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Aluen (Cap 3-José Asturias. Tercera parte)

 


Pedro Medina visitó más de una vez la iglesia del padre Hilario de Alcalá buscando a Aluen quien seguía desaparecida. Pensó también en Manuel Leiva, en ir a increparlo para descargar sus nervios y acusarlo de los atropellos que sufrió la joven mientras vivía en su casa, pero tuvo miedo de desenmascararlo frente a su esposa y ocasionar un problema más. No quería enfrentarse al pueblo, pero la ausencia de la india lo torturaba demasiado. Ese vacío que había dejado no se silenciaba porque era como un grito que le estallaba en el pecho. Necesitaba verla, al menos saber que se hallaba bien. Lo raro era que el padre no estuviera preocupado.

‒¿No vio a Aluen esta semana?

‒No, hijo.

‒Es que no puede haber ido demasiado lejos porque no tenía a quien pedirle ayuda.

‒Mejor que se retire, joven Pedro. No tengo tiempo para charlas. Me están esperando algunos fieles. Me disculpa.

Antes de retirarse para el Fuerte, Pedro se detuvo en aquella plaza con dos banquetas que quedaba enfrente de la iglesia. El sol cálido invitaba a una siesta, pero mejor era mantenerse alerta por cualquier novedad que pudiera ocurrir. Vio pasar a doña Ramona y a su sobrina, a Francisco de Vietma con su altanería acostumbrada y hasta le pareció ver a Manuel Leiva merodear, como desconcertado, la parroquia del pueblo. Evidentemente, todavía estaba encaprichado con Aluen. Eso a Pedro lo enojó y mucho. Cruzó la calle para enfrentar a ese enemigo que detestaba, aunque por momentos se sentía algo ajeno a la situación

‒¡Qué busca! ‒le gritó con demasiada furia y resentimiento.

‒¡Otra vez usted! ¿Qué pasa la india no le hizo el favor?

Cuando Pedro escuchó aquellas punzantes palabras que ofendían, de nuevo, la dignidad de la joven le dio un manotazo que lo dejó trastabillando, y como ebrio, mareado, se fue para su casa.

“A éste con poco se lo pone en vereda”, pensó.

Mientras se distraía con esos breves acontecimientos vio que a la iglesia entraba un hombre y no era precisamente un creyente de los que van a pedir perdón por los pecados. Se trataba del doctor Asturias, el único médico del pueblo. El que tenía todos los diplomas colgados en el consultorio. ¿Qué hacía allí? ¿Acaso, el padre Hilario se hallaba enfermo? Quiso acercarse, pero lo llamó doña Ramona quien venía con una canasta de pasteles justo para llevarlos a la parroquia.

‒Yo se los alcanzo al cura ‒dijo Pedro.

‒De ninguna manera, es para la caridad y debo ser yo misma quien lo entregue. Perdone, joven.

‒Está bien, pero observe, fíjese si no ve a Aluen por los cuartos.

‒¡Tú crees que yo, una dama, voy a entrar a las habitaciones. ¡Ave María Purísima!

‒No quise decir eso. Obvio que usted es una dama, una señora. Le sugerí, como al pasar, que analice los gestos y movimientos del padre. Algo me dice que él sabe dónde está Aluen.

‒Mejor olvídese de la indiecita, Pedro. Busque otra muchacha como usted para el casorio. Se lo aconsejo como una madre.

‒Yo la quiero a usted, doña, pero con los sentimientos no se juega, no se les puede ordenar… Son ellos los que eligen, sabe. Mire si yo que quería huir de Carmen de Patagones, que no soportaba este encierro de puertas abiertas y estos vientos que me vuelan el cerebro, me estuviera quedando por capricho. Es que el corazón me lo pide, Ramona.

‒¡Ay… el corazón! ¡Qué bella es la juventud! El amor da sufrimiento, sabe usted.

‒Y bueno, capaz que así es como aprendemos a valorarlo.

‒Quédese acá que yo voy a la iglesia y después le cuento. No se mueva, no me siga… ¡Se lo pido por favor!

‒No se preocupe, acá me quedaré. Sus palabras son órdenes.


Doña Ramona cruzó la calle con una sonrisa en los labios y la canasta de pasteles. Caminaba despacio como contando los pasos entre las faldas que se enredaban con las enaguas y todo el atuendo color malva que la convertía en la dama que era. Se asomó por la puerta lateral y vio al padre hablando con Asturias. Se los notaba preocupados. Al escuchar su voz, se sobresaltaron y al padre Hilario se le cayó el sombrerito que usaba para los inviernos. Ni todos los santos juntos lo hubieran salvado del susto.

‒Buenas, vengo con los pasteles de dulce que le prometí ‒dijo Ramona y miró de reojo la puerta que daba al patio. La otra se hallaba cerrada‒. ¿Hay alguien enfermo?

‒No, soy yo con este maldito ciático ‒respondió rápidamente el cura.

‒Me voy ‒exclamó Asturias‒.Tome lo que le anoté en la receta y descanse. ¿De acuerdo?

‒Muchas gracias otra vez por las atenciones.

‒Es mi deber.

El doctor salió por la puerta principal y Pedro lo pudo ver afiebrado y tratando de ocultarse. Quizá, le pareció que algo, profundamente extraño, brillaba en su mirada. Caminaba rápido, miraba cada paso, se acomodaba el sombrero… Se lo veía nervioso. El soldado pensó que estaba mintiendo y que no le gustaba. No era un hombre de ficciones.

Pedro Medina se quedó tranquilo, como le había prometido a doña Ramona.

Las horas pasaban y no veía movimiento alguno. Se distrajo un momento mirando un carro de lechero cuando escuchó la voz de Ramona:

‒Me voy para la casa.

‒Oh, disculpe. No la había visto. La estaba esperando como me dijo. ¿Vio algo?

‒No, no. Vuelve al Fuerte ‒respondió doña Ramona como intentando eludir preguntas que podrían incomodarla.

‒¡No me deje así! ¿Por qué no me cuenta? Estuvo mucho tiempo allí dentro, algo pasó.

‒¡Qué insinúas! ¡No seas impertinente!

‒Usted, con respeto, siempre confunde lo que digo. ¿Es que me expreso tan mal? ¿Vio a Aluen o algún indicio de que estuviera allí viviendo?

‒No. Ya te dije que te olvides de esa india. ¡Vamos, muchacho! ¡Eres un hombre! Busca a una niña de su casa, a alguien como tú, no a esa joven que tiene problemas y conflictos psicológicos. No está bien.

‒Si dice que no está bien es porque la vio…

‒¡Por Dios! ¡Deja de imaginar! No hay nadie en la capilla, sólo el padre Hilario con un ciático del demonio que lo trae mal. El médico le recomendó reposo. Tardé un poco porque me estuvo escribiendo una lista de nombres para futuras obras de caridad: ropa, enseres, medicinas… Él, por el momento, no puede hacer esas visitas. ¿Comprendes?

‒Está bien‒dijo Pedro desilusionado.

‒Adiós, muchacho.

‒Dicen que una persona que salva la vida de otra debe hacerse cargo de ella mientras viva ‒murmuró Pedro.


Doña Ramona no lo escuchó y se fue rápidamente para su domicilio a unas cuadras de allí. Ella no entendía el amor del soldado porque siempre había sido una mujer sin pasiones, ni debilidades. Parecía no entender el verdadero amor de un hombre. Ése que no responde a razonamientos lógicos y que se desborda por la piel y los sentidos. Pedro tampoco sabía de ese sentimiento hasta que conoció a Aluen y comenzó a experimentar ese deseo, el impulso de protegerla y de cuidarla más que a sí mismo.

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