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La abuela francesa (Melanie y Rodolfo 4ta parte)

 


Al llegar a él, en un arrebato lo sacudió una y otra vez pero el pecho no respondió a los golpes. Quizá fue una trombosis o una embolia procedente de otra parte del organismo.

El galán que adornó sus versos y que idolatró cada acto de su imponente carácter, había muerto. No supo qué hacer, ella que siempre resolvía todo estaba ahora desorientada; quería dar órdenes y lo único que hacía era mirar la cara negra de Nicolás que la observaba, tieso y asustado.

La exequias se realizaron al día siguiente.

Francisca lloró el fallecimiento de su yerno y sumó una angustia más a su alma. El suelo, que bajo su manto rústico, lo vio combatir por los principios le daba la bienvenida al edén para guardarlo en el claustro eterno. La devota oración de Melanie y Francisca se dividía por palabras que se entrecruzaban y daban paso a un estrepitoso lamento que iba más allá de las profundidades.

‒Dad, oh Dios mío, el descanso necesario a mi cuerpo. Os suplico me bendigáis desde el cielo y me guardéis esta  noche de todo mal. Velad vos mismo por mí, sed mi luz en medio de las tinieblas‒rezaron las dos juntas, a coro y en voz alta mientras leían una estampa que parecía un papiro.


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Rodolfo Chabot y Juan José Bourdet se fueron con el siglo llevando sus ilustres apellidos, sin saber que no volverían a sentir el aire fronterizo, ni a escuchar el chirriar de las cigarras o el ladrido de sus guardianes.

Todo se terminaba allí, en el preciso instante en que la maraña de sensaciones lo llenaba todo de temblores, donde el reloj detenía sus agujas y se quedaba callado para luego iniciar su marcha lenta hacia las estrellas.

Dos hombres se marcharon sin conocer a una generación que posteriormente podría romperse en pedazos ante el enigma de la vida, sin entender el porqué y el cómo de ese hado maquiavélico.

La estancia quedó desierta con la ancianidad que dejan los dolores; parecía cavilar despacio mientras el molino daba vueltas como una esfera que marcaba los vértices del poncho en esa llanura a veces escabrosa.

Por algún recodo con humo y olor a huerta, Melanie lloraba sus penas para ocultarse de los niños y poder estar sana en cuerpo y alma. Es que, a pesar de tener muchos hermanos, se sentía muy sola pero sabía que tendría que andar a paso firme por un arduo camino.

Doña Francisca, desde su casa, lamentaba la suerte de su hija y duplicaba la pena de los que la rodeaban. Quería reparar la pérdida con ese gemido que se parecía a la queja de un ánima en algún film de suspenso. A Melanie no la ayudaba su descontrol, tampoco la entendía si ella siempre fue un ejemplo de potencia para sobrellevar los castigos y las dificultades de una vida poco normal. Con sus proyectos construyó el hogar y no sólo ayudó a los hijos sino que les dio las reglas de una educación frontal, en donde el amor al trabajo era el apotegma legado por sus padres.


La mole de sabiduría estaba por derrumbarse y eso su amada Melanie no podía soportarlo. La ausencia de apetito, el dolor torácico, la desesperanza y la falta de ánimo se debían a una complicada depresión que quizá tenía su origen en la niñez o en el desarraigo. Francisca terminó por acostumbrarse a la dolencia, se olvidó de cómo eran antes sus gustos y costumbres y ni siquiera intentó salir de esa nube oscura.

 

El paciente depresivo no va en busca del mundo, sino que se siente abrumado por él.

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LA ABUELA FRANCESA
LA LUCHA FEMENINA

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