‒¿No
vio a Aluen esta semana?
‒No,
hijo.
‒Es
que no puede haber ido demasiado lejos porque no tenía a quien pedirle ayuda.
‒Mejor
que se retire, joven Pedro. No tengo tiempo para charlas. Me están esperando
algunos fieles. Me disculpa.
Antes
de retirarse para el Fuerte, Pedro se detuvo en aquella plaza con dos banquetas
que quedaba enfrente de la iglesia. El sol cálido invitaba a una siesta, pero
mejor era mantenerse alerta por cualquier novedad que pudiera ocurrir. Vio
pasar a doña Ramona y a su sobrina, a Francisco de Vietma con su altanería
acostumbrada y hasta le pareció ver a Manuel Leiva merodear, como
desconcertado, la parroquia del pueblo. Evidentemente, todavía estaba
encaprichado con Aluen. Eso a Pedro lo enojó y mucho. Cruzó la calle para
enfrentar a ese enemigo que detestaba, aunque por momentos se sentía algo ajeno
a la situación
‒¡Qué
busca! ‒le gritó con demasiada furia y resentimiento.
‒¡Otra
vez usted! ¿Qué pasa la india no le hizo el favor?
Cuando
Pedro escuchó aquellas punzantes palabras que ofendían, de nuevo, la dignidad
de la joven le dio un manotazo que lo dejó trastabillando, y como ebrio,
mareado, se fue para su casa.
“A
éste con poco se lo pone en vereda”, pensó.
Mientras
se distraía con esos breves acontecimientos vio que a la iglesia entraba un
hombre y no era precisamente un creyente de los que van a pedir perdón por los
pecados. Se trataba del doctor Asturias, el único médico del pueblo. El que
tenía todos los diplomas colgados en el consultorio. ¿Qué hacía allí? ¿Acaso,
el padre Hilario se hallaba enfermo? Quiso acercarse, pero lo llamó doña Ramona
quien venía con una canasta de pasteles justo para llevarlos a la parroquia.
‒Yo
se los alcanzo al cura ‒dijo Pedro.
‒De
ninguna manera, es para la caridad y debo ser yo misma quien lo entregue.
Perdone, joven.
‒Está
bien, pero observe, fíjese si no ve a Aluen por los cuartos.
‒¡Tú
crees que yo, una dama, voy a entrar a las habitaciones. ¡Ave María Purísima!
‒No
quise decir eso. Obvio que usted es una dama, una señora. Le sugerí, como al
pasar, que analice los gestos y movimientos del padre. Algo me dice que él sabe
dónde está Aluen.
‒Mejor
olvídese de la indiecita, Pedro. Busque otra muchacha como usted para el
casorio. Se lo aconsejo como una madre.
‒Yo
la quiero a usted, doña, pero con los sentimientos no se juega, no se les puede
ordenar… Son ellos los que eligen, sabe. Mire si yo que quería huir de Carmen
de Patagones, que no soportaba este encierro de puertas abiertas y estos vientos
que me vuelan el cerebro, me estuviera quedando por capricho. Es que el corazón
me lo pide, Ramona.
‒¡Ay…
el corazón! ¡Qué bella es la juventud! El amor da sufrimiento, sabe usted.
‒Y
bueno, capaz que así es como aprendemos a valorarlo.
‒Quédese
acá que yo voy a la iglesia y después le cuento. No se mueva, no me siga… ¡Se
lo pido por favor!
‒No
se preocupe, acá me quedaré. Sus palabras son órdenes.
‒Buenas,
vengo con los pasteles de dulce que le prometí ‒dijo Ramona y miró de reojo la
puerta que daba al patio. La otra se hallaba cerrada‒. ¿Hay alguien enfermo?
‒No,
soy yo con este maldito ciático ‒respondió rápidamente el cura.
‒Me
voy ‒exclamó Asturias‒.Tome lo que le anoté en la receta y descanse. ¿De
acuerdo?
‒Muchas
gracias otra vez por las atenciones.
‒Es
mi deber.
El
doctor salió por la puerta principal y Pedro lo pudo ver afiebrado y tratando
de ocultarse. Quizá, le pareció que algo, profundamente extraño, brillaba en su
mirada. Caminaba rápido, miraba cada paso, se acomodaba el sombrero… Se lo veía
nervioso. El soldado pensó que estaba mintiendo y que no le gustaba. No era un
hombre de ficciones.
Pedro
Medina se quedó tranquilo, como le había prometido a doña Ramona.
Las
horas pasaban y no veía movimiento alguno. Se distrajo un momento mirando un
carro de lechero cuando escuchó la voz de Ramona:
‒Me
voy para la casa.
‒Oh,
disculpe. No la había visto. La estaba esperando como me dijo. ¿Vio algo?
‒No,
no. Vuelve al Fuerte ‒respondió doña Ramona como intentando eludir preguntas
que podrían incomodarla.
‒¡No
me deje así! ¿Por qué no me cuenta? Estuvo mucho tiempo allí dentro, algo pasó.
‒¡Qué
insinúas! ¡No seas impertinente!
‒Usted,
con respeto, siempre confunde lo que digo. ¿Es que me expreso tan mal? ¿Vio a
Aluen o algún indicio de que estuviera allí viviendo?
‒No.
Ya te dije que te olvides de esa india. ¡Vamos, muchacho! ¡Eres un hombre!
Busca a una niña de su casa, a alguien como tú, no a esa joven que tiene problemas
y conflictos psicológicos. No está bien.
‒Si
dice que no está bien es porque la vio…
‒¡Por
Dios! ¡Deja de imaginar! No hay nadie en la capilla, sólo el padre Hilario con
un ciático del demonio que lo trae mal. El médico le recomendó reposo. Tardé un
poco porque me estuvo escribiendo una lista de nombres para futuras obras de
caridad: ropa, enseres, medicinas… Él, por el momento, no puede hacer esas
visitas. ¿Comprendes?
‒Está
bien‒dijo Pedro desilusionado.
‒Adiós,
muchacho.
‒Dicen que una persona que salva la vida de otra debe hacerse cargo de ella mientras viva ‒murmuró Pedro.
Doña
Ramona no lo escuchó y se fue rápidamente para su domicilio a unas cuadras de
allí. Ella no entendía el amor del soldado porque siempre había sido una mujer
sin pasiones, ni debilidades. Parecía no entender el verdadero amor de un
hombre. Ése que no responde a razonamientos lógicos y que se desborda por la
piel y los sentidos. Pedro tampoco sabía de ese sentimiento hasta que conoció a
Aluen y comenzó a experimentar ese deseo, el impulso de protegerla y de cuidarla
más que a sí mismo.
No hay nada mas maravilloso que leerte beso
ResponderEliminarGracias, amiga. Beso.
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