2-MARÍA DE LA CRUZ
Desde
fines del siglo XVIII grupos ilustrados de las principales ciudades de la
América española entre ellas Buenos Aires, integrados en su mayoría por jóvenes
criollos, habían adoptado con entusiasmo las nuevas ideas. Éstas, muy
difundidas por la independencia de los estados norteamericanos y por la
Revolución francesa, proclamaban como justas y necesarias la libertad de los
pueblos y la igualdad de los hombres.
Como
consecuencia de los heroicos triunfos logrados durante las invasiones inglesas,
los grupos porteños tomaron conciencia de su poder. Los españoles peninsulares
habían luchado con igual valor que los nativos pero estos últimos eran ya gran
mayoría.
Desde
entonces la actividad política se hizo más intensa. Muchos de estos patriotas
que habían estudiado en las universidades de España, Córdoba o Charcas como
Belgrano, Moreno, Castelli, Paso, gozaban de prestigio en la ciudad y ocupaban
importantes cargos políticos. Otros como Saavedra, Martín Rodríguez, Azcuénaga,
eran altos jefes militares.
Reunían
entonces ideas, talento y fuerza. Era natural que quisieran gobernar su propia
tierra.
Sólo
les faltaba la oportunidad.
‒Los
oficios son para los esclavos, la gente de alta sociedad debe elegir la carrera
sacerdotal, militar o política. El trabajo dignifica, ya sea manual e intelectual,
y somos los padres los que debemos dirigir a los hijos hacia el mejor
propósito. Eso de la vocación es una tontería. Hay que mirar qué es lo que más
le conviene en la vida a cada uno, lo que dé dinero ‒le comentaba don Pedro a
Bernardino Pinedo a través de la tapia que separaba ambas casas.
‒Vamos,
apúrate Pedro, que tenemos que salir para el bautismo de María de la Cruz.
Llegaremos tarde.
‒¡Amigo!
¡Qué disgusto! Tengo que ir a la chacra de mi hija Consolación y me siento tan
impotente. Es que no puedo ver la pobreza. Me hace daño a la vista.
‒El
ocio es el que lleva a la miseria porque genera vicios y suele convertir al
hombre en un perdido ‒exclamó Bernardino con un tono solemne de voz.
‒No
es el caso, Celestino, el esposo de mi hija, es un humilde trabajador de campo
pero demasiado pusilánime. De esos hombres resignados y apáticos que se
conforman con lo fácil y que no arriesgan nada.
‒¡Vamos,
hombre! ‒volvió a gritar Asunción quien era la única en la casa que trataba a
don Pedro con esos modales. Él se lo permitía.
‒Me
disculpa querido amigo, mañana seguiremos hablando de nuestros descendientes y
de la terra patrum en donde hemos
nacido.
‒Así
será, don Pedro.
La
criada Tadea no tenía respiro con los preparativos. Ayudaba con la ropa que
iban a usar las damas, los regalitos para la recién nacida y algunos obsequios
que doña Asunción llevaba escondidos para su hija Consolación. Se veía obligada
por el amor de madre a ayudarla. Trataba de no ver la miseria en la que vivía,
pero tampoco podía dejarla sola aunque ésa había sido su elección.
‒Parece que se está gestando una Revolución.
‒Por
favor, Pedro, no me hables de política que estoy apurada. ¡Niñas! ¡Es tarde!
La
galera se hallaba esperando en la puerta de la residencia con Benito sentado
desde hacía dos horas.
“Estos
ricos lo único que tienen es la nariz respingada”, pensó.
‒Ay…
Benito, Benito ‒dijo don Pedro‒. Las mujeres son una caja de sorpresas.
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