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El silencioso grito de Manuela (Cap V-tercera parte)





El niño resistía demasiado aunque su cuerpo se sublevaba contra la comida; con el ruido de fondo, el grado de ausencia se agrandaba y le era más difícil poder salir del pozo que lo empujaba a una posición casi letal. Cuando se iba con su padre actuaba de la misma manera, casi autista, y nadie tomaba la responsabilidad de asumir los roles.
Damián vivía en duelo permanente frente a quienes no le enseñaban el rostro de su madre por temor al sufrimiento cuando él ya había llegado casi al último escalón. No sabía pedir ayuda por sus trastornos de la voluntad pero tampoco quería saber porque la realidad estaba ante sus ojos: él no tenía mamá.




El tiempo miraba con apariencia de anciano las vidas de quienes habitaban esa tierra donde las semillas germinaban y devolvían a cada uno su cosecha.

José no pensaba en la soledad y observaba el crepúsculo ambarino sólo para saber el color de sus espigas, la virginidad de las plantas y ver la hojarasca en los terrenos áridos. Nunca se quebraba porque su sangre parecía helada entre las venas, pero lo cierto era que él eternizaba el amor de Letizia; no lo custodiaba ni lo desamparaba solamente lo sumergía en un mutismo de lejana cercanía. Necesitaba de esas alas para aislarse en busca de su yo, aprender de sus raíces y dormirse en la paz de ese linaje en el cual, tal vez, no existían ni Letizia ni sus hijas.

El desamparo del labrador no lo asfixiaba. ¿La vida era tan sólo eso? José era un militante de las apariencias como su suegro Julián; necesitaba dinero para ser feliz y pensaba que los billetes mantenían fieles a las esposas.
“Cuando las mujeres exigen dinero a cambio es porque ya han dejado de amar”.

José inmerso en los cuatro vientos de la llanura aborrascada no prestaba atención a las cuestiones del espíritu porque la quietud lo adormecía bajo el alero colonial de la casa de sus padres. Él era inmaduro igual que Manuela y ya no tenía capacidad de asombro porque la rutina no le dejaba ver lo que en realidad tenía valor. Infranqueable para demostrar afecto creía ser justiciero y sacrificado porque cuando volvía a la casona se mostraba sufrido; era una persona sin opciones, un fugitivo en quien nadie podía depositar sus anhelos, miedos o desdichas porque él estaba necesitando abrazos.
-¿Sigues con el ritual?-le preguntaba Manuela.

José no respondía porque estaba cansado de los enigmas y de los jeroglíficos verbales de su suegra. Él prefería dispersarse hacia la llanura donde veía los sembrados y las plantaciones de naranjas iluminadas por los matices del atardecer. Solamente ése era el mundo que le interesaba aunque en él no aparecían sus hijas a quienes amaba muchísimo, pero la intemperie lo reunía con lo intangible, con la armonía de lo perfecto, lejos del dolor de las ausencias y del temor a la muerte que, como un fantasma enmohecido, vagaba por las habitaciones de la residencia de los suegros.
Desde pequeño, a José le costaba alcanzar al objetivo porque el encuentro con la realidad lo confundía; llegaba a desvirtuar el sentido verdadero de sus aspiraciones. No sabía si vivía dentro de un presente construido por sus padres o fuera de un paraíso que lo excluía por razones que se escapaban a sus dominios. Jamás le gustó el campo.


 Hoy él quería recuperar el tiempo perdido en esa llanura que, aunque en un principio no toleraba, ahora era su caverna, el fuego, el relax, la música, el espacio…
En Barbastro se hallaban Letizia y sus hijas que esperaban la parquedad de su regreso todos los días. José, en realidad, no sabía cuánto las quería porque arrastraba episodios complejos de su niñez y la ambigüedad de situaciones pasivas para tomar decisiones. Envuelta en los vapores de los tulipanes de Rocío, cocinaba el pastel de ave con zanahorias, papas y tapas de hojaldre; Dolores y Laura se colgaban de los brazos de su padre para ahogarlo con cariños dulzones que José devolvía con promesas de regalos y viajes.

Manuela lo miraba desde sus gafas mientras tejía un soquete para Julián y pensaba que ese hombre no existía porque la baratura de su alma lo había devorado. Parecía endiablado y longevo, mudo y analfabeto: un vegetal que no sabía de pasiones pero sí de cobardías.
José era un terrateniente que buscaba el perfeccionamiento de su oficio pero no sabía que se dilataban los momentos: las niñas crecían, Letizia se cansaba de su apatía y de la soledad, Manuela la atosigaba con vaticinios. En medio de tanto parloteo, él se deslucía y se aislaba, hasta parecía desleal por sus deficiencias.



Personajes de novela: Letizia y Encarnación





-Letizia, amor, reza por mí un rosario entero-le decía Manuela cuando tenía que salir a buscar Encarnación que se había escapado tras saltar el murallón de los jardines. La niña huía por los baldíos con una muñeca despedazada en las manos y su deseo de libertad se manifestaba con esa rebeldía que se burlaba de la uniformidad de Manuela.
Rubia como un sol, Encarnación le pegaba cachetazos a su madre que la traía de regreso a la casa arrastrando las piernas en las baldosas de cemento mientras Letizia trataba de empequeñecerse y de pasar inadvertida. Ambas no soportaban la custodia de Manuela pero se rebelaban de manera diferente porque debían aprender a crecer solas; el vuelo indefinido de quien las había criado con tantos cuidados las desorientaba. Una se volvía feroz contra ella y la otra se entregaba a sus acertijos, dilemas y paradojas con la convicción casi febril de huir en el momento que nadie se diera cuenta.
Encarnación y Letizia en eso sí estaban de acuerdo; las dos querían escapar de la protesta infantil de Manuela, de su amor posesivo, del maltrato psicológico, de sus predicciones sobre un futuro desgraciado…
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¿Puede una madre, inmadura, impedir que sus hijas tengan experiencias propias por miedo?

De la novela:


"El silencioso grito de Manuela"

Cuando el miedo detiene el tiempo



No podía pronunciar la palabra TIEMPO.
Se había quedado detenida en los años aquellos, cuando cerraba los ojos a la verdad y la sentía ajena, de otros... No sabía contar las horas de un presente que parecía futuro y que se desdibujaba dejando espacios vacíos. Manuela sólo rezaba. ¿Por qué? 

EL MIEDO agitaba sus alas en derredor de su cabeza para decirle al oído palabras incongruentes que ella misma desconocía, pero que sentía como una amenaza. Se refugiaba, entonces, entre los amuletos para pedir, para suplicar, la presencia de alguien que le diera un poco de paz. Una voz, tal vez... una mirada de madre... el mismo Dios crucificado.

EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA

El silencioso grito de Manuela (Cap V-segunda parte)




-Eres viejo, hombre, rebuznas igual que los burros porque no soportas el paso del tiempo-le decía Manuela desde las habitaciones y a los gritos porque estaba cuidando a su madre, Francisca.
-Dios me perdone; mis pensamientos son procesiones esclavas que no saben de resurrecciones-decía Manuela con un gesto sobrenatural porque no podía creer que Letizia hubiera engendrado dos hijas.

José tras el olfato de sus perros cimarrones era un campesino expuesto a las plagas de langosta; parecía tener un color diferente en su rostro y se confundía, de a ratos, con actitudes primitivas. Recorría los galpones y se recostaba en algún colchón de chala mientras miraba el vacío como si la vida fuera una mujer que no le daba alegría ni pena.

En tiempos de sequía, se martirizaba observando la tierra y los cielos con desesperación; reclamaba lo que era suyo y parecía que no le importaba otra cosa. Le pesaba la sangre de los colonos en el cuerpo, esa masa de huesos magullada por las cruces de Manuela, la rigidez de sus ambiciosos padres y el amor por Letizia que parecía olvidado por los hielos de la escarcha.
Dolores y Laura eran sus obras trabajadas por sus manos agrestes y amadas como espigas de trigo. Ambas eran rubias igual que Rocío y solían colgarse de sus hombros cuando lo veían llegar curtido por la humedad, el polvo y los hongos.


Letizia salía a recibirlo con el alma viuda de tanta espera; intercambiaban algunas palabras bajo el alero y luego con la misma frialdad entraban a la casa para seguir enterrados hasta el hartazgo en el aleteo de las langostas y en la sacra mansedumbre de los ojos de Letizia que yacía a las órdenes de su madre.
Manuela parpadeaba con el candil en un presente que anunciaba batallas, finales y principios o simplemente locura. Añoraba el espectro de los siglos, las piedras del aljibe, los zaguanes, los bosques de tala, los tapetes de terciopelo… Era una esclava que se vendía a un pasado, tal vez, sin peligros con pájaros en jaulas de mimbre y la protección de sentirse joven de verdad con varias madres abrazando su cuerpecito frío.




Damián, el hijo de Encarnación, ya tenía diez años y sufría de anorexia nerviosa. No podía expresar los sentimientos y se refugiaba en los brazos de Manuela como si fuera un bebé que trataba de escapar de una pérdida que lo elevaba al más alto grado de incomunicación. Su madre no existía en sus recuerdos visuales y nadie le hablaba de ella, tampoco él quería preguntar porque sentía que su carga no iba a aliviarse con un estallido de curiosidad.

“Los grados de alexitimia suelen ser diferentes pero existe predisposición a sufrir úlceras, agresividad, problemas cardíacos… “

Damián no quería comer. No poder comunicar sus emociones lo enfermaba a tal punto que parecía un autómata que no percibía el dolor o la alegría, es que no era feliz.
No saber nada sobre la vida de Encarnación le había ocasionado un desequilibrio emocional que requería terapia, recreaciones, y ayuda psicológica. El egoísmo de Manuela y la lasitud de Letizia no les dejaban ver el estrés que el niño acumulaba y la rigidez de su mirada.

Alejandro, su padre, se había casado con otra mujer. La relación era buena pero no existía demasiada confianza porque el tiempo se había detenido y el amor que sentía por Encarna seguía intacto; él solía vestirse con las mismas ropas que su esposa le compraba por aquellos años. Alejandro se hallaba disminuido por el recuerdo de una mirada dichosa. Encarnación estaba viva en su alma y en su cuerpo avejentado que pedía a gritos volver atrás para burlar al destino. Sus remeras desarregladas mostraban las ruinas de su presente y en él se encontraba Damián que arrastraba la falta de entusiasmo, sus obligaciones de colegio y la verdad oculta de saber que no era hijo de la vida sino de un ser vital y caprichoso que agradecía a Dios haber nacido.

El niño era el resultado del aislamiento que Letizia y Manuela le habían impuesto para alejarlo de los bombardeos de una guerra injusta en la que ellas batallaban sin dar explicaciones. Damián era el blanco de sus egoísmos y del deseo de escribir la propia historia de alguien que no les pertenecía.
En el ambiente, no existían confrontaciones porque nadie quería generar discordias por temor a rebeliones. Lo cierto era que muchos de ellos parecían muertos, como Rocío y Encarna, porque no hablaban; en cambio aquellos cuerpos inertes y profanados por las aguas tenían luz propia y parecían agobiar con su intelecto e inocencia, con su vitalidad y transgresión.

Damián recogía la trilogía de palabras con mensajes ambiguos que no alcanzaba a descifrar, entonces se aislaba en el viejo patio donde dormitaban los gatos de Letizia arañando los árboles para jugar pues no cazaban pájaros porque hasta ellos había llegado la tristeza del abandono. El alma de la gata Máxima y sus grillos negros intentaban despertarlos del letargo y motivarlos al alboroto, pero los felinos estaban sordos.
-El reino de los cielos pertenece a los humildes-le decía Manuela a Damián absorto frente a los tulipanes. Él no le contestaba y tampoco la miraba porque a veces sus palabras se parecían a sus vergüenzas.




Personajes de novela: Manolo




    MANOLO FUENTES (Segundo esposo de Letizia, hija de Manuela)

Lejos, se escuchaba el llanto de un niño. Manolo sintió un latido punzante en el corazón porque no se trataba de una criatura sino de un gato. Era un gemido de desconfianza y de abandono. Así aullaba la gata Máxima cuando alguien fallecía en la casa vieja.

Letizia se asomó por la puerta del cuarto vestida de oscuro como siempre, con los hombros vencidos y la aspereza en su mirada. Manolo, al verla, se impresionó mucho porque no quedaba nada de la mujer seductora que él había conocido. Paseó la vista por los inquilinos que, inmóviles, lo observaban con temor a mostrar el aturdimiento.

Ella se veía maternal a pesar de su aspecto pero tremendamente distante; por momentos, parecía una religiosa abandonada al silencio de las abadías y por otros una hechicera, tal vez, un ser aberrante que oficiaba misas negras en una ermita o bajo los montes. 

-Que el señor os guarde-dijo y Manolo dio un paso atrás con deseos de escapar de ese lugar centenario para morir en algún lodazal.
Socorro ya restablecida salió a su encuentro.
-Llévesela, está loca, no la queremos acá…


Manolo no respondía; la noche se acercaba… Sonrió dejando de lado todo formalismo. Avanzó sin hacer ruido entre las plantas cactáceas hacia Letizia. Ella lo miraba pero no lo conocía; a la luz de la vela de cebo, bajo el alero, sintió su perfume. Era incapaz de hablar porque no se acordaba de él y Manolo, con las manos temblorosas, sólo le tenía miedo a esa mujer diferente que lo inquietaba; parecía pérfida pero tranquila.

-¿Cómo está mi madre?-le preguntó.
            (fragmento)

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Manolo Fuentes era un ser ambiguo que se había casado con Letizia para heredar su fortuna; lo cierto, era que para que ocurriese tenía que morir Manuela y Julián y para eso faltaba ... aunque nunca  se sabe. Él, después de un breve tiempo, abandonó a Letizia por otra pareja, pero tenían un hijo: ese niño los unía a pesar de la locura de ella y de la frivolidad de él.

Manuela no lo quería, lo repudiaba por su conducta pueril, pero lo necesitaba porque debía ayudar a encontrar a su hija, insana, que se hallaba perdida. Manolo ya no le importaba nada de esa familia pero lo hacía por su pequeño Antonio que merecía estar cerca de su madre. Letizia ya no era libre.



------------------------------De El silencioso GRITO de MANUELA.


"Siempre imaginé el paraíso como una especie de biblioteca" (J.L.Borges)




Me he convertido en amiga de la lucha.
En ella encuentro refugio, esperanza, fortaleza... y puedo decir que hermandad.

Cada paso es una nueva experiencia y si bien me desilusiono a menudo, me levanto otra vez para continuar mi sueño. Todos tendrían que fijarse metas a corto plazo para encontrar la paz. Eso para mí es la felicidad.

Los pequeños logros se convierten en grandes desafíos.
Yo siempre me pregunto:
¿Para qué escribo tanto? ¿Para quién?.

Y siempre aparece alguien.



Mi libro se encuentra archivado en este sitio--------------

La Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (CONABIP) es un organismo estatal de la República Argentina dependiente de la Ministerio de Cultura de la Presidencia de la Nación Argentina que apoya y fomenta el desarrollo de bibliotecas populares en todo el territorio de la República Argentina.

------------------------Mis aliadas de toda la vida, las bibliotecas: un puente a la cultura.



El silencioso grito de Manuela (Cap V-primera parte)





V



La boda de Letizia con José fue sobria y rápida. Ella lucía un traje con cadera baja y una sobrefalda irregular de puntillas y encajes antiguos. En la cabeza llevaba una capelina con un lazo color rosado, igual que las flores del ramo, que le caía en la espalda. El perfume que se percibía era el Aire Loewe de 1985 cuya frescura lo convirtió en líder de las fragancias femeninas: un bouquet fresco, moderno y joven dado por la combinación de petit-grain, mandarina y limón de Calabria, con suaves toques de gándolo verde y esencia de tagette. Letizia y Manuela lo compraban en la casa Loewe de España.

No hubo fiesta de casamiento; de luna de miel se fueron a Egipto: lugar místico y adorado por los dioses, donde el sacrificio era una costumbre casi un rito. Los incensarios llenos de mirra envolvían con su aroma los palacios y purificaban, desde tiempos pretéritos, el acto del amor. El mirto y el cedro para los ricos, el aceite de sésamo para los pobres. Para Manuela los ungüentos añosos y modernos para alejar los espíritus malignos que acechaban siempre y no conocían distancias.

Letizia había cambiado su vida, se había reinventado con los arrullos de fantasmas a cuestas y el parloteo de cotorra de su suegra que conocía la historia de la familia pero que sólo le importaba el dinero que acumulaba Julián.
José aceptó vivir en la casona de Letizia porque ella extrañaba a Damián y a sus padres. Ese recinto congregado de fieles era solamente un escenario más para la autocompasión.
Letizia, una mujer con rumbo incierto, mendigaba en el fangal con un poco de cordura cuando sus ojos se cruzaban con los de Manuela que arrastraba sus gritos silenciosos en una silla tan vieja como su rostro de abuela joven. Estaba destruida por la lucha y con la necesidad permanente de sentir una espalda para apoyar sus huesos amarillos.

-Tú calla o reza para no enfermar-le decía a Letizia que la observaba a través de sus gafas mientras cosía las medias de su padre.
-Madre no bajes los brazos, el destino maneja los hilos. Con cada desgano mueres un poquito.
-Letizia no puedes engañar a las sombras porque no conoces la tuya. Las ausencias se abisman como trapecistas en las cuerdas flojas. La vida es sólo eso, dormir… ¡Cristo Santo, es que no sabes, niña, ponte el disfraz y sigue tu camino…! Hay que ser necio para creer en la dicha.

Letizia se incorporó sin contestar una sola palabra y se retiró a la cocina a preparar la cena para poder llorar sobre las estampas de Manuela que, en definitiva, no la inquietaban ni le daban valor.
Preparó un salmón rosado con masa Phylo con eneldo y ciboulette para todos, aunque sabía muy bien que a José le gustaban las comidas sencillas. Ella casi no pensaba en él porque su ausencia era tan prolongada que la despojaba del entendimiento y de la realidad, de que llevaba un anillo de bodas.
Damián, casi como hijo propio, se comía los frutos rojos y la jalea de naranjas mientras Manuela observaba sin inmutarse, pero decía de a ratos:
-No eres de nadie pequeño, eres solamente de ti.



Manuela divagaba sin convencimiento y a entera disposición de las leyes divinas porque ya no se sublevaba; había aprendido el difícil arte de la resignación.
Letizia saludó a José que llegaba del campo con la ropa sucia por el polvo de las cosechas y con el decaimiento lógico de largas jornadas a la intemperie. No tenía humor para hablar con su esposa y menos con Manuela; él no sabía que descuidaba el hábito de agradar porque, tal vez, no entendía las reglas del matrimonio.

-Traes oscuridad en la mirada-le dijo Letizia.
-Estoy cansado, tú sabes que no me gusta el campo. ¡No me hables de ese modo porque te pareces a tu madre!-le gritó.
Letizia corrió a su cuarto llorando con su acostumbrada dificultad emocional y la soledad de una vida sin cariño y con demasiadas ataduras. José fue detrás de ella pues estaba arrepentido; la amaba muchísimo pero, a veces, los nervios lo traicionaban por estar aislado de las costumbres urbanas.
Nunca hubiera imaginado los días sin Letizia, a pesar de su estricta educación, de los modales aniñados y de sus humildes logros. Ella era frágil y enfermiza, incapaz de concebir un hijo, y tan miedosa que no tenía secretos, pero algo la diferenciaba de las demás mujeres: podría sobrevivir a todas y cada una de las tragedias y pesadillas. José creía que Letizia moriría a los ciento veinte años pero…


Con intervalo de cinco años, Letizia dio a luz a dos niñas: Dolores y Laura.
José, completamente absorto y con las ideas desordenadas, estaba orgulloso de sus hijas que lo amaban más que a nadie.
-Esto es ilegal-bromeaba el abuelo Julián con las criaturas sobre las rodillas.-Me siento tan joven como si fuera su padre.


La madurez y la experiencia son parte de mi liberación. Alicia Keys



Manuela divagaba porque no podía ocultar el idilio que tenía con su amada hija pero tampoco deseaba cruzar la reja porque sus huesos arrojaban frío. Sabía que en el fondo de la sombra estaba la tempestad, un demonio que no entendía de bendiciones y con quien tenía que luchar hasta dejar la última gota de sangre. Por momentos, creía ser tan omnipotente como Dios pero luego caía en el silencio que da la incertidumbre con su oleada de presagios. Ella era la niña que necesitaba abrigo porque el espejo no tenía cara para enfrentar sus arrugas.


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Manuela llevaba sobre sí la lucha encarnizada con los miedos desde tiempos inmemoriales; cada día era una prueba que tenía que padecer con sus enrarecidas ideas, con las vírgenes y los santos andaluces. Ella jamás creía que estaba a salvo de ser sacrificada aunque su mayor dolor no era su propia muerte sino la de los seres queridos.


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El silencioso grito de Manuela
(solamente en papel)



La madurez y la experiencia son parte de mi liberación. Alicia Keys

Personajes de novela: Socorro Valle





La casa era muy antigua, de dos plantas, con un patio florido rodeado de habitaciones altas, ventanas con enrejados de hierro y cortinas amarillentas tejidas al crochet. Las paredes pintadas con cal resplandecían delante de una fuente cercada por macetas con pensamientos y estampillas. En la terraza, alguna vecina colgaba la ropa que flameaba cual bandera de barco perdida en altamar.

-¡Socorro!-gritó alguien y apareció una mujer de mediana edad, obesa y autoritaria, que parecía ser la dueña de la propiedad.
-“La Nueva” hace una semana que no sale de la pieza. ¿Le habrá pasado algo? ¿Usted que cree?
Socorro no podía pensar en ese momento porque los inquilinos protestaban, la gente tenía hambre y al guiso de lentejas todavía le faltaba cocción.
-Mañana veo-contestó sin importarle la situación.



 Arropada sobre una bolsón de campo y sofocada por el polvo y la locura, Letizia, en el cuarto, permanecía mirando el techo. Sentía frío y esa soledad que viene desde dentro, por las carencias. No sabía cómo había llegado hasta ese sitio ni con qué dinero había pagado el primer mes de alquiler. A diferencia de lo que Manuela creía, su hija estaba viva pero con la salud quebrantada y con una imagen entre distraída y perversa que la transformaba en una persona de cuidado; sin embargo, su abrumadora tristeza la llevaba al abandono total. Ya no se preguntaba qué pasaría en el futuro; ella era un combatiente que mostraba las cicatrices como galardones. En la visión incongruente que tenía con la vida, el tiempo era un cadáver al que le realizarían la autopsia de manera rápida y obligada.

La vecina, de vez en cuando, asomaba su cara por el vidrio a través de la cortina para mirar a “La Nueva” como la llamaba ella.
-Eh… tú.-solía gritarle molesta al ver el cuerpo rígido de Letizia y sus ojos absortos observando el techo. Ella no le contestaba porque no la escuchaba; su mente no hilvanaba frases ni pensamientos coherentes.
-¡Socorro!, parece muerta, llame a la policía.
-Déjame en paz y vete a vender las rifas. No te guardes el dinero porque tu estúpida ignorancia ya la conozco.
Todos gritaban en esa pensión donde convivían mendigos, huérfanos, solteronas y algún vecino inmigrante; quizá eran gente que necesitaba que alguien les contagiara un poco de dignidad, haciéndoles saber que eran seres humanos con nobleza e inteligencia.

Letizia, una mujer rica, había tenido todo lo que una niña podía desear menos alegría y libertad. Sus pensamientos se contenían en la oscuridad de los sentidos con las bendiciones de los santos y la fe absoluta, pero ya no tenía la concepción idealizada de su Dios sino la figura modélica de una realidad que le decía que no servía para mucho despertarse y sentarse a esperar. Ella se veía a sí misma como José, su primer marido, con los ojos nuevos en órbitas viejas, con movimientos torpes en las piernas rotas, llamando a sus criaturas desde la muerte hacia la locura.

Lo más notable de su falta de lucidez era la negación que la impulsaba al abandono y al aislamiento, sola, primitiva, con las ideas quemadas por la ceguera. ¿Qué haría de ahora en más si Manuela y Julián no la encontraban?
De noche no podía apartar la vista de las estrellas porque pensaba que su cuerpo se hallaba en los dos sitios. Se colocaba un sombrero de fieltro de alas anchas y salía al patio como si en él viera praderas y acantilados; se escuchaban murmullos a lo lejos mientras un gato negro como su vestido se acercaba para subirse a su falda. Ese animalito era lo único que la unía al pasado. (fragmento)

 SOCORRO VALLE (la dueña de la pensión Los Girasoles)

Socorro era una mujer simple que vivía sin pedirle nada a nadie, autoritaria como ninguna sabía imponer el orden y hacer valer sus derechos. No soportaba a Letizia pero le tenía miedo, era cruel con ella pero luego se arrepentía, quería echarla de la pensión pero algo la detenía:  su manera rara de mirar, el gato negro que llevaba en brazos, la locura inminente... Socorro era solamente una extraña; sin embargo, podía llegar a ser muy despiadada.

De---El silencioso GRITO de MANUELA

RETRATOS LITERARIOS