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El silencioso grito de Manuela (Cap V-primera parte)





V



La boda de Letizia con José fue sobria y rápida. Ella lucía un traje con cadera baja y una sobrefalda irregular de puntillas y encajes antiguos. En la cabeza llevaba una capelina con un lazo color rosado, igual que las flores del ramo, que le caía en la espalda. El perfume que se percibía era el Aire Loewe de 1985 cuya frescura lo convirtió en líder de las fragancias femeninas: un bouquet fresco, moderno y joven dado por la combinación de petit-grain, mandarina y limón de Calabria, con suaves toques de gándolo verde y esencia de tagette. Letizia y Manuela lo compraban en la casa Loewe de España.

No hubo fiesta de casamiento; de luna de miel se fueron a Egipto: lugar místico y adorado por los dioses, donde el sacrificio era una costumbre casi un rito. Los incensarios llenos de mirra envolvían con su aroma los palacios y purificaban, desde tiempos pretéritos, el acto del amor. El mirto y el cedro para los ricos, el aceite de sésamo para los pobres. Para Manuela los ungüentos añosos y modernos para alejar los espíritus malignos que acechaban siempre y no conocían distancias.

Letizia había cambiado su vida, se había reinventado con los arrullos de fantasmas a cuestas y el parloteo de cotorra de su suegra que conocía la historia de la familia pero que sólo le importaba el dinero que acumulaba Julián.
José aceptó vivir en la casona de Letizia porque ella extrañaba a Damián y a sus padres. Ese recinto congregado de fieles era solamente un escenario más para la autocompasión.
Letizia, una mujer con rumbo incierto, mendigaba en el fangal con un poco de cordura cuando sus ojos se cruzaban con los de Manuela que arrastraba sus gritos silenciosos en una silla tan vieja como su rostro de abuela joven. Estaba destruida por la lucha y con la necesidad permanente de sentir una espalda para apoyar sus huesos amarillos.

-Tú calla o reza para no enfermar-le decía a Letizia que la observaba a través de sus gafas mientras cosía las medias de su padre.
-Madre no bajes los brazos, el destino maneja los hilos. Con cada desgano mueres un poquito.
-Letizia no puedes engañar a las sombras porque no conoces la tuya. Las ausencias se abisman como trapecistas en las cuerdas flojas. La vida es sólo eso, dormir… ¡Cristo Santo, es que no sabes, niña, ponte el disfraz y sigue tu camino…! Hay que ser necio para creer en la dicha.

Letizia se incorporó sin contestar una sola palabra y se retiró a la cocina a preparar la cena para poder llorar sobre las estampas de Manuela que, en definitiva, no la inquietaban ni le daban valor.
Preparó un salmón rosado con masa Phylo con eneldo y ciboulette para todos, aunque sabía muy bien que a José le gustaban las comidas sencillas. Ella casi no pensaba en él porque su ausencia era tan prolongada que la despojaba del entendimiento y de la realidad, de que llevaba un anillo de bodas.
Damián, casi como hijo propio, se comía los frutos rojos y la jalea de naranjas mientras Manuela observaba sin inmutarse, pero decía de a ratos:
-No eres de nadie pequeño, eres solamente de ti.



Manuela divagaba sin convencimiento y a entera disposición de las leyes divinas porque ya no se sublevaba; había aprendido el difícil arte de la resignación.
Letizia saludó a José que llegaba del campo con la ropa sucia por el polvo de las cosechas y con el decaimiento lógico de largas jornadas a la intemperie. No tenía humor para hablar con su esposa y menos con Manuela; él no sabía que descuidaba el hábito de agradar porque, tal vez, no entendía las reglas del matrimonio.

-Traes oscuridad en la mirada-le dijo Letizia.
-Estoy cansado, tú sabes que no me gusta el campo. ¡No me hables de ese modo porque te pareces a tu madre!-le gritó.
Letizia corrió a su cuarto llorando con su acostumbrada dificultad emocional y la soledad de una vida sin cariño y con demasiadas ataduras. José fue detrás de ella pues estaba arrepentido; la amaba muchísimo pero, a veces, los nervios lo traicionaban por estar aislado de las costumbres urbanas.
Nunca hubiera imaginado los días sin Letizia, a pesar de su estricta educación, de los modales aniñados y de sus humildes logros. Ella era frágil y enfermiza, incapaz de concebir un hijo, y tan miedosa que no tenía secretos, pero algo la diferenciaba de las demás mujeres: podría sobrevivir a todas y cada una de las tragedias y pesadillas. José creía que Letizia moriría a los ciento veinte años pero…


Con intervalo de cinco años, Letizia dio a luz a dos niñas: Dolores y Laura.
José, completamente absorto y con las ideas desordenadas, estaba orgulloso de sus hijas que lo amaban más que a nadie.
-Esto es ilegal-bromeaba el abuelo Julián con las criaturas sobre las rodillas.-Me siento tan joven como si fuera su padre.


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