El niño resistía demasiado aunque
su cuerpo se sublevaba contra la comida; con el ruido de fondo, el grado de
ausencia se agrandaba y le era más difícil poder salir del pozo que lo empujaba
a una posición casi letal. Cuando se iba con su padre actuaba de la misma
manera, casi autista, y nadie tomaba la responsabilidad de asumir los roles.
Damián vivía en duelo permanente
frente a quienes no le enseñaban el rostro de su madre por temor al sufrimiento
cuando él ya había llegado casi al último escalón. No sabía pedir ayuda por sus
trastornos de la voluntad pero tampoco quería saber porque la realidad estaba ante
sus ojos: él no tenía mamá.
El tiempo miraba con apariencia de
anciano las vidas de quienes habitaban esa tierra donde las semillas germinaban
y devolvían a cada uno su cosecha.
José no pensaba en la soledad y
observaba el crepúsculo ambarino sólo para saber el color de sus espigas, la
virginidad de las plantas y ver la hojarasca en los terrenos áridos. Nunca se
quebraba porque su sangre parecía helada entre las venas, pero lo cierto era
que él eternizaba el amor de Letizia; no lo custodiaba ni lo desamparaba
solamente lo sumergía en un mutismo de lejana cercanía. Necesitaba de esas alas
para aislarse en busca de su yo, aprender de sus raíces y dormirse en la paz de
ese linaje en el cual, tal vez, no existían ni Letizia ni sus hijas.
El desamparo del labrador no lo
asfixiaba. ¿La vida era tan sólo eso? José era un militante de las apariencias
como su suegro Julián; necesitaba dinero para ser feliz y pensaba que los
billetes mantenían fieles a las esposas.
“Cuando las mujeres exigen dinero a cambio es porque ya han dejado de
amar”.
José inmerso en los cuatro vientos
de la llanura aborrascada no prestaba atención a las cuestiones del espíritu
porque la quietud lo adormecía bajo el alero colonial de la casa de sus padres.
Él era inmaduro igual que Manuela y ya no tenía capacidad de asombro porque la
rutina no le dejaba ver lo que en realidad tenía valor. Infranqueable para
demostrar afecto creía ser justiciero y sacrificado porque cuando volvía a la
casona se mostraba sufrido; era una persona sin opciones, un fugitivo en quien
nadie podía depositar sus anhelos, miedos o desdichas porque él estaba
necesitando abrazos.
-¿Sigues con el ritual?-le
preguntaba Manuela.
José no respondía porque estaba
cansado de los enigmas y de los jeroglíficos verbales de su suegra. Él prefería
dispersarse hacia la llanura donde veía los sembrados y las plantaciones de
naranjas iluminadas por los matices del atardecer. Solamente ése era el mundo
que le interesaba aunque en él no aparecían sus hijas a quienes amaba
muchísimo, pero la intemperie lo reunía con lo intangible, con la armonía de lo
perfecto, lejos del dolor de las ausencias y del temor a la muerte que, como un
fantasma enmohecido, vagaba por las habitaciones de la residencia de los
suegros.
Desde pequeño, a José le costaba
alcanzar al objetivo porque el encuentro con la realidad lo confundía; llegaba
a desvirtuar el sentido verdadero de sus aspiraciones. No sabía si vivía dentro
de un presente construido por sus padres o fuera de un paraíso que lo excluía
por razones que se escapaban a sus dominios. Jamás le gustó el campo.
Hoy él quería recuperar el tiempo perdido en
esa llanura que, aunque en un principio no toleraba, ahora era su caverna, el
fuego, el relax, la música, el espacio…
En Barbastro se hallaban Letizia y
sus hijas que esperaban la parquedad de su regreso todos los días. José, en
realidad, no sabía cuánto las quería porque arrastraba episodios complejos de
su niñez y la ambigüedad de situaciones pasivas para tomar decisiones. Envuelta
en los vapores de los tulipanes de Rocío, cocinaba el pastel de ave con
zanahorias, papas y tapas de hojaldre; Dolores y Laura se colgaban de los
brazos de su padre para ahogarlo con cariños dulzones que José devolvía con
promesas de regalos y viajes.
Manuela lo miraba desde sus gafas
mientras tejía un soquete para Julián y pensaba que ese hombre no existía
porque la baratura de su alma lo había devorado. Parecía endiablado y longevo,
mudo y analfabeto: un vegetal que no sabía de pasiones pero sí de cobardías.
José era un terrateniente que
buscaba el perfeccionamiento de su oficio pero no sabía que se dilataban los
momentos: las niñas crecían, Letizia se cansaba de su apatía y de la soledad,
Manuela la atosigaba con vaticinios. En medio de tanto parloteo, él se deslucía
y se aislaba, hasta parecía desleal por sus deficiencias.
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