición, los detalles de la caída del caballo y sobre el
insufrible de Pelayo.
‒Vamos
a hablar de lo que importa.
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