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Buenas y Santas... -Los hijos olvidados (Cap I Madre Tierra, 3era parte)

 



‒Sí… eso comparto‒contestó doña Emma mientras seguía ocupada con el tejido.
‒¿Usted cree que la niña Felicitas está perturbada por ese recuerdo?

‒No sé, porque también hablamos del hijo de los Neder.
‒Tal vez, la niña piensa que quieren que se case con él obligada.
‒¡Qué ignorante eres! Obligada no es la palabra sino enamorada.
‒No. El amor es otra cosa. Se siente muy dentro cuando el corazón se acelera, la respiración se corta y…

‒¡Eso es como la muerte, mujer!
‒No, patrona‒dijo Remedios suspirando‒. Cuando uno se enamora no puede vivir sin él, quiere desvanecerse en sus brazos, necesita sentir el calor de su cuerpo y el latir de su pecho y…
‒¡Ya! Deja de hablar bobadas.

En ese tiempo, el amor y el sexo ocupaban gran parte de los pensamientos de Remedios. Solía perseguir a Antonio, el capataz, por las caballerizas.
‒Tú cuídate, yo sé por qué te lo digo‒dijo doña Emma mirando a Remedios por encima de las gafas‒. Los hombres solamente quieren pasar el rato.

El deseo que sentía la criada por el capataz era tan ciego que no veía a su alrededor, ni entendía razones. Eso la volvió imprudente. Olvidó los modales y el decoro de una señorita. Remedios tenía veintidós años y la pasión se le escapaba por el brillo de la mirada.

‒Mucha mujer para el Antonio‒decían los peones con cierta envidia, sin advertir que el destinatario de ese cariño ni la miraba. Para él Remedios no existía porque amaba, en silencio, a otra mujer.
La criada se deslizó por el pasillo que llevaba a los cuartos en la planta alta y escuchó un llanto.

‒Niña, no llore. ¿Por qué no me cuenta qué le pasa? Yo, tal vez, la puedo ayudar.
Felicitas abrió la puerta despacio y dejó ver su rostro bañado de lágrimas.
‒Pasa rápido antes de que mamá nos descubra hablando tonterías a sus espaldas.
‒¿Qué ocurre?

‒No quiero ir a la cena porque mi madre y don Simón se han puesto de acuerdo para que nos casemos.
‒¿Casarse? ¿Quiénes?

‒Nosotros. El hijo de don Simón se llama Raúl. Yo no lo conozco, no lo vi en mi vida. ¿Te das cuenta? Estoy desesperada, no me quiero casar con nadie. ¡No! ¡Si me obligan me voy de monja!
‒Niña, qué dice…

‒Bueno, entonces que no me arrastren a tomar decisiones drásticas. Ve y convence a mamá. Dile que estoy enferma, que me duele todo‒dijo Felicitas y se tiró sobre la cama envuelta en un cobertor con flores púrpuras.
‒Y si es lindo muchacho: atractivo, rubio, de barba de tres días y conversación vehemente.

‒¡No se puede hablar contigo, Remedios! Te dispersas todo el tiempo, te da lo mismo una cosa que otra. Eres cabeza hueca, mujer.


Felicitas era bonita, de pelo oscuro con grandes ondulaciones y unas pestañas largas que destacaban sus ojos tímidos. No aceptaba órdenes, tenía su carácter. Se parecía a su madre. Por eso siempre discutían porque doña Emma se sentía dueña y señora de la voluntad de sus hijos. Quería dominar el destino de cada uno tratándolos como si fueran niños. Es que su temple la dejaba, en ocasiones, sin gobierno. Debía ser más diplomática, pero ésa no era una de sus cualidades.

‒Remedios. Ven acá. ¿Por dónde andas? Te necesito para que me aconsejes.
‒¿Yo a usted?
‒Qué vestido te parece mejor para la cena de mañana. El azul con doble falda de satén bordado o el color uva con encajes en las mangas y broche de perlas.

‒Oh… no sé. Los dos son hermosos. Los trajo de Francia, ¿verdad?
‒Sí, en un viaje.
‒También tienes que orientar a Felicitas, aunque ella tiene un montón de trajes para la ocasión.

‒Creo que la niña no va a ir a esa tertulia.
‒¡Tertulia no, cena!
‒Bueno, como se llame…‒dijo Remedios pensando en qué excusa inventar para ayudar a Felicitas.
‒Dice que no se siente bien. Mire, con todo respeto, no la obligue. Es tan triste ver sufrir a un hijo.

‒Y tú qué sabes si no te has casado y no tienes hijos que yo sepa… Mira, mejor no opines de algo que no entiendes y que nadie te ha preguntado. La vida no es fácil para una mujer sola, soltera y con dinero. Ella necesita protección como la tuve yo. Lástima que la perdí tan pronto cuando mis dos maridos fallecieron de manera súbita.

‒Ella puede encontrar el amor verdadero sin necesidad de apurarse así. Es tan bonita y dulce.
‒Felicitas sueña con las pepas de oro; acá somos todos campesinos y nos conocemos demasiado. Eso es una ventaja.

‒Ella sufre, doñita.
‒Sal de mi vista y ve a amasar el pan. No te quiero cerca con tus chismes.

Buenas y Santas...-Los hijos olvidados (Cap I Madre Tierra, 2da parte)

 



La conversación se interrumpió porque Jeremías, el criado negro, llegó con la vajilla para el té.
‒¿Lo sirvo acá o en el comedor?‒preguntó.
‒Déjelo en la mesita, debajo de la parra; el aire fresco de la tarde me renueva las energías‒dijo doña Emma.
El negro se perdió entre los maceteros de jazmines y hortensias. Atrás, el aljibe con su brocal de piedra labrada le daba un marco de color a la estancia que doña Emma cuidaba tanto. Tuvo que pasar muchas tristezas y amarguras bajo ese suelo, pero todo aquello lo enfrentó con coraje y dignidad.

Escuchaba, a menudo, en las penumbras de su alma, la voz de su padre. Cerraba los postigones y le rezaba una plegaria hasta que llegaba alguna tropa. Los peones obedecían sus órdenes como siervos y las criadas iban y venían con prisa pues en el campo siempre había demasiadas tareas por hacer.
Doña Emma y Felicitas tomaban el té solitarias todos los días. Esperaban que llegara Remedios, la criada de confianza, con algún chisme del pueblo.


‒Mañana tenemos que ir a la cena que organiza don Simón Neder en la estancia vecina. Quiere hacer algunos negocios con Bernardino y nos ha invitado a todos.
‒No me gustan esas reuniones‒dijo Felicitas disconforme.
‒A mí sí… y vamos a ir quieras o no. Además tiene un hijo muy buen mozo que podría llegar a interesarte. Digo…

‒Yo no quiero tener novio‒contestó Felicitas y se levantó bruscamente de la silla. Se llevó por delante a Remedios que traía la ropa recién lavada y planchada para guardarla en los armarios.
‒¡Niña!

Felicitas, en su cuarto, se llevó la mano al escapulario y le pidió protección a su abuela Josefina quien, desde el cielo, la cuidaba de todo mal. Ella no creía mucho en Dios; decía que nunca le había dado señales y eso ya era suficiente.
‒¿Qué le pasa a la niña Felicitas?

‒No sé‒dijo doña Emma desconcertada‒. Me estuvo preguntando por los indios. Ella es sensible, tú lo sabes. Piensa que su padre mató a alguno o a varios de ellos. Es que si lo hizo fue porque se sintió acorralado. ¿Cómo les decía que los blancos eran gente de paz?

‒Hace muchísimos años, una mujer que vio venir a los nativos a atacarla le entregó en brazos su propia hija a una india y desde ese día reinó la tranquilidad‒contó Remedios‒Luego ellos mismos les enseñaron a los blancos a cazar, a domesticar caballos y a usar boleadoras. Eran buenos los nativos patagónicos porque algunos todavía eran dueños y señores de la tierra como Saihueke, el cacique de las manzanas, pensaba que la coexistencia entre indios y blancos era posible.
‒Parece un tanto inverosímil tu relato‒dijo Emma sonriendo.
‒Es cierto, doñita.
‒¡No me digas doña!
‒Bueno… patrona. Disculpe…
‒No creo ese relato tuyo.
‒También cuentan que la Patagonia tuvo un rey. Orélie Antoine de Tounens, un francés que dejó los papeles a los que se dedicaba en su patria para desembarcar en 1859 en las costas de Chile. Venía con la intención de hablar con los nativos para convertirse en su monarca. Cierto fue que lo logró y se convirtió en Orélie Antoine I Rey de Araucania y Patagonia, pero alguien lo traicionó y terminó en una cárcel chilena. Varias mujeres recibieron en sucesión esa corona, ya como esposas o herederas directas, como lo fue la hija de Antoine II, la princesa Laura Thérese I. Ninguna pisó nunca su reino.

💓


Buenas y Santas...Los hijos olvidados (Cap I Madre Tierra-1era parte)

 

Imagen sujeta a libre interpretación



1-MADRE TIERRA


“Patria, mi patria, vuelvo hacia ti la sangre.
Pero te pido como a la madre del niño, lleno de llanto.
 Acoge esta guitarra ciega
y esta frente perdida.”

Pablo Neruda






ARGENTINA, 1910

SANTA FE DE LA VERA CRUZ
ESTANCIA LA CANDELARIA


Doña Emma terminó de rezar el rosario. Se sentía un poco sola en la estancia La Candelaria sin su amado esposo Emilio. Ella sabía que tenía que permanecer a la penumbra de las horas porque le faltaba demasiado camino por recorrer en esas tierras de lánguidos sauces y de ranchos perdidos bajo la maleza.
“Ya se viene la inauguración del colegio católico”, pensó.
Ella formaba parte de su organización junto con las damas de sociedad del pueblo. Había mucho por hacer en esas propiedades que su esposo Emilio tuvo que abandonar, a destiempo, por un capricho del destino, cuando el reloj era solamente una brújula desarticulada y añosa.

Atilio y Bernardino, sus hijos mayores, se habían ido a otro campo, ubicado cerca de la estancia, a cultivar noventa hectáreas. Se instalaron con sus tentaciones y sus remiendos de caballeros andantes y rastreadores innatos.
      La casona tenía un gallinero al fondo sobre el que se recortaban dos miradores blancos. El ambiente era un compendio de motivos: el camino de carretas, la familia rural, el galanteo amoroso, el gaucho en traje de pueblo, la ranchería con ombú, la cebada de mates, el encuentro de paisanos a caballo…

   Atilio y Bernardino eran muy amigos y se complementaban en las labores rurales. Se llevaban muchos años de diferencia pero no había nada que entorpeciera el horizonte que, como un mapa, les enseñaba el camino exacto. Sabían que la naturaleza orientaba la fortuna por todas las regiones en busca de un lugar; podían tener épocas de sequía o de lluvias interminables porque se hallaban librados al azar. Todo estaba dicho… Había que seguir en la lucha frente al hechizo de la tierra.

El campesino esperaba con ansiedad las cosechas para saldar sus deudas y comprar herramientas nuevas, entonces podían arrendar más campos y continuar con el ejercicio acostumbrado de la siembra y la cosecha: un ritual ardiente de soldado.

En realidad, Atilio no se parecía a nadie de la familia por su tranquilidad; era un joven despreocupado y demasiado alegre. A veces, ciclotímico.
‒Me reclama el servicio militar‒le dijo un día a Bernardino bajo el molino de agua‒Voy a tener que cumplir con la patria.
‒Bueno, así es la vida. Yo ya pasé por eso‒dijo Bernardino apesadumbrado pues se habían hecho muy compañeros.
‒Yo soy hijo de la tierra y volveré porque me lo dice la sangre.
‒Claro, a todos nos pasa lo mismo. Nuestros padres dieron el alma por este suelo y nosotros debemos seguir su ejemplo. Además, no nos cuesta nada porque amamos cada rincón de este territorio. Es la herencia que nos dejaron los antepasados.



          El servicio militar obligatorio fue instituido en Argentina en el año 1901 por el entonces ministro de guerra Pablo Riccheri, mediante el Estatuto Militar Orgánico de 1901 (ley nº 4301), durante la segunda y última presidencia de Julio A. Roca.
      Se reclutaba a ciudadanos entre 20 y 21 años y la duración era de 18 a 24 meses. La familia Sagnier, lejos de las frivolidades, siguió adelante con los ojos cerrados, debatiéndose entre la prosperidad y los elementos primitivos de un trabajo muchas veces ingrato. Pero siempre hubo espacio y voluntad para recobrar la energía ante un drama o una desilusión que les quebró la sonrisa, en ese círculo tan rutinario que los obligaba a innovar constantemente aunque esa rutina era ley, gloria y honor.

‒¿Es verdad que papá llegó a matar algún indio cuando era joven?‒le preguntó la niña Felicitas a doña Emma que estaba tejiendo en la galería que daba a la calleja de tierra.
‒Nunca lo dijo pero creo que sí porque desde el día que regresó del campo, después del enfrentamiento, se quedó mudo varias semanas.


‒Algo recuerdo‒contestó Felicitas con melancolía‒. Me da lástima esa pobre gente. Siempre odiaron a los blancos porque les quitaron el territorio. Para ellos fueron intrusos y abusadores.
‒Así era… por aquellos años. Los inmigrantes qué culpa tenían si ellos también tuvieron que pagar con la vida. Los indígenas eran bravos y arremetían contra las familias. Se llevaban los hijos, las mujeres y mataban los animales.
‒Sí, pero no deja de conmoverme. Ellos no entendían...



❤❤❤

Buenas y Santas... -Prólogo



PRÓLOGO

Regreso siempre a la inquietante paciencia de verme reflejada sosteniendo la mano de alguna protagonista que camina por los ojos del sauce en la pampa argentina. Y es por eso que vuelvo, para quedarme… Así lo quisieron mis antepasados que dejaron su vida en el surco como huella de una memoria que crece con los años.

Puedo ver a doña Emma con su traje de invierno, descubriendo infinitos en la inocencia de una mirada e intentando reprimir el vuelo de su hija Felicitas que ama y sueña junto al fogoncito para el mate de Antonio, el capataz.

En esa quietud se desata la batalla y cada uno es artífice y víctima de los prejuicios sociales de un pueblo que todo lo mira porque vive y delira, señala y absorbe… Doña Emma escribe el último libro con pluma de adolescente que busca la oscuridad porque la abriga, pero sabe, en el fondo, que no merece el perdón.




La dirección del viento es el mejor camino pero todos van en sentido contrario porque prefieren enredarse con las raíces de un suelo que los empuja hacia los aciertos y errores, con idilios inconclusos, ausencias y preguntas retóricas.

La niña Felicitas, tímida y osada, es una discípula que se enamora, pero no sabe si puede o debe porque existe alguien que ordena su vida desde los umbrales de la estancia La Candelaria.
La Madre Tierra se encarga de elevar muros pero Felicitas siempre encuentra atajos para huir en busca del amor.
Son los hijos de la criada los que tienen la última palabra.
                                             



Gracias Gemma García Veiga por tu generosidad.

Llevo el 70% de tu novela y me intriga. Primero fue descubrir el secreto de Felicitas, ahora quiero averiguar por qué Emma está tan amargada, seguirá Remedios dejándose llevar por los intereses de otros...


Buenas y Santas... Los hijos olvidados



ARGENTINA, 1910
SANTA FE DE LA VERA CRUZ


La Candelaria, establecimiento rural de doña Emma: una mujer poderosa y autoritaria.
La niña Felicitas, hija menor de la dueña de la estancia, es rebelde y trata de desafiar las leyes éticas y morales de una época donde los prejuicios sociales la obligan a guardar las apariencias.
Un amor prohibido y su irrespetuoso carácter terminan por enfermar a su madre que toma una drástica decisión. Una tarde embarcan para Francia llevando como única compañía a Remedios, la criada.

Por aquellos años, las personas adineradas de Argentina solían viajar al hemisferio Norte para alejar a sus hijos de supuestos amores inoportunos.

Cuando regresan, después de dos años, están irreconocibles. Cada una oculta secretos inconfesables y la carga de un misterio demoledor que las separa... Serán enemigas de por vida.

¿Y los hijos olvidados?
La pobreza del alma, a veces, no tiene vuelta atrás.

***

Los temas de esta novela son tratados con filosofía y lirismo: el temor a la muerte, los secretos, el amor, los juicios de la sociedad, la dignidad del hombre, los valores humanos, el poder de la verdad...dejando un mensaje claro desde la psicología de los personajes.

Aluen. La colonización de la Patagonia argentina. Los indios tehuelches

 


-LA COLONIZACIÓN DE LA PATAGONIA ARGENTINA-
-LOS INDIOS TEHUELCHES-

Había una vez… una patria olvidada que se transformó en un nuevo hogar para muchos aventureros del mar. Sabían de los vientos y del frío, del peligro de enfrentarse a los pueblos indígenas, pero nada fue un obstáculo para hallar un horizonte para sus hijos.

¿Quiénes habitaban esas tierras?

La historia de Aluen-india tehuelche-es el reflejo de la lucha y la superación, de la soledad y del respeto por los ancestros. Ella sufrió el acoso y tuvo valor, le robaron a un hijo y encontró el amor en Pedro Medina en Fuerte del Carmen, un soldado del cuerpo de Artillería. Aluen fue víctima, pero se enfrentó a su tío Namba, cacique tehuelche, en busca de su hijo.

¿Cómo se actúa frente a una situación límite cuando todos los que dicen quererte y prometen ayudarte, de repente, desaparecen?

Ella enfrentó a los colonizadores y a los hombres de su misma sangre.
¡Vencida jamás!

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Autores Editores tiene sede en Colombia, pero la imprenta está en Argentina por eso llega rápido. Lo aclaro para los lectores argentinos por si están interesados.
Muchas gracias por leer. Un abrazo.

Aluen (Cap 4-Namba. Primera parte)

 

4-NAMBA

 

CASA DE HUÉRFANAS

AMADO PEDRO

 

   Un año después, al oír el canto de los pájaros, Pedro salió a la calle donde transitaban algunas carretas con las damas vestidas de raso y tocados en el pelo que iban a la procesión de las cinco de la tarde en la iglesia.

‒¿En qué piensas?

‒Hace un año que por acá pasó Aluen corriendo con ese tal Leiva detrás. ¿Recuerdas, amigo? Juntos la vimos.

‒Sí, es cierto. ¿Qué fue de ella?

‒No sé nada. He visitado el templo muchas veces y el padre Hilario, quien la protegía, me ha dicho que nunca más tuvo noticias de Aluen. Yo creo que miente.

‒Dicen que la vieron a orilla de los ríos; tal vez, decidió terminar con su vida.

‒No creo.

‒Algunas personas cuentan que acompañaba a  un extraño indio llamado Namba: el médico y hechicero de la colonia.

‒¡Qué tonterías son ésas! Ella era una muchacha educada con las mejores familias. Nunca podría haberse unido a esos indígenas.

‒Bueno, no te enojes. Yo te cuento lo que escuché…‒exclamó el amigo de Pedro, que no imaginaba que iba a tomar tan mal la noticia.

‒¿Y dónde queda eso?

‒Más al sur, creo. ¿No me digas que piensas ir?

‒No sé ‒respondió Pedro dudando. Necesitaba intentarlo todo por encontrarla y no quería desaprovechar la oportunidad. Aluen era tan maga como sus ojos que sabían hablar el idioma del amor y él conocía de memoria aquel diálogo.


El camino era una trampa de animales salvajes. Nadie se atrevía a andar cerca de aquel pueblo primitivo. Cuando Pedro los vio de lejos, practicando sus rituales, se estremeció de solo pensar que Aluen podría estar allí compartiendo aquella práctica escalofriante. Se escondió detrás de unos junquillos junto a un canal de agua verde y maloliente. Los toldos eran coloridos, pero parecían endebles frente a las inclemencias del tiempo. Algunos indios utilizaban un arado en forma de pala o palo duro de madera, afilado en una de sus puntas. Con esas herramientas hacían hoyos en el suelo donde depositaban las semillas, pero poco sabían de esa tarea. Eran torpes. Para evitar que los animales salvajes destruyeran los sembrados, los protegían con cercos de ramas espinosas. También ahuyentaban a los loros colocando sobre las sementeras máscaras de vivos matices.


   El extraño médico Namba se dirigía apurado a una carpa a atender a un enfermo. Tenía la cara horriblemente tatuada y llevaba en la cabeza adornos de plumas pintadas.

Los demás indios acostaron fuera de la carpa al enfermo para que el sol sanara un poco su cuerpo y Namba palpó la parte dolorida.

‒Dentro, espíritus malignos ‒dijo.

Sin perder tiempo, dando gemidos, apretó la parte afectada hasta que consiguió extraer la sangre. Allí comenzaron a salir, como escapando, los causantes del daño.

Al rato, comenzó a golpear fuertemente el tambor mientras bailaba alrededor del enfermo una danza escalofriante. De tanto en tanto, le hacía beber una tisana amarga preparada con hierbas.

Al anochecer, el ritual continuaba con bailes, ruegos y gritos.

         Pedro miró atónito aquella ceremonia devastadora donde no podía hallarse Aluen. No entraba dentro de sus razonamientos lógicos. Algunos indiecitos arañaban la tierra árida y se divertían arrojando piedras. Ése era un lugar de pesadilla. Se fue antes de que lo vieran porque si no estaría en serios problemas. El camino era largo y no podía cansar mucho al caballo.

Aluen (Cap 3-José Asturias. Tercera parte)

 


Pedro Medina visitó más de una vez la iglesia del padre Hilario de Alcalá buscando a Aluen quien seguía desaparecida. Pensó también en Manuel Leiva, en ir a increparlo para descargar sus nervios y acusarlo de los atropellos que sufrió la joven mientras vivía en su casa, pero tuvo miedo de desenmascararlo frente a su esposa y ocasionar un problema más. No quería enfrentarse al pueblo, pero la ausencia de la india lo torturaba demasiado. Ese vacío que había dejado no se silenciaba porque era como un grito que le estallaba en el pecho. Necesitaba verla, al menos saber que se hallaba bien. Lo raro era que el padre no estuviera preocupado.

‒¿No vio a Aluen esta semana?

‒No, hijo.

‒Es que no puede haber ido demasiado lejos porque no tenía a quien pedirle ayuda.

‒Mejor que se retire, joven Pedro. No tengo tiempo para charlas. Me están esperando algunos fieles. Me disculpa.

Antes de retirarse para el Fuerte, Pedro se detuvo en aquella plaza con dos banquetas que quedaba enfrente de la iglesia. El sol cálido invitaba a una siesta, pero mejor era mantenerse alerta por cualquier novedad que pudiera ocurrir. Vio pasar a doña Ramona y a su sobrina, a Francisco de Vietma con su altanería acostumbrada y hasta le pareció ver a Manuel Leiva merodear, como desconcertado, la parroquia del pueblo. Evidentemente, todavía estaba encaprichado con Aluen. Eso a Pedro lo enojó y mucho. Cruzó la calle para enfrentar a ese enemigo que detestaba, aunque por momentos se sentía algo ajeno a la situación

‒¡Qué busca! ‒le gritó con demasiada furia y resentimiento.

‒¡Otra vez usted! ¿Qué pasa la india no le hizo el favor?

Cuando Pedro escuchó aquellas punzantes palabras que ofendían, de nuevo, la dignidad de la joven le dio un manotazo que lo dejó trastabillando, y como ebrio, mareado, se fue para su casa.

“A éste con poco se lo pone en vereda”, pensó.

Mientras se distraía con esos breves acontecimientos vio que a la iglesia entraba un hombre y no era precisamente un creyente de los que van a pedir perdón por los pecados. Se trataba del doctor Asturias, el único médico del pueblo. El que tenía todos los diplomas colgados en el consultorio. ¿Qué hacía allí? ¿Acaso, el padre Hilario se hallaba enfermo? Quiso acercarse, pero lo llamó doña Ramona quien venía con una canasta de pasteles justo para llevarlos a la parroquia.

‒Yo se los alcanzo al cura ‒dijo Pedro.

‒De ninguna manera, es para la caridad y debo ser yo misma quien lo entregue. Perdone, joven.

‒Está bien, pero observe, fíjese si no ve a Aluen por los cuartos.

‒¡Tú crees que yo, una dama, voy a entrar a las habitaciones. ¡Ave María Purísima!

‒No quise decir eso. Obvio que usted es una dama, una señora. Le sugerí, como al pasar, que analice los gestos y movimientos del padre. Algo me dice que él sabe dónde está Aluen.

‒Mejor olvídese de la indiecita, Pedro. Busque otra muchacha como usted para el casorio. Se lo aconsejo como una madre.

‒Yo la quiero a usted, doña, pero con los sentimientos no se juega, no se les puede ordenar… Son ellos los que eligen, sabe. Mire si yo que quería huir de Carmen de Patagones, que no soportaba este encierro de puertas abiertas y estos vientos que me vuelan el cerebro, me estuviera quedando por capricho. Es que el corazón me lo pide, Ramona.

‒¡Ay… el corazón! ¡Qué bella es la juventud! El amor da sufrimiento, sabe usted.

‒Y bueno, capaz que así es como aprendemos a valorarlo.

‒Quédese acá que yo voy a la iglesia y después le cuento. No se mueva, no me siga… ¡Se lo pido por favor!

‒No se preocupe, acá me quedaré. Sus palabras son órdenes.


Doña Ramona cruzó la calle con una sonrisa en los labios y la canasta de pasteles. Caminaba despacio como contando los pasos entre las faldas que se enredaban con las enaguas y todo el atuendo color malva que la convertía en la dama que era. Se asomó por la puerta lateral y vio al padre hablando con Asturias. Se los notaba preocupados. Al escuchar su voz, se sobresaltaron y al padre Hilario se le cayó el sombrerito que usaba para los inviernos. Ni todos los santos juntos lo hubieran salvado del susto.

‒Buenas, vengo con los pasteles de dulce que le prometí ‒dijo Ramona y miró de reojo la puerta que daba al patio. La otra se hallaba cerrada‒. ¿Hay alguien enfermo?

‒No, soy yo con este maldito ciático ‒respondió rápidamente el cura.

‒Me voy ‒exclamó Asturias‒.Tome lo que le anoté en la receta y descanse. ¿De acuerdo?

‒Muchas gracias otra vez por las atenciones.

‒Es mi deber.

El doctor salió por la puerta principal y Pedro lo pudo ver afiebrado y tratando de ocultarse. Quizá, le pareció que algo, profundamente extraño, brillaba en su mirada. Caminaba rápido, miraba cada paso, se acomodaba el sombrero… Se lo veía nervioso. El soldado pensó que estaba mintiendo y que no le gustaba. No era un hombre de ficciones.

Pedro Medina se quedó tranquilo, como le había prometido a doña Ramona.

Las horas pasaban y no veía movimiento alguno. Se distrajo un momento mirando un carro de lechero cuando escuchó la voz de Ramona:

‒Me voy para la casa.

‒Oh, disculpe. No la había visto. La estaba esperando como me dijo. ¿Vio algo?

‒No, no. Vuelve al Fuerte ‒respondió doña Ramona como intentando eludir preguntas que podrían incomodarla.

‒¡No me deje así! ¿Por qué no me cuenta? Estuvo mucho tiempo allí dentro, algo pasó.

‒¡Qué insinúas! ¡No seas impertinente!

‒Usted, con respeto, siempre confunde lo que digo. ¿Es que me expreso tan mal? ¿Vio a Aluen o algún indicio de que estuviera allí viviendo?

‒No. Ya te dije que te olvides de esa india. ¡Vamos, muchacho! ¡Eres un hombre! Busca a una niña de su casa, a alguien como tú, no a esa joven que tiene problemas y conflictos psicológicos. No está bien.

‒Si dice que no está bien es porque la vio…

‒¡Por Dios! ¡Deja de imaginar! No hay nadie en la capilla, sólo el padre Hilario con un ciático del demonio que lo trae mal. El médico le recomendó reposo. Tardé un poco porque me estuvo escribiendo una lista de nombres para futuras obras de caridad: ropa, enseres, medicinas… Él, por el momento, no puede hacer esas visitas. ¿Comprendes?

‒Está bien‒dijo Pedro desilusionado.

‒Adiós, muchacho.

‒Dicen que una persona que salva la vida de otra debe hacerse cargo de ella mientras viva ‒murmuró Pedro.


Doña Ramona no lo escuchó y se fue rápidamente para su domicilio a unas cuadras de allí. Ella no entendía el amor del soldado porque siempre había sido una mujer sin pasiones, ni debilidades. Parecía no entender el verdadero amor de un hombre. Ése que no responde a razonamientos lógicos y que se desborda por la piel y los sentidos. Pedro tampoco sabía de ese sentimiento hasta que conoció a Aluen y comenzó a experimentar ese deseo, el impulso de protegerla y de cuidarla más que a sí mismo.

Aluen. (Cap 3-José Asturias. Segunda parte)

 


          ‒Dime, ¿de quién es el hijo?

Aluen volvió a ponerse esquiva; tenía vergüenza.

‒¿Es de Leiva?

La muchacha parecía no entender la pregunta y se quedó dormida; después de tanto llorar y lamentarse se desplomó como si fuera un animal herido. Lo era en su alma maltratada y en su cuerpo ultrajado, lo era porque sentía y amaba, porque tenía un corazón frágil y afectuoso, un corazón indio que buscaba paz.

 


La sombra de mi alma

huye por un ocaso de alfabetos,

niebla de libros

y palabras.

¡La sombra de mi alma!

Ha llegado la línea donde cesa

la nostalgia

y la gota de llanto se transforma

alabastro de espíritu…

 

                Federico G. Lorca

 

 

Los meses pasaron y Pedro Medina la buscó una y mil veces, pero nadie sabía nada de ella. Algunos campesinos aseguraban haberla visto cerca del río cuando aquella vez se ocultó detrás de los peñascos. Aluen se había convertido en una sombra, como les sucedía a otros indígenas en lugares diversos de la Argentina que se arrojaban a las aguas y se convertían en flores. Así lo decían las leyendas:

Una pareja de hermanos habían quedado huérfanos. Con el tiempo, él se transformó en un apuesto muchacho que se destacaba por su bondad y por su valor en la caza de animales feroces. Ella era una joven hermosa, de profundos ojos negros, largo pelo, y suave sonrisa en los labios rojos, como la flor de ceibo.

Vivían entre la barranca ribereña, en medio de la enmarañada selva que les servía de refugio. Cerca había una laguna de juncos y espadañas en su orilla, donde él cazaba sábalos y surubíes, a flechazos. Allí esperaba con su lanza a los yaguaretés que bajaban a beber o a buscar su presa. Con las pieles, la hermana le hacía abrigadas mantas para el invierno.

Sólo en algo no estaban de acuerdo. La muchacha quería viajar, visitar lugares distantes. El río, el Paraná, a cuyas orillas vivían, era su obsesión.

¿Desde qué maravillosas regiones vendría y hacia dónde iría?

Muchas veces, le pidió a su hermano que la llevara en su canoa hacia aquellos lugares extraños, pero él se negaba pues quería mucho el rincón que lo vio nacer y en donde se había criado.

Un día, la joven se peleó con su hermano porque se negó una vez más a complacer sus deseos. Sentada al borde de la barranca, con sus ojos empañados por las lágrimas, miraba el río de turbias aguas que corría allá abajo, en eterna marcha hacia desconocidas regiones.

Tan absorta estaba mirando deslizarse la corriente, tanto se inclinó sobre el abismo que el vértigo la atrajo y cayó en medio de los remolinos.

A sus gritos corrió su fiel hermano y se arrojó al agua, pero no pudo salvarla. La vio agitar sus brazos, dar rápidas vueltas y perderse en medio del canal. A él también lo envolvió el remolino, pero luchó con tanta fuerza que fue arrastrado lejos, entrando en la boca de la laguna, cuyo fondo recogió su cuerpo.

El dio Tupá, al ver el triste fin de los hermanos, resolvió convertirlos en las dos flores más bellas que existen en el Paraná.


A él, que quería entrañablemente el lugar de su nacimiento, lo transformó en irupé: magnífica flor cuya planta crece en las lagunas y arroyos poco profundos, donde se arraiga en el fondo con poderosísimos tallos y raíces que ninguna corriente puede desprender.

La joven se quedó convertida en flor de aguapé, de delicados pétalos violáceos y suave aroma que lleva la corriente del río en su viaje hacia el mar lejano.

Muchas veces se ve a Aguapé junto a Irupé. Son las visitas que aquella hace a su hermano. Pero, arrastrada por el influjo que ejercen sobre ella las lejanas tierras, se deja llevar por el agua. Puede vérsela como el día que cayó al río, girar en remolinos y alejarse en busca de las regiones que tanto ansiaba conocer.