-Eres viejo, hombre, rebuznas igual
que los burros porque no soportas el paso del tiempo-le decía Manuela desde las
habitaciones y a los gritos porque estaba cuidando a su madre, Francisca.
-Dios me perdone; mis pensamientos
son procesiones esclavas que no saben de resurrecciones-decía Manuela con un
gesto sobrenatural porque no podía creer que Letizia hubiera engendrado dos
hijas.
José tras el olfato de sus perros
cimarrones era un campesino expuesto a las plagas de langosta; parecía tener un
color diferente en su rostro y se confundía, de a ratos, con actitudes
primitivas. Recorría los galpones y se recostaba en algún colchón de chala
mientras miraba el vacío como si la vida fuera una mujer que no le daba alegría
ni pena.
En tiempos de sequía, se
martirizaba observando la tierra y los cielos con desesperación; reclamaba lo
que era suyo y parecía que no le importaba otra cosa. Le pesaba la sangre de
los colonos en el cuerpo, esa masa de huesos magullada por las cruces de
Manuela, la rigidez de sus ambiciosos padres y el amor por Letizia que parecía
olvidado por los hielos de la escarcha.
Dolores y Laura eran sus obras
trabajadas por sus manos agrestes y amadas como espigas de trigo. Ambas eran
rubias igual que Rocío y solían colgarse de sus hombros cuando lo veían llegar
curtido por la humedad, el polvo y los hongos.
Letizia salía a recibirlo con el
alma viuda de tanta espera; intercambiaban algunas palabras bajo el alero y
luego con la misma frialdad entraban a la casa para seguir enterrados hasta el
hartazgo en el aleteo de las langostas y en la sacra mansedumbre de los ojos de
Letizia que yacía a las órdenes de su madre.
Manuela parpadeaba con el candil en
un presente que anunciaba batallas, finales y principios o simplemente locura.
Añoraba el espectro de los siglos, las piedras del aljibe, los zaguanes, los
bosques de tala, los tapetes de terciopelo… Era una esclava que se vendía a un
pasado, tal vez, sin peligros con pájaros en jaulas de mimbre y la protección
de sentirse joven de verdad con varias madres abrazando su cuerpecito frío.
Damián, el hijo de Encarnación, ya
tenía diez años y sufría de anorexia nerviosa. No podía expresar los
sentimientos y se refugiaba en los brazos de Manuela como si fuera un bebé que
trataba de escapar de una pérdida que lo elevaba al más alto grado de
incomunicación. Su madre no existía en sus recuerdos visuales y nadie le
hablaba de ella, tampoco él quería preguntar porque sentía que su carga no iba
a aliviarse con un estallido de curiosidad.
“Los grados de alexitimia suelen ser diferentes pero existe
predisposición a sufrir úlceras, agresividad, problemas cardíacos… “
Damián no quería comer. No poder
comunicar sus emociones lo enfermaba a tal punto que parecía un autómata que no
percibía el dolor o la alegría, es que no era feliz.
No saber nada sobre la vida de
Encarnación le había ocasionado un desequilibrio emocional que requería
terapia, recreaciones, y ayuda psicológica. El egoísmo de Manuela y la lasitud
de Letizia no les dejaban ver el estrés que el niño acumulaba y la rigidez de
su mirada.
Alejandro, su padre, se había
casado con otra mujer. La relación era buena pero no existía demasiada
confianza porque el tiempo se había detenido y el amor que sentía por Encarna
seguía intacto; él solía vestirse con las mismas ropas que su esposa le
compraba por aquellos años. Alejandro se hallaba disminuido por el recuerdo de
una mirada dichosa. Encarnación estaba viva en su alma y en su cuerpo avejentado
que pedía a gritos volver atrás para burlar al destino. Sus remeras
desarregladas mostraban las ruinas de su presente y en él se encontraba Damián
que arrastraba la falta de entusiasmo, sus obligaciones de colegio y la verdad
oculta de saber que no era hijo de la vida sino de un ser vital y caprichoso
que agradecía a Dios haber nacido.
El niño era el resultado del
aislamiento que Letizia y Manuela le habían impuesto para alejarlo de los
bombardeos de una guerra injusta en la que ellas batallaban sin dar explicaciones.
Damián era el blanco de sus egoísmos y del deseo de escribir la propia historia
de alguien que no les pertenecía.
En el ambiente, no existían
confrontaciones porque nadie quería generar discordias por temor a rebeliones.
Lo cierto era que muchos de ellos parecían muertos, como Rocío y Encarna,
porque no hablaban; en cambio aquellos cuerpos inertes y profanados por las
aguas tenían luz propia y parecían agobiar con su intelecto e inocencia, con su
vitalidad y transgresión.
Damián recogía la trilogía de
palabras con mensajes ambiguos que no alcanzaba a descifrar, entonces se
aislaba en el viejo patio donde dormitaban los gatos de Letizia arañando los
árboles para jugar pues no cazaban pájaros porque hasta ellos había llegado la
tristeza del abandono. El alma de la gata Máxima y sus grillos negros
intentaban despertarlos del letargo y motivarlos al alboroto, pero los felinos
estaban sordos.
-El reino de los cielos pertenece a
los humildes-le decía Manuela a Damián absorto frente a los tulipanes. Él no le
contestaba y tampoco la miraba porque a veces sus palabras se parecían a sus
vergüenzas.
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