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El silencioso grito de Manuela (Cap V-tercera parte)





El niño resistía demasiado aunque su cuerpo se sublevaba contra la comida; con el ruido de fondo, el grado de ausencia se agrandaba y le era más difícil poder salir del pozo que lo empujaba a una posición casi letal. Cuando se iba con su padre actuaba de la misma manera, casi autista, y nadie tomaba la responsabilidad de asumir los roles.
Damián vivía en duelo permanente frente a quienes no le enseñaban el rostro de su madre por temor al sufrimiento cuando él ya había llegado casi al último escalón. No sabía pedir ayuda por sus trastornos de la voluntad pero tampoco quería saber porque la realidad estaba ante sus ojos: él no tenía mamá.




El tiempo miraba con apariencia de anciano las vidas de quienes habitaban esa tierra donde las semillas germinaban y devolvían a cada uno su cosecha.

José no pensaba en la soledad y observaba el crepúsculo ambarino sólo para saber el color de sus espigas, la virginidad de las plantas y ver la hojarasca en los terrenos áridos. Nunca se quebraba porque su sangre parecía helada entre las venas, pero lo cierto era que él eternizaba el amor de Letizia; no lo custodiaba ni lo desamparaba solamente lo sumergía en un mutismo de lejana cercanía. Necesitaba de esas alas para aislarse en busca de su yo, aprender de sus raíces y dormirse en la paz de ese linaje en el cual, tal vez, no existían ni Letizia ni sus hijas.

El desamparo del labrador no lo asfixiaba. ¿La vida era tan sólo eso? José era un militante de las apariencias como su suegro Julián; necesitaba dinero para ser feliz y pensaba que los billetes mantenían fieles a las esposas.
“Cuando las mujeres exigen dinero a cambio es porque ya han dejado de amar”.

José inmerso en los cuatro vientos de la llanura aborrascada no prestaba atención a las cuestiones del espíritu porque la quietud lo adormecía bajo el alero colonial de la casa de sus padres. Él era inmaduro igual que Manuela y ya no tenía capacidad de asombro porque la rutina no le dejaba ver lo que en realidad tenía valor. Infranqueable para demostrar afecto creía ser justiciero y sacrificado porque cuando volvía a la casona se mostraba sufrido; era una persona sin opciones, un fugitivo en quien nadie podía depositar sus anhelos, miedos o desdichas porque él estaba necesitando abrazos.
-¿Sigues con el ritual?-le preguntaba Manuela.

José no respondía porque estaba cansado de los enigmas y de los jeroglíficos verbales de su suegra. Él prefería dispersarse hacia la llanura donde veía los sembrados y las plantaciones de naranjas iluminadas por los matices del atardecer. Solamente ése era el mundo que le interesaba aunque en él no aparecían sus hijas a quienes amaba muchísimo, pero la intemperie lo reunía con lo intangible, con la armonía de lo perfecto, lejos del dolor de las ausencias y del temor a la muerte que, como un fantasma enmohecido, vagaba por las habitaciones de la residencia de los suegros.
Desde pequeño, a José le costaba alcanzar al objetivo porque el encuentro con la realidad lo confundía; llegaba a desvirtuar el sentido verdadero de sus aspiraciones. No sabía si vivía dentro de un presente construido por sus padres o fuera de un paraíso que lo excluía por razones que se escapaban a sus dominios. Jamás le gustó el campo.


 Hoy él quería recuperar el tiempo perdido en esa llanura que, aunque en un principio no toleraba, ahora era su caverna, el fuego, el relax, la música, el espacio…
En Barbastro se hallaban Letizia y sus hijas que esperaban la parquedad de su regreso todos los días. José, en realidad, no sabía cuánto las quería porque arrastraba episodios complejos de su niñez y la ambigüedad de situaciones pasivas para tomar decisiones. Envuelta en los vapores de los tulipanes de Rocío, cocinaba el pastel de ave con zanahorias, papas y tapas de hojaldre; Dolores y Laura se colgaban de los brazos de su padre para ahogarlo con cariños dulzones que José devolvía con promesas de regalos y viajes.

Manuela lo miraba desde sus gafas mientras tejía un soquete para Julián y pensaba que ese hombre no existía porque la baratura de su alma lo había devorado. Parecía endiablado y longevo, mudo y analfabeto: un vegetal que no sabía de pasiones pero sí de cobardías.
José era un terrateniente que buscaba el perfeccionamiento de su oficio pero no sabía que se dilataban los momentos: las niñas crecían, Letizia se cansaba de su apatía y de la soledad, Manuela la atosigaba con vaticinios. En medio de tanto parloteo, él se deslucía y se aislaba, hasta parecía desleal por sus deficiencias.



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