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El silencioso grito de Manuela (Cap V-segunda parte)




-Eres viejo, hombre, rebuznas igual que los burros porque no soportas el paso del tiempo-le decía Manuela desde las habitaciones y a los gritos porque estaba cuidando a su madre, Francisca.
-Dios me perdone; mis pensamientos son procesiones esclavas que no saben de resurrecciones-decía Manuela con un gesto sobrenatural porque no podía creer que Letizia hubiera engendrado dos hijas.

José tras el olfato de sus perros cimarrones era un campesino expuesto a las plagas de langosta; parecía tener un color diferente en su rostro y se confundía, de a ratos, con actitudes primitivas. Recorría los galpones y se recostaba en algún colchón de chala mientras miraba el vacío como si la vida fuera una mujer que no le daba alegría ni pena.

En tiempos de sequía, se martirizaba observando la tierra y los cielos con desesperación; reclamaba lo que era suyo y parecía que no le importaba otra cosa. Le pesaba la sangre de los colonos en el cuerpo, esa masa de huesos magullada por las cruces de Manuela, la rigidez de sus ambiciosos padres y el amor por Letizia que parecía olvidado por los hielos de la escarcha.
Dolores y Laura eran sus obras trabajadas por sus manos agrestes y amadas como espigas de trigo. Ambas eran rubias igual que Rocío y solían colgarse de sus hombros cuando lo veían llegar curtido por la humedad, el polvo y los hongos.


Letizia salía a recibirlo con el alma viuda de tanta espera; intercambiaban algunas palabras bajo el alero y luego con la misma frialdad entraban a la casa para seguir enterrados hasta el hartazgo en el aleteo de las langostas y en la sacra mansedumbre de los ojos de Letizia que yacía a las órdenes de su madre.
Manuela parpadeaba con el candil en un presente que anunciaba batallas, finales y principios o simplemente locura. Añoraba el espectro de los siglos, las piedras del aljibe, los zaguanes, los bosques de tala, los tapetes de terciopelo… Era una esclava que se vendía a un pasado, tal vez, sin peligros con pájaros en jaulas de mimbre y la protección de sentirse joven de verdad con varias madres abrazando su cuerpecito frío.




Damián, el hijo de Encarnación, ya tenía diez años y sufría de anorexia nerviosa. No podía expresar los sentimientos y se refugiaba en los brazos de Manuela como si fuera un bebé que trataba de escapar de una pérdida que lo elevaba al más alto grado de incomunicación. Su madre no existía en sus recuerdos visuales y nadie le hablaba de ella, tampoco él quería preguntar porque sentía que su carga no iba a aliviarse con un estallido de curiosidad.

“Los grados de alexitimia suelen ser diferentes pero existe predisposición a sufrir úlceras, agresividad, problemas cardíacos… “

Damián no quería comer. No poder comunicar sus emociones lo enfermaba a tal punto que parecía un autómata que no percibía el dolor o la alegría, es que no era feliz.
No saber nada sobre la vida de Encarnación le había ocasionado un desequilibrio emocional que requería terapia, recreaciones, y ayuda psicológica. El egoísmo de Manuela y la lasitud de Letizia no les dejaban ver el estrés que el niño acumulaba y la rigidez de su mirada.

Alejandro, su padre, se había casado con otra mujer. La relación era buena pero no existía demasiada confianza porque el tiempo se había detenido y el amor que sentía por Encarna seguía intacto; él solía vestirse con las mismas ropas que su esposa le compraba por aquellos años. Alejandro se hallaba disminuido por el recuerdo de una mirada dichosa. Encarnación estaba viva en su alma y en su cuerpo avejentado que pedía a gritos volver atrás para burlar al destino. Sus remeras desarregladas mostraban las ruinas de su presente y en él se encontraba Damián que arrastraba la falta de entusiasmo, sus obligaciones de colegio y la verdad oculta de saber que no era hijo de la vida sino de un ser vital y caprichoso que agradecía a Dios haber nacido.

El niño era el resultado del aislamiento que Letizia y Manuela le habían impuesto para alejarlo de los bombardeos de una guerra injusta en la que ellas batallaban sin dar explicaciones. Damián era el blanco de sus egoísmos y del deseo de escribir la propia historia de alguien que no les pertenecía.
En el ambiente, no existían confrontaciones porque nadie quería generar discordias por temor a rebeliones. Lo cierto era que muchos de ellos parecían muertos, como Rocío y Encarna, porque no hablaban; en cambio aquellos cuerpos inertes y profanados por las aguas tenían luz propia y parecían agobiar con su intelecto e inocencia, con su vitalidad y transgresión.

Damián recogía la trilogía de palabras con mensajes ambiguos que no alcanzaba a descifrar, entonces se aislaba en el viejo patio donde dormitaban los gatos de Letizia arañando los árboles para jugar pues no cazaban pájaros porque hasta ellos había llegado la tristeza del abandono. El alma de la gata Máxima y sus grillos negros intentaban despertarlos del letargo y motivarlos al alboroto, pero los felinos estaban sordos.
-El reino de los cielos pertenece a los humildes-le decía Manuela a Damián absorto frente a los tulipanes. Él no le contestaba y tampoco la miraba porque a veces sus palabras se parecían a sus vergüenzas.




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